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EL BLOG DE LOS 100 AUTORES

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domingo, 5 de mayo de 2013

UMBERTO ECO - EL NOMBRE DE LA ROSA - I


UMBERTO ECO
EL NOMBRE DE LA ROSA


NATURALMENTE UN MANUSCRITO

EI 16 de agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate Vallet, Le
manuscript de Dom Adson de Melk, traduit en français d'après 1'édition de Dom J. Mabillon
(Aux Presses de I'Abbaye de la Source, Paris, 1842). El libro, que incluia una serie de
indicaciones históricas en realidad bastante pobres, afirmaba ser copia fiel de un manuscrito
del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio de Melk por aquel gran estudioso del XVII
al que tanto deben los historiadores de la orden benedictina. La erudita trouvaille (para mi,
tercera, pues, en el tiempo) me deparó muchos momentos de placer mientras me encontraba
en Praga esperando a una persona querida. Seis
días después las tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad. Azarosamente logré cruzar la
frontera austriaca en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me reuní con la persona esperada, y
juntos remontamos el curso del Danubio.
En un clima mental de gran excitación lei, fascinado, la terrible historia de Adso de Melk, y tanto
me atrapó que casí de un tirón la traduje en varios cuadernos de gran formato procedentes de
la Papeterie Joseph Gibert, aquellos en los que tan agradable es escribir con una pluma
blanda. Mientras tanto llegamos a las cercanías de Melk, donde, a pico sobre un recodo del río,
aún se yergue el
bellisimo Stijt, varias veces restaurado a lo largo de los siglos. Como el lector habrá imaginado,
en la biblioteca del monasterio no encontré huella alguna del manuscrito de Adso.
Antes dc llegar a Salzburgo, una trágica noche en un pequeño hostal a orillas del Mondsec, la
relación con la persona que me acompañaba se interrumpió bruscamente y esta desapareció
llevándose consigo el libro del abate Vallet, no por maldad sino debido al modo desordenado y
abrupto en que se había cortado nuestro vinculo. Así quedé con una serie de cuadernillos
manuscritos de mi puño y un gran vacío en el corazón.
Unos meses más tarde, en Paris, decidí investigar a fondo. Entre las pocas referencias que
había extraído del libro francés estaba la relativa a la fuente, por azar muy minuciosa y precisa:
Vetera analecta, sive collectio veterurn aliquot operum & opusculorum omnis generis,
carminum, epistolarum. diplomaton, epitaphiorum, &, cum, itinere germanico, adnutationibus
aliquot disquisitionibus R. P. D. Joannis Mabillon, Presbiteri ac Monachi Ord. Sancti Benedicti e
Congregatione S. Mauri. - Nova Editio cui aecessere Mabilonii vita & aliquot opuscula, scilicet
Dissertatio de Pane Eucharistico, Azymo et Fermentato, ad Eminentiss. Cardinalem Bona.
Subjungitur opusculum Eldefonsi Hispaniensis Episcopi de eodem argumento Et Eusebii
Romani ad Theophilum Gallum epistola. De cultu sanctorum ignotorum, Parisiis. apud
Levesque, ad Pontem S. Michaelis, MDCCXX1, cum privilezio Regis.
Encontré en seguida los Vetera Analecta en la biblioteca Sainte Geneviève, pero con gran
sorpresa comprobé que la edición localizada difería por dos detalles ante todo por el editor, que
era Montalant, ad Ripam P. P. Augustinianorum (prope Pontem S. Michaelis), y, ademús, por la
fecha, posterior en dos años. Es inútil decir que esos analecta no contenían ningún manuscrito
de Adso o Adson de Melk; por el contrario, como cualquiera puede verificar, se trata de una
colección de textos dc mediana y breve extensión, mientras que la historia transcrita por Vallet
llenaba varios cientos de páginas. En aquel momento consulté a varios medievalistas ilustres,
como el querido e inolvidable Etienne Gilson, pero fue evidente que los únicos Vetera Analecta
eran los que había visto en Sainte Geneviève. Una visita a la Abbaye de !a Source, que surge
en los alrededores de Passy, y una conversación con el amigo Dom Arne Lahnestedt me
convencieron, además, de que ningún abate Vallet había publicado libros en las prensas (por lo
demás inexistentes) de la abadía. Ya se sabe que los eruditos franceses no suelen esmerarse
demasiado cuando se trata de proporcionar referencias bibliográficas mínimamente fiables pero
el caso superaba cualquier pesimismo justificado. Empecé a pensar que me había topado con
un texto apócrifo. Ahora ya no podía ni siquiera recuperar el libro de Vallet (o, al menos, no me
atrevía a pedirselo a la persona que se lo había llevado). Sólo me quedaban mis notas, de las
que ya comenzaba a dudar.
Hay momentos mágicos, de gran fatiga física e intensa excitación motriz, en los que tenemos
visiones de personas que hemos conocido en el pasado (“en me retraçant ces details, j'en suis
à me demander s'ils sont réels, ou bien si je les ai rêvés”). Como supe más tarde al leer el bello
librito del Abbé de Bucquoy, también podemos tener visiones de libros aún no escritos.
Si nada nuevo hubiese sucedido, todavia seguiria preguntándome por el origen de la historia
de Adso de Melk; pero en 1970, en Buenos Aires, curioseando en las mesas de una pequeña
librería de viejo de Corrientes, cerca del más famoso Patio del Tango de esa gran arteria
tropecé con la versión castellana de un librito de Milo Temesvar, Del uso de los espejos en el
juego del ajedrez, que ya había tenido ocasíón de citar (de segunda mano) en mi Apocalípticos
e integrados, al referirme a otra obra suya posterior, Los vendedores de Apocalipsis. Se trataba
de la traducción del original, hoy perdido, en lengua georgiana (Tiflis 1934): allí encontré con
gran sorpresa, abundantes citas del manuscrito de Adso: sin embargo, la fuente no era Vallet ni
Mabillon, sino el padre Athanasíus Kircher (pero, ¿cuál de sus obras?). Más tarde, un erudito -
que no considero oportuno nombrar- me aseguró (y era capaz de citar los indices de memoria)
que el gran jesuita nunca habló de Adso de Melk. Sin embargo, las páginas de Temesvar
estaban ante mis ojos, y los episodios a los que se referían eran absolutamente análogos a los
del manuscrito traducido del libro de Vallet (en particular, la descripción del laberinto disipaba
toda sombra de duda). A pesar de lo que más tarde escribiría Beniamino Placido,1 el abate
Vallet había existido y, sin duda, también Adso de Melk.
Todas esas circunstancias me llevaron a pensar que las memorias de Adso parecían
participar precisamente de la misma naturaleza de los hechos que narran: envueltas en
muchos, y vagos, misterios, empezando por el autor y terminando por la localización de la
abadía, sobre la que Adso evita cualquier referencia concreta, de modo Que sólo puede
conjeturarse que se encontraba en una zona imprecisa entre Pomposa y Conques, con una
razonable probabilidad de que estuviese situada en algún punto de la cresta de los Apeninos,
entre Piamonte, Liguria y Francia (como quien dice entre Lerici y Turbia). En cuanto a la época
en que se desarrollan los acontecimientos descritos, estamos a finales de noviembre de 1327;
en cambio, no sabemos con certeza cuando escribe el autor. Si tenemos en cuenta que dice
haber sido novicio en 1327 y que cuando redacta sus memorias, afirma que no tardará en
morir, podemos conjeturar que el manuscrito fue compuesto hacia los últimos diez o veinte
años del siglo XIV.
Pensándolo bien, no eran muchas las razones que podían persuadirme de entregar a la
imprenta mi versión italiana de una oscura versión neogótica francesa de una edición latína del
siglo XVII de una obra escrita en latín por un monje alemán de finales del XIV.
Ante todo, ¿qué estilo adoptar? Rechacé, por considerarla totalmente injustificada, la
tentación de guiarme por los modelos italianos de la época: no sólo porQue Adso escribe en
latín, sino también porque, como se deduce del desarrollo mismo del texto, su cultura (o la
cultura de la abadía, que ejerce sobre él una influencia tan evidente) pertenece a un periodo
muy anterior; se trata a todas luces de una suma plurisecular de conocimientos y de hábitos
estilísticos vinculados con la tradición de la baja edad media latína. Adso piensa y escribe
como un monje que ha permanecido impermeable a la revolución de la lengua vulgar, ligado a
los libros de la biblioteca que describe, formado en el estudio de los textos patrísticos y
escolásticos; y su historia (salvo por las referencias a acontecimientos del siglo XIV, que, sin
embargo, Adso registra con mil vacilaciones, y siempre de oídas) habría podido escribirse, por
la lengua y por las citas eruditas que contiene, en el siglo XII o en el XIII.
Por otra parte, es indudable que al traducir el latín de Adso a su francés neogótico, Vallet se
tomó algunas libertades, no siempre limitadas al aspecto estilístico. Por ejemplo: en cier to
momento los personajes hablan sobre las virtudes de las hierbas, apoyándose claramente en
aquel libro de los secretos atribuido a Alberto Magno, que tantas refundiciones sufriera a lo
largo de los siglos. Sin duda, Adso lo conoció, pero cuando lo cita percibimos, a veces,
coincidencias demasiado literales con ciertas recetas de Paracelso, y, también, claras
interpolaciones de una edición de la obra de Alberto que con toda seguridad data de la época
1 La Repubblica, 22 de septiembre de 1977.
Tudor2. Por otra parte, después averigüé‚ que cuando Vallet transcribió el manuscrito de Adso,
circulaba en Paris una edición dieciochesca del Grand y del Petit Albert 3, ya irremediablemente
corrupta. Sin anbargo, subsiste la posibilidad de que el texto utilizado por Adso, o por los
monjes cuyas palabras registró, contuviese, mezcladas con las glosas, los escolios y los
diferentes apéndices, ciertas anotaciones capaces de influir sobre la cultura de épocas
posteriores.
Por último, me preguntaba si, para conservar el espíritu de la época, no seria conveniente
dejar en latín aquellos pasajes que el propio abate Vallet no juzgó oportuno traducir. La única
justificación para proceder así podía ser el deseo, quizás errado de guardar fidelidad a mi
fuente... He eliminado lo superfluo pero algo he dejado. Temo haber procedido como los malos
novelistas que, cuando introducen un personaje francés en determinada escena, le hacen decir
“parbleu!” y “la femme, ah! la femme!”
En conclusión: estoy lleno de dudas. No sé, en realidad, por qué me he decidido a tomar el
toro por las astas y presentar el manuscrito de Adso de Melk como si fuese auténtico. Quizá se
trate de un gesto de enamoramiento. O, si se prefiere, de una manera de liberarme de múltiples
obsesiones.
Transcribo sin preocuparme por los problemas de la actualidad. En los años en que descubrí
el texto del abate Vallet existía el convencimiento de que sólo debía escribirse
comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a más de diez años de
distancia, el hombre de letra. (restituido a su altísima dignidad) puede consolarse considerando
que también es posible escribir por el puro deleite de escribir. Así pues, me siento libre de
contar, por el mero placer de fabular, la historia de Adso de Melk, y me reconforta y me
consuela el verla tan inconmensurablemente lejana en el tiempo (ahora que la vigilia de la
razón ha ahuyentado todos los monstruos que su sueño había engendrado). tan gloriosamente
desvinculada de nuestra época, intemporalmente ajena a nuestras esperanzas y a nuestras
certezas.
Porque es historia de libros, no de miserias cotidianas, y su lectura puede incitarnos a repetir,
con el gran imitador de Kempis: “ln omnibus requiem quaesivi, et nusquam inveni nisi in angulo
cum libro.”
5 de enero de 1980
NOTA
E1 manuscrito de Adso está dividido en seis días, y cada uno de éstos en períodos
correspondientes a las horas litúrgicas. Los subtítulos, en tercera persona, son probablemente
añadidos de Vallet. Sin embargo, como pueden servir para orientar al lector, y como su uso era
corriente en muchas obras de la época escritas en lengua-vulgar, no me ha parecido
conveniente eliminarlos.
Las referencias de Adso a las horas canónicas me han hecho dudar un poco; no sólo porque
su reconocimiento depende de la localización y de la época del año, sino también porque lo
más probable es que en el siglo xiv no se respetasen con absoluta precisión las indícaciones
que San Benito había establecido en la regla.
Sin embargo, para que el lector pueda guiarse, y basándome tanto en lo que puede deducirse
del texto como en la comparación de la regla ordinaria con el desarrollo de la vida monástica
2 Liber aggregationis seu liber secretorum Alberti Magni Londinium, juxta pontem qui vulgariter
dicitur Flete brigge, MCCCCLXXXV.
3 Les admirables secrets d'Albert le Grand, A Lyon Chez les Héritiers Beringos, Frattes, a
L'Enseigne d'Agrippa, MDCCLXXV' Secrets merveilleux de la Magie Naturelle et Cabalistiqug
du Petit Albert, A Lyon, ibidem, MIKCXXIX.
según la describe Edouard Schneider en Les heures bénédictines (París, Grasset, 1925), creo
que podemos atenernos a la siguiente estimación:
Maitines (que a veces Adso llama también Vigiliae, como se usaba antiguamente). Entre
las 2.30 y las 3 de la noche.
Laudes (que en la tradición más antigua se llamaban Matutini). Entre las 5 y las 6 de la
mañana, concluyendo al rayar el alba.
Prima Hacia las 7.30, poco antes de la aurora.
Tercia Hacía las 9.
Sexta Mediodía (en un monasterio en el que los monjes no trabajaban en el campo,
ésta era, en invierno, también la hora de la comida).
Nona Entre las 2 y las 3 de la tarde.
Vísperas Hacia las 4.30, al ponerse el sol (la regla prescribe cenar antes de que
oscurezca del todo).
Completas Hacia las 6 (los monjes se acuestan antes de las 7).
Este cálculo se basa en el hecho de que en el norte de Italia, a finales de noviembre, el sol sale
alrededor de las 7.30 y se pone alrededor de las 4.40 de la tarde.

PROLOGO

En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio,
en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento
inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible. Pero
videmus nunc per speculum et in aenigmate y la verdad, antes de manifestarse a cara
descubierta, se muestra en fragmentos (¡ay, cuán ilegibles!), mezclada con el error de este
mundo, de modo que debemos deletrear sus fieles signáculos incluso allí donde nos parecen
oscuros y casi forjados por una voluntad totalmente orientada hacia el mal.
Ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mundo, espero el
momento de perderme en el abismo sin fondo de la divinidad desierta y silenciosa, participando
así de la luz inefable de las inteligencias angélicas, en esta celda del querido monasterio de
Melk, donde aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia
sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi
juventud, repitiendo verbatim cuanto vi y oí, y sin aventurar interpretación alguna, para dejar, en
cierto modo, a los que vengan después (si es que antes no llega el Anticristo) signos de signos,
sobre los que pueda ejercerse la plegaria del desciframiento.
El señor me concede la gracia de dar fiel testimonio de los acontecimientos que
se produjeron en la abadía cuyo nombre incluso conviene ahora cubrir con un
piadoso manto de silencio, hacia finales del año 1327, cuando el emperador
Ludovico entró en Italia para restaurar la dignidad del sacro imperio romano,
según los designios del Altísimo y para confusión del infame usurpador
simoníaco y heresiarca que en Aviñón deshonró el santo nombre del apóstol
(me refiero al alma pecadora de Jacques de Cahors, al que los impíos veneran
como Juan XXII).
Para comprender mejor los acontecimientos en que me vi implicado, quizá
convenga recordar lo que estaba sucediendo en aquellas décadas, tal como
entonces lo comprendí, viviéndolo, y tal como ahora lo recuerdo, enriquecido
con lo que más tarde he oído contar sobre ello, siempre y cuando mi memoria
sea capaz de atar los cabos de tantos y tan confusos acontecimientos.
Ya en los primeros años de aquel siglo, el papa Clemente V había trasladado la
sede apostólica a Aviñón, dejando Roma a merced de las ambiciones de los
señores locales, y poco a poco la ciudad santísima de la cristiandad se había
ido transformando en un circo, o en un lupanar. Desgarrada por las luchas
entre los poderosos, presa de las bandas armadas, y expuesta a la violencia y
al saqueo, de república sólo tenía el nombre. Clérigos inmunes al brazo secular
mandaban grupos de facinerosos que, espada en mano, cometían todo tipo de
rapiñas, y, además, prevaricaban y organizaban tráficos deshonestos. ¿Cómo
evitar que el Caput Mundi volviese a ser, con toda justicia, la meta del
pretendiente a la corona del sacro imperio romano, empeñado en restaurar la
dignidad de aquel dominio temporal que antes había pertenecido a los
césares?
Pues bien, en 1314 cinco príncipes alemanes habían elegido en Frankfurt a
Ludovico de Baviera como supremo gobernante del imperio. Pero el mismo día,
en la orilla opuesta del Main, el conde palatino del Rin y el arzobispo de
Colonia habían elegido para la misma dignidad a Federico de Austria. Dos
emperadores para una sola sede y un solo papa para dos: situación que, sin
duda, engendraría grandes desórdenes...
Dos años más tarde era elegido en Aviñón el nuevo papa, Jacques de Cahors,
de setenta y dos años, con el nombre de Juan XXII, y quiera el cielo que nunca
otro pontífice adopte un nombre ahora. tan aborrecido por los hombres de bien.
Francés y devoto del rey de Francia (los hombres de esa tierra corrupta
siempre tienden a favorecer los intereses de sus compatriotas, y son incapaces
de reconocer que su patria espiritual es el mundo entero), había apoyado a
Felipe el Hermoso contra los caballeros templarios, a los que éste había
acusado (injustamente, creo) de delitos ignominiosos, para poder apoderarse
de sus bienes, con la complicidad de aquel clérigo renegado. Mientras tanto se
había introducido en esa compleja trama Roberto de Nápoles, quien, para
mantener su dominio sobre la península itálica, había convencido al papa de
que no reconociese a ninguno de los dos emperadores alemanes, conservando
así el título de capitán general del estado de la iglesia.
En 1322 Ludovico el Bávaro derrotaba a su rival Federico. Si se había sentido
amenazado por dos emperadores, Juan juzgó aún más peligroso a uno solo, de
modo que decidió excomulgarlo; Ludovico, por su parte, declaró herético al
papa. Es preciso decir que aquel mismo año, en Perusa, se había reunido el
capítulo de los frailes -franciscanos, y su general, Michele da Cesena, a
instancias de los «espirituales» (sobre los que ya volveré a hablar), había
proclamado como verdad de la fe la pobreza de Cristo, quien, si algo había
poseído con sus apóstoles, sólo lo había tenido como usus facti. Justa
resolución, destinada a preservar la virtud y la pureza de la orden, pero que
disgustó bastante al papa, porque quizá le pareció que encerraba un principio
capaz de poner en peligro las pretensiones que, como jefe de la iglesia, tenía
de negar al imperio el derecho a elegir los obispos, a cambio del derecho del
santo solio a coronar al emperador. Movido por éstas o por otras razones, Juan
condenó en 1323 las proposiciones de los franciscanos mediante la decretal
Cum inter nonnullos.
Supongo que fue entonces cuando Ludovico pensó que los franciscanos, ya
enemigos del papa, podían ser poderosos aliados suyos. Al afirmar la pobreza
de Cristo, reforzaban, de alguna manera, las ideas de los teólogos imperiales,
Marsilio de Padua y Juan de Gianduno. Por último, no muchos meses antes de
los acontecimientos que estoy relatando, Ludovico, que había llegado a un
acuerdo con el derrotado Federico, entraba en Italia, era coronado en Milán, se
enfrentaba con los Visconti -que, sin embargo, lo habían acogido
favorablemente , ponía sitio a Pisa, nombraba vicario imperial a Castruccio,
duque de Luca y Pistoia (y creo que cometió un error porque, salvo Uguccione
della Faggiola, nunca conocí un hombre más cruel), y ya se disponía a marchar
hacia Roma, llamado por Sciarra Colonna, señor del lugar.
Esta era la situación en el momento en que mi padre, que combatía junto a
Ludovico, entre cuyos barones ocupaba un puesto de no poca importancia,
consideró conveniente sacarme del monasterio benedictino de Melk -donde yo
ya era novicio- para llevarme consigo y que pudiera conocer las maravillas de
Italia y presenciar la coronación del emperador en Roma. Sin embargo, el sitio
de Pisa lo retuvo en las tareas militares. Yo aproveché esta circunstancia para
recorrer, en parte por ocio y en parte por el deseo de aprender, las ciudades de
la Toscana, entregándome a una vida libre y desordenada que mis padres no
consideraron propia de un adolescente consagrado a la vida contemplativa. De
modo que, por sugerencia de Marsilio, que me había tomado cariño, decidieron
que acompañase a fray Guillermo de Baskerville, sabio franciscano que estaba
a punto de iniciar una misión en el desempeño de la cual tocaría muchas
ciudades famosas y abadías antiquísimas. Así fue como me convertí al mismo
tiempo en su amanuense y discípulo; y no tuve que arrepentirme, porque con él
fui testigo de acontecimientos dignos de ser registrados, como ahora lo estoy
haciendo, para memoria de los que vengan después.
Entonces no sabía qué buscaba fray Guillermo y, a decir verdad, aún ahora lo
ignoro y supongo que ni siquiera él lo sabía, movido como estaba sólo por el
deseo de la verdad, y por la sospecha -que siempre percibí en él de que la
verdad no era la que creía descubrir en el momento presente. Es probable que
en aquellos años las preocupaciones del siglo lo distrajeran de sus estudios
predilectos. A lo largo de todo el viaje nada supe de la misión que le habían
encomendado; al menos, Guillermo no me habló de ella. Fueron más bien
ciertos retazos de las conversaciones que mantuvo con los abades de los
monasterios en que nos íbamos deteniendo los que me permitieron conjeturar
la índole de su tarea. Sin embargo, como diré más adelante, sólo comprendí de
qué se trataba exactamente cuando llegamos a la meta de nuestro viaje. Nos
habíamos dirigido hacia el norte, pero no seguíamos una línea recta sino que
nos íbamos deteniendo en diferentes abadías. Así fue como doblamos hacia
occidente cuando, en realidad, nuestra meta estaba hacia oriente, siguiendo
casi la línea de montañas que une Pisa con los caminos de Santiago, hasta
detenernos en una comarca que los terribles acontecimientos que luego se
produjeron en ella me sugieren la conveniencia de no localizar con mayor
precisión, pero cuyos señores eran fieles al imperio y en la que todos los
abades de nuestra orden coincidían en oponerse al papa herético y corrupto. El
viaje, no exento de vicisitudes, duró dos semanas, en el transcurso de las
cuales pude conocer (aunque cada vez me convenzo más de que no lo
bastante) a mi nuevo maestro.
En las páginas que siguen no me permitiré trazar descripciones de personas –
salvo cuando la expresión de un rostro, o un gesto, aparezcan como signos de
un lenguaje
mudo pero elocuente , porque, como dice Boecio, nada hay más fugaz que la
forma exterior, que se marchita y se altera como las flores del campo cuando
llega el otoño. Por tanto, ¿qué sentido tendría hoy decir que el abad Abbone
tuvo una mirada severa y mejillas pálidas, cuando él y quienes lo rodeaban son
ya polvo y del polvo ya sus cuerpos tienen el tinte gris y mortuorio (sólo sus
almas, Dios lo quiera, resplandecen con una luz que jamás se extinguirá)? Sin
embargo, de Guillermo hablaré, una única vez, porque me impresionaron
incluso sus singulares facciones, y porque es propio de los jóvenes sentirse
atraídos por un hombre más anciano y más sabio, no sólo debido a su
elocuencia y a la agudeza de su mente, sino también por la forma superficial de
su cuerpo, al que, como sucede con la figura de un padre, miran con
entrañable afecto, observando los gestos, y las muecas de disgusto, y
espiando las sonrisas, sin que la menor sombra de lujuria contamine este tipo
(quizás el único verdaderamente puro) de amor corporal.
Los hombres de antes eran grandes y hermosos (ahora son niños y enanos),
pero ésta es sólo una de las muchas pruebas del estado lamentable en que se
encuentra este mundo caduco. La juventud ya no quiere aprender nada, la
ciencia está en decadencia, el mundo marcha patas arriba, los ciegos guían a
otros ciegos y los despeñan en los abismos, los pájaros se arrojan antes de
haber echado a volar, el asno toca la lira, los bueyes bailan, María ya no ama la
vida contemplativa y Marta ya no ama la vida activa, Lea es estéril, Raquel está
llena de lascivia, Catón frecuenta los lupanares, Lucrecio se convierte en mujer.
Todo está descarriado. Demos gracias a Dios de que en aquella época mi
maestro supiera infundirme el deseo de aprender y el sentido de la recta vía,
que no se pierde por tortuoso que sea el sendero.
Así, pues, la apariencia física de fray Guillermo era capaz de atraer la atención
del observador menos curioso. Su altura era superior a la de un hombre normal
y, como era muy enjuto, parecía aún más alto. Su mirada era aguda y
penetrante; la nariz afilada y un poco aguileña infundía a su rostro una
expresión vigilante, salvo en los momentos de letargo a los que luego me
referiré. También la barbilla delataba una firme voluntad, aunque la cara
alargada y cubierta de pecas -como a menudo observé en la gente nacida
entre Hibernia y Northumbria- parecía expresar a veces incertidumbre y
perplejidad. Con el tiempo me di cuenta de que no era incertidumbre sino pura
curiosidad, pero al principio lo ignoraba casi todo acerca de esta virtud, a la que
consideraba, más bien, una pasión del alma concupiscente y, por tanto, un
alimento inadecuado para el alma racional, cuyo único sustento debía ser la
verdad, que (pensaba yo) se reconoce en forma inmediata.
Lo primero que habían advertido con asombro mis ojos de muchacho eran
unos mechones de pelo amarillento que le salían de las orejas, y las cejas
tupidas y rubias. Podía contar unas cincuenta primaveras y por tanto era ya
muy viejo, pero movía su cuerpo infatigable con una agilidad que a mí muchas
veces me faltaba. Cuando tenía un acceso de actividad, su energía parecía
inagotable. Pero de vez en cuando, como si su espíritu vital tuviese algo del
cangrejo, se retraía en estados de inercia, y lo vi a veces en su celda, tendido
sobre el jergón, pronunciando con dificultad unos monosílabos, sin contraer un
solo músculo del rostro. En aquellas ocasiones aparecía en sus ojos una
expresión vacía y ausente, y, si la evidente sobriedad que regía sus
costumbres no me hubiese obligado a desechar la idea, habría sospechado
que se encontraba bajo el influjo de alguna sustancia vegetal capaz de
provocar visiones. Sin embargo, debo decir que durante el viaje se había
detenido a veces al borde de un prado, en los límites de un bosque, para
recoger alguna hierba (creo que siempre la misma), que se ponía a masticar
con la mirada perdida. Guardaba un poco de ella, y la comía en los momentos
de mayor tensión (¡que no nos faltaron mientras estuvimos en la abadía!). Una
vez le pregunté qué era, y respondió sonriendo que un buen cristiano puede
aprender a veces incluso de los infieles. Cuando le pedí que me dejara probar,
me respondió que, como en el caso de los discursos, también en el de los
simples hay paidikoi, ephebikoi, gynaikeioi y demás, de modo que las hierbas
que son buenas para un viejo franciscano no lo son para un joven benedictino.
Durante el tiempo que estuvimos juntos no pudimos llevar una vida muy
regular: incluso en la abadía, pasábamos noches sin dormir y caíamos
agotados durante el día,
y no participábamos regularmente en los oficios sagrados. Sin embargo,
durante el viajé, no solí a permanecer despierto después de completas, y sus
hábitos eran sobrios. A veces, como sucedió en la abadía, pasaba todo el día
moviéndose por el huerto, examinando las plantas como si fuesen crisopacios
o esmeraldas, y también lo vi recorrer la cripta del tesoro y observar un cofre
cuajado de esmeraldas y crisopacios como si fuese una mata de estramonio.
En otras ocasiones se pasaba el día entero en la gran sala de la biblioteca
hojeando manuscritos, aparentemente sólo por placer (mientras a nuestro
alrededor se multiplicaban los cadáveres de monjes horriblemente asesinados).
Un día lo encontré paseando por el jardín sin ningún propósito aparente, como
si no debiese dar cuenta a Dios de sus obras. En la orden me habían enseñado
a hacer un uso muy distinto de mi tiempo, y se lo dije. Respondió que la belleza
del- cosmos no procede sólo de la unidad en la variedad, sino también de la
variedad en la unidad. La respuesta me pareció inspirada en un empirismo
grosero, pero luego supe que, cuando definen las cosas, los hombres de su
tierra no parecen reservar un papel demasiado grande a la fuerza iluminadora
de la razón.
Durante el período que pasamos en la abadía, siempre vi sus manos cubiertas
por el polvo de los libros, por el oro de las miniaturas todavía frescas, por las
sustancias amarillentas que había tocado en el hospital de Severino. Parecía
que sólo podía pensar con las manos, cosa que entonces me parecía más
propia de un mecánico (pues me habían enseñado que el mecánico es
moechus, y comete adulterio en detrimento de la vida intelectual con la que
debiera estar unido en castísimas nupcias). Pero incluso cuando sus manos
tocaban cosas fragilísimas, como ciertos códices cuyas miniaturas aún estaban
frescas, o páginas corroídas por el tiempo y quebradizas como pan ácimo,
Poseía, me parece, una extraordinaria delicadeza de tacto, la misma que
empleaba al manipular sus máquinas. Pues he de decir que este hombre
singular llevaba en su saco de viaje unos instrumentos que hasta entonces yo
nunca había visto y que él definía como sus máquinas maravillosas. Las
máquinas, decía, son producto del arte, que imita a la naturaleza, capaces de
reproducir, no ya las meras formas de esta última, sino su modo mismo de
actuar. Así me explicó los prodigios del reloj, del astrolabio y del imán. Sin
embargo, al comienzo temí que se tratase de brujerías, y fingí dormir en ciertas
noches serenas mientras él (valiéndose de un extraño triángulo) se dedicaba a
observar las estrellas. Los franciscanos que yo había conocido en Italia y en mi
tierra eran hombres simples, a menudo ¡letrados, y la sabiduría de Guillermo
me sorprendió. Pero él me explicó sonriendo que los franciscanos de sus islas
eran de otro cuño: «Roger Bacon, a quien venero como maestro, nos ha
enseñado que algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas,
que es magia natural y santa. Y un día por la fuerza de la naturaleza se podrán
fabricar instrumentos de navegación mediante los cuales los barcos navegarán
unico homine regente, y mucho más aprisa que los impulsados por velas o
remos; y habrá carros "ut sine animali moveantur cum impetu inaestimabili, et
instrumenta volandi et horno sedens in medio instrumenti revolvens aliquod
ingenium per quod alae artificialiter compositae aerem verberent, ad modum
avis volantis'. E instrumentos pequeñísimos capaces de levantar pesos
inmensos, y vehículos para viajar al fondo del mar.»
Cuando le pregunté dónde existían esas máquinas, me dijo que ya se habían
fabricado en la antigüedad, y que algunas también se habían podido construir
en nuestro tiempo: «Salvo el instrumento para volar, que nunca he visto ni sé
de nadie que lo haya visto, aunque conozco a un sabio que lo ha ideado.
También pueden construirse puentes capaces de atravesar ríos sin apoyarse
en columnas ni en ningún otro basamento, y otras máquinas increíbles. No
debes inquietarte porque aún no existan, pues eso no significa que no existirán.
Y yo te digo que Dios quiere que existan, y existen ya sin duda en su mente,
aunque mi amigo de Occam niegue que las ideas existan de ese modo, y no
porque podamos decidir acerca de la naturaleza divina, sino, precisamente,
porque no podemos fijarle límite alguno.» Esta no fue la única proposición
contradictoria que escuché de sus labios: sin embargo, todavía hoy, ya viejo y
más sabio que entonces, no acabo de entender cómo podía tener tanta
confianza en su amigo de Occam y jurar al mismo tiempo por las palabras de
Bacon, como hizo en muchas ocasiones. Pero también es verdad que aquellos
eran tiempos oscuros en los que un hombre sabio debía pensar cosas que se
contradecían entre sí.
Pues bien, es probable que haya dicho cosas incoherentes sobre fray
Guillermo, como para registrar desde el principio la incongruencia de las
impresiones que entonces me
produjo. Quizá tú, buen lector, puedas descubrir mejor quién fue y qué hizo,
reflexionando sobre su comportamiento durante los días que pasamos en la
abadía. Tampoco te he prometido una descripción satisfactoria de lo que allí
sucedió, sino sólo un registro de hechos (eso sí) asombrosos y terribles.
Así, mientras con los días iba conociendo mejor a mi maestro, tras largas horas
de viaje que empleamos en larguísimas conversaciones de cuyo contenido ya
iré hablando cuando sea oportuno, legamos a las faldas del monte en lo alto
del cual se levantaba la abadía. Y ya es hora de que, como nosotros entonces,
a ella se acerque mi relato, y ojalá
mi mano no tiemble cuando me dispongo a narrar lo que sucedió después.
PRIMER DÍA
Primer día
PRIMA
Donde se llega al pie de la abadía y Guillermo da pruebas de gran dureza.
Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había
nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres
dedos de espesor. A oscuras, en seguida después de laudes, habíamos oído
misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto
en camino hacia las montañas.
Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del
monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a
otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la mole de lo que
después supe que era el Edificio. Se trataba de una construcción octogonal que
de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la solidez e
invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos lados meridionales se erguían
sobre la meseta de la abadía, mientras que los septentrionales parecían surgir
de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como un
despeñadero. Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la
roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y
convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados a
tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres órdenes de ventanas
expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que lo que era
físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en el ciclo. Al
acercarse más se advertía que, en cada ángulo, la forma cuadrangular
engendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos lados asomaban hacia
afuera; o sea que cuatro de los ocho lados del octágono mayor engendraban
cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se manifestaban como
pentágonos. Evidente, y admirable, armonía de tantos números sagrados, cada
uno revestido de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la
perfección de todo tetrágono; cuatro, el número de los evangelios; cinco, el
número de las partes del mundo; siete, el número de los dones del Espíritu
Santo. Por la mole, y por la forma, el Edificio era similar a Castel Urbino o a
Castel dal Monte, que luego vería en el sur de la península italiana, pero por su
posición inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al
viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana
mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los
días de tormenta.
Sin embargo, no diré que me produjo sentimientos de júbilo. Me sentí
amedrentado, presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas
de mi ánimo inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios
inscritos en la piedra el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la
ilusa voluntad de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la
palabra divina.
Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la
montaña, allí donde el camino principal se ramificaba formando un trivio, con
dos senderos laterales, mi maestro se detuvo un momento, y miró hacia un
lado y hacia otro del camino, miró el camino y, por encima de éste, los pinos de
hojas perennes que, en aquel corto tramo, formaban un techo natural,
blanqueado por la nieve.
-Rica abadía -dijo-. Al Abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones
públicas.
Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También
porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo
agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro
encuentro diciendo con gran cortesía:
-Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han
avisado de vuestra visita. Yo sov Remigio da Varagine, el cillerero del
monasterio. Si sois, como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar
al Abad. ¡Tú -ordenó a uno del grupo-, sube a avisar que nuestro- visitante está
por entrar en el recinto!
-Os lo agradezco, señor cillerero -respondió cordialmente mi maestro-, y
aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido
la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el
sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos, porque, al llegar al estercolero
tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la
pendiente...
-¿Cuándo lo habéis visto? -preguntó el cillerero.
-¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? -dijo Guillermo volviéndose hacia
mi con expresión divertida-. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede
estar donde yo os he dicho.
El cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al sendero, y, por último,
preguntó:
-¿Brunello? ¿Cómo sabéis ... ?
-¡Vamos! -dijo Guillermo-. Es evidente que estáis buscando a Brunello, el
caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro, cinco
pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope
bastante regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se ha ido por la
derecha, os digo, y, en cualquier caso, apresuraos.
El cillerero, tras un momento de vacilación, hizo un signo a los suyos y se lanzó
por el sendero de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban la ascensión.
Cuando, mordido por la curiosidad, estaba por interrogar a Guillermo, él me
indicó que esperara. En efecto: pocos minutos más tarde escuchamos gritos de
júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron monjes y servidores, trayendo
al caballo por el freno. Pasaron junto a nosotros, sin dejar de mirarnos un poco
estupefactos, y se dirigieron con paso acelerado hacia la abadía. Creo, incluso,
que Guillermo retuvo un poco la marcha de su montura para que pudieran
contar lo que había sucedido. Yo ya había descubierto que mi maestro, hombre
de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad
cuando se trataba de demostrar su agudeza y, habiendo tenido ocasión de
apreciar sus sutiles dotes de diplomático, comprendí que deseaba llegar a la
meta precedido por una sólida fama de sabio.
-Y ahora decidme -pregunté sin poderme contener-. ¿Cómo habéis podido
saber?
-Mi querido Adso -dijo el maestro-, durante todo el viaje he estado enseñándote
a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla como por medio de un
gran libro. Alain de Lille decía que
omnis mundi creatura
quasi liber et pictura
nobis est in speculum
pensando en la inagotable reserva de símbolos por los que Dios, a través de
sus criaturas, nos habla de la vida eterna. Pero el universo es aún más locuaz
de lo que creía Alain, y no sólo habla de las cosas últimas (en cuyo caso
siempre lo hace de un modo oscuro), sino también de las cercanas, y en esto
es clarísimo. Me da casi vergüenza tener que repetirte lo que deberías saber.
En la encrucijada, sobre la nieve aún fresca, estaban marcadas con mucha
claridad las improntas de los cascos de un caballo, que apuntaban hacia el
sendero situado a nuestra izquierda. Esos signos, separados por distancias
bastante grandes y regulares, decían que los cascos eran pequeños y
redondos, y el galope muy regular. De ahí deduje que se trataba de un caballo,
y que su carrera no era desordenada como la de un animal desbocado. Allí
donde los pinos formaban una especie de cobertizo natural, algunas ramas
acababan de ser rotas, justo a cinco pies del suelo. Una de las matas de
zarzamora, situada donde el animal debe de haber girado, meneando
altivamente la hermosa cola, para tomar el sendero de su derecha, aún
conservaba entre las espinas algunas crines largas y muy negras... Por último,
no me dirás que no sabes que esa senda lleva al estercolero, porque al subir
por la curva inferior hemos visto el chorro de detritos que caía a pico justo
debajo del torreón oriental, ensuciando la nieve, y dada la disposición de la
encrucijada, la senda sólo podía ir en aquella dirección.
-Sí -dije- , pero la cabeza pequeña, las orejas finas, los ojos grandes...
-No sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí.
Decía Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo exige «ut sit exiguum
caput et siccum prope pelle ossibus adhaerente, aures breves et argutae, oculi
magni, nares patulae, erecta cervix, coma densa et cauda, ungularum soliditate
fixa rotunditas«. Si el caballo cuyo paso he adivinado no hubiese sido
realmente el mejor de la cuadra, no podrías explicar por qué no sólo han
corrido los mozos tras él, sino también el propio cillerero. Y un monje que
considera excelente a un caballo sólo puede verlo, al margen de las formas
naturales, tal como se lo han descrito las auctoritates, sobre todo si -y aquí me
dirigió una sonrisa maliciosa-, se trata de un docto benedictino...
-Bueno -dije , pero, ¿por qué Brunello?
-¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu cabezota, hijo mío! -
exclamó el maestro-. ¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta el gran
Buridán, que está a punto de ser rector en París, no encontró nombre más
natural para referirse a un caballo hermoso?
Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino
también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y
pensaban a través de ellos. Dotes éstas que, como veremos, ha brían de serle
bastante útiles en los días que siguieron. Además, su explicación me pareció al
final tan obvia que la humillación por no haberla descubierto yo mismo quedó
borrada por el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el punto de que casi
me felicité por mi agudeza. Tal es la fuerza de la verdad, que, como la bondad,
se difunde por sí misma. Alabado sea el santo nombre de nuestro señor
Jesucristo por esa hermosa revelación que entonces tuve.
Pero no pierdas el hilo, oh relato, pues este monje ya viejo se detiene
demasiado en los marginalia. Di, más bien, que llegamos al gran portalón de la
abadía, y en el umbral estaba el Abad, acompañado de dos novicios que
sostenían un bacín de oro lleno de agua. Una vez que hubimos descendido de
nuestras monturas, lavó las manos de Guillermo, y después lo abrazó
besándolo en la boca y dándole su santa bienvenida, mientras el cillerero se
ocupaba de mí.
-Gracias, Abbone -dijo Guillermo-, es para mí una alegría, excelencia, pisar
vuestro monasterio, cuya fama ha traspasado estas montañas. Yo vengo como
peregrino en el nombre de Nuestro Señor, y como tal me habéis rendido
honores. Pero vengo también en nombre de nuestro señor en esta tierra, como
os dirá la carta que os entrego, y también en su nombre os agradezc o vuestra
acogida.
El Abad cogió la carta con los sellos imperiales y dijo que, de todas maneras, la
llegada de Guillermo había sido precedida por otras misivas de los hermanos
de su orden (mira, me dije para mis adentros no sin cierto orgullo, es difícil pillar
por sorpresa a un abad benedictino), después rogó al cillerero que nos
condujera a nuestros alojamientos, mientras los mozos se hacían cargo de las
monturas. El Abad prometió visitarnos más tarde, cuando hubiésemos comido
algo, y entramos en el gran recinto donde estaban los edificios de la abadía,
repartidos por la meseta, especie de suave depresión -o llano elevado- que
truncaba la cima de la montaña.
A la disposición de la abadía tendré ocasión de referirme más de una vez, y
con más lujo de detalles. Después del portalón (que era el único paso en toda
la muralla) se abría una avenida arbolada que llevaba a la iglesia abacial. A la
izquierda de la avenida se extendía una amplia zona de huertos y, como supe
más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos edificios -los baños, y el
hospital y herboristería- dispuestos según la curva de la muralla. En el fondo, a
la izquierda de la iglesia, se erguía el Edificio, separado de la iglesia por una
explanada cubierta de tumbas. El portalón norte de la iglesia daba hacia el
torreón sur del Edificio, que ofrecía frontalmente a los ojos del visitante el
torreón occidental, que continuaba después por la izquierda hasta tocar la
muralla, para proyectarse luego con sus torres en el abismo, sobre el que se
alzaba
el torreón septentrional, visible sólo de sesgo. A la derecha de la iglesia se
extendían algunas construcciones a las que ésta servía de reparo; estaban
dispuestas alrededor del claustro, y, sin duda, se trataba del dormitorio, la casa
del Abad y la casa de los peregrinos, hacia la que nos habíamos dirigido, y a la
que llegamos después de atravesar un bonito jardín. Por la derecha, al otro
lado de una vasta explanada, a lo largo de la parte meridional de la muralla y
continuando hacia oriente por detrás de la iglesia, había una serie de viviendas
para la servidumbre, establos, molinos, trapiches, graneros, bodegas y lo que
me pareció que era la casa de los novicios. La regularidad del terreno, apenas
ondulado, había permitido que los antiguos constructores de aquel recinto
sagrado respetaran los preceptos de la orientación con una exactitud que
hubiera sorprendido a un Honorio Augustoduniense o a un Guillermo Durando.
Por la posición del sol en aquel momento, comprendí que la portada daba justo
a occidente , de forma que el coro y el altar estuviesen dirigidos hacia oriente y,
por la mañana temprano, el sol despuntaba despertando directamente a los
monjes en el dormitorio y a los animales en los establos. Nunca vi abadía más
bella y con una orientación tan perfecta, aunque más tarde he tenido ocasión
de conocer San Gall, Cluny, Fontenay y otras, quizá más grandes pero no tan
armoniosas. Sin embargo, ésta se distinguía de cualquier otra por la inmensa
mole del Edificio. Aunque no era yo experto en el arte de la construcción,
comprendí en seguida que era mucho más antiguo que los edificios situados a
su alrededor. Quizás había sido erigido con otros fines y posteriormente se
había agregado el conjunto abacial, cuidando, sin embargo, de que su
orientación se adecuase a la de la iglesia, o viceversa. Porque la arquitectura
es el arte que más se esfuerza por reproducir en su ritmo el orden del universo,
que los antiguos llamaban kosmos, es decir, adorno, pues es como un gran
animal en el que resplandece la perfección y proporción de todos sus
miembros. Alabado sea Nuestro Creador, que, como dice Agustín, ha
establecido el número, el peso y la medida de todas las cosas.
Primer día
TERCIA
Donde Guillermo mantiene una instructiva conversación con el
Abad.
EI cillerero era un hombre grueso y de aspecto vulgar pero jovial, canoso pero
todavía robusto, pequeño pero ágil. Nos condujo a nuestras celdas en la casa
de los peregrinos. Mejor dicho, nos condujo a la celda asignada a mi maestro, y
me prometió que para el día siguiente desocuparían otra para mí, pues, aunque
novicio, también era yo huésped de la abadía, y, por tanto, debía tratárseme
con todos los honores. Aquella noche podía dormir en un nicho largo y ancho,
situado en la pared de la celda, donde había dispuesto que colocaran buena
paja fresca. Así se hacía a veces, añadió, cuando algún señor deseaba que su
criado velara mientras él dormía.
Después los monjes nos trajeron vino, queso, aceitunas y buena uva, y se
retiraron para que pudiéramos comer y beber. Lo hicimos con gran deleite. Mi
maestro no tenía los hábitos austeros de los benedictinos, y no le gustaba
comer en silencio. Por lo demás, siempre hablaba de cosas tan buenas y
sabias que era como si un monje leyese la vida de los santos.
Aquel día no pude contenerme y volví a preguntarle sobre la historia del
caballo.
-Sin embargo -dije-, cuando leisteis las huellas en la nieve y en las ramas aún
no conocíais a Brunello. En cierto modo esas huellas nos hablaban de todos
los caballos, o al menos de todos los caballos de aquella especie. ¿No
deberíamos decir, entonces, que el libro de la naturaleza nos habla sólo por
esencias, como enseñan muchos teólogos insignes?
-No exactamente, querido Adso -respondió el maestro-. Sin duda, aquel tipo de
impronta me hablaba, si quieres, del caballo como verbum mentis, y me
hubiese hablado de él en cualquier sitio donde la encontrara. Pero la impronta
en aquel lugar y en aquel momento del día me decía que al menos uno de
todos los caballos posibles había pasado por allí. De modo que me encontraba
a mitad de camino entre la aprehensión del concepto de caballo y el
conocimiento de un caballo individual. Y, de todas maneras, lo que conocía del
caballo universal procedía de la huella, que era singular. Podría decir que en
aquel momento estaba preso entre la singularidad de la huella y mi ignorancia,
que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea universal. Si ves algo de
lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás con definirlo como un
cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo definirás como un animal,
aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o de un asno. Si te sigues
acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún no sepas si se trata de
Brunello ó de Favello. Por último, sólo cuando estés a la distancia adecuada
verás que es Brunello (o bien, ese caballo y no otro, cualquiera que sea el
nombre que quieras darle). Este ser el conocimiento pleno, la intuición de lo
singular. Así, hace una hora, yo estaba dispuesto a pensar en todos los
caballos, pero no por la vastedad de mi intelecto, sino por la estrechez de mi
intuición. Y el hambre de mi intelecto sólo pudo saciarse cuando vi al caballo
individual que los monjes llevaban por el freno. Sólo entonces supe realmente
que mi razonamiento previo me había llevado cerca de la verdad. De modo que
las ideas, que antes había utilizado para imaginar un caballo que aún no había
visto, eran puros signos, como eran signos de la idea de caballo las huellas
sobre la nieve: cuando no poseemos las cosas, usamos signos y signos de
signos.
Ya otras veces le había escuchado hablar con mucho escepticismo de las
ideas universales y con gran respeto de las cosas individuales, e incluso, más
tarde, llegué a pensar que aquella inclinación podía deberse tanto al hecho de
que era británico como al de que era franciscano. Pero aquel día no me sentía
con fuerzas para afrontar disputas teológicas. De modo que me acurruqué en el
espacio que me habían concedido, me envolví en una manta y caí en un sueño
profundo.
Cualquiera que entrase hubiera podido confundirme con un bulto. Sin duda, así
lo hizo el Abad cuando, hacia la hora tercia, vino a visitar a Guillermo. De esa
forma pude escuchar sin ser observado su primera conversación. Y sin malicia,
porque presentarme de golpe al visitante hubiese
sido más descortés que ocultarme, como hice, con humildad.
Así pues, llegó Abbone. Pidió disculpas por la intrusión, renovó su bienvenida
y dijo que debía hablar a Guillermo, en privado, de cosas bastante graves.
Empezó felicitándole por la habilidad con que se había conducido en la historia
del caballo, y le preguntó cómo había podido hablar con tanta seguridad de un
animal que no había visto jamás. Guillermo le explicó somerarnente y con
cierta indiferencia el razonamiento que había seguido, y el Abad celebró mucho
su agudeza. Dijo que no hubiera esperado menos en un hombre de cuya gran
sagacidad ya había oído hablar. Le dijo que había recibido una carta del Abad
de Farfa, donde éste no sólo mencionaba la misión que el emperador había
confiado a Guillermo (de la que ya hablarían en los próximos días), sino
también la circunstancia de que mi maestro había sido inquisidor en Inglaterra y
en Italia, destacándose en varios procesos por su perspicacia, no reñida con
una gran humanidad.
-Ha sido un gran placer -añadió el Abad- enterarme de que en muchos casos
habéis considerado que el acusado era inocente. Creo, y nunca tanto como en
estos días tristísimos, en la presencia constante del maligno en las cosas
humanas -y miró alrededor, con un gesto casi imperceptible, como si el
enemigo estuviese entre aquellas paredes-, pero también creo que muchas
veces el maligno obra a través de causas segundas. Y sé que puede impulsar
a sus víctimas a hacer el mal de manera tal que la culpa recaiga sobre un justo,
gozándose de que el justo sea quemado en lugar de su súcubo. A menudo los
inquisidores, para demostrar su esmero, arrancan a cualquier precio una
confesión al acusado, porque piensan que sólo es buen inquisidor el que
concluye el proceso encontrando un chivo expiatorio. . .
-También un inquisidor puede obrar instigado por el diablo- dijo Guillermo.
-Es posible -admitió el Abad con mucha cautela-, porque los designios del
Altísimo son inescrutables, pero no seré yo quien arroje sombras de sospecha
sobre tantos hombres beneméritos. Al contrario, hoy recurro a vos en vuestro
carácter de tal. En esta abadía ha sucedido algo que requiere la atención y el
consejo de un hombre agudo y prudente como vos. Agudo para descubrir y
prudente para (llegado el caso) cubrir. En efecto, a menudo es indispensable
probar la culpa de hombres a quienes cabría atribuir una gran santidad, pero
conviene hacerlo de modo que pueda eliminarse la causa del mal sin que el
culpable quede expuesto al desprecio de los demás. Si un pastor falla, hay que
separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si las ovejas empezaran a desconfiar
de los pastores!
-Comprendo -dijo Guillermo. Yo ya había tenido ocasión de observar que,
cuando se expresaba con tanta solicitud y cortesía, muchas veces estaba
ocultando, en forma honesta, su desacuerdo o su perplejidad.
-Por eso -prosiguió el Abad-. considero que 1os casos que involucran el fallo de
un pastor pueden confiarse únicamente a hombres como vos, que no sólo
saben distinguir entre el bien y el mal, sino también entre lo que es oportuno y
lo que no lo es. Me agrada saber que sólo habéis condenado cuando...
-...los acusados eran culpables de actos delictivos, de envenenamientos, de
corrupción de niños inocentes y de otras abominaciones que mi boca no se
atreve a nombrar. . .
-..que sólo habéis condenado cuando -prosiguió el Abad sin tomar en cuenta la
interrupción- la presencia del demonio era tan evidente para todos que era
imposible obrar de otro modo sin que la indulgencia resultase más escandalosa
que el propio delito.
-Cuando declaré culpable a alguien -aclaró Guillermo- era porque éste había
cometido realmente crímenes tan graves que podía entregarlo al brazo secular
sin remordimientos.
EI Abad tuvo un momento de duda:
-¿Por qué -preguntó- insistís en hablar de actos delictivos sin pronunciaros
sobre su causa diabólica?
-Porque razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo
que sólo Dios puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto
establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y
el rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas
de causas y efectos me parece, tan insensato como tratar de construir una
torre que llegue hasta el cielo.
-E1 doctor de Aquino -sugirió el Abad- no ha temido demostrar mediante la
fuerza de su sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en
causa hasta la causa primera, no causada.
-¿Quién soy yo -dijo Guillermo con humildad- para oponerme al doctor de
Aquino? Además su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de
muchos otros testimonios que refuerzan la validez de sus vías. Dios habla en el
interior de nuestra alma, como ya sabía Agust¡n, y vos, Abbone, habríais
cantado alabanzas al Señor y a su presencia evidente aunque Tomás no
hubiera. . . -se detuvo, y añadió-: Supongo.
-¡Oh, sin duda! -se apresuró a confirmar el Abad, y de este modo tan elegante
cortó mi maestro una discusión escolástica que, evidentemente, no le agradaba
demasiado.
-Volvamos a los procesos -prosiguió mi maestro-. Supongamos que un hombre
ha muerto envenenado. Esto es un dato empírico. Dados ciertos signos
inequívocos, puedo imaginar que el autor del envenenamiento ha sido otro
hombre. Pero, ¿cómo puedo complicar la cadena imaginando que ese acto
malvado tiene otra causa, ya no humana sino diabólica? No afirmo que sea
imposible, pues también el diablo deja signos de su paso, como vuestro caballo
Brunello. Pero, ¿por qué debo buscar esas pruebas? ¿Acaso no basta con que
sepa que el culpable es ese hombre y lo entregue al brazo secular? De todos
modos, su pena sería la muerte, que Dios lo perdone.
-Sin embargo, en un proceso celebrado en Kilkenny hace tres años, donde
algunas personas fueron acusadas de cometer delitos infames, vos no
negasteis la intervención diabólica, una vez descubiertos los culpables.
-Pero tampoco lo afirmé en forma clara. De todos modos, es cierto que no lo
negué. ¿Quién soy yo para emitir juicios sobre las maquinaciones del maligno?
Sobre todo -añadió, y parecía interesado en dejar claro ese punto - cuando los
que habían iniciado el proceso, el obispo, los magistrados de la ciudad, el
pueblo todo, y quizáás incluso los acusados, deseaban realmente descubrir la
presencia del
demonio. Tal vez la única prueba verdadera de la presencia del diablo fuese la
intensidad con que en aquel momento deseaban todos descubrir su presencia.
-Por tanto -dijo el Abad con tono preocupado-, ¿me estáis diciendo que en
muchos procesos el diablo no sólo actúa en el culpable sino quizáá también en
los jueces?
-¿Acaso podría afirmar algo semejante? –preguntó Guillermo, y comprendí que
había formulado la pregunta de modo que el Abad no pudiese afirmar que sí
podía, y aprovechó el silencio de Abbone para desviar el curso de la
conversación-. Pero en el fondo se trata de cosas lejanas... He abandonado
aquella noble actividad y si lo he hecho así es porque el Señor así ha querido.
-Sin duda -admitió el Abad.
-...Y ahora -prosiguió Guillermo-, me ocupo de otras cuestiones delícadas. Y
me gustaría ocuparme de la que os aflige, si me la quisierais exponer.
Me pareció que el Abad se alegraba de poder acabar aquella conversación y
volver a su problema. Inició pues, escogiendo con mucha prudencia las
palabras y recurriendo a largas perífrasis, el relato de un acontecimiento
singular que se había producido pocos días atrás, y que había turbado
sobremanera a los monjes. Dijo que se lo contaba a Guillermo porque,
sabiendo que era un gran conocedor tanto del alma humana como de las
maquinaciones del maligno, esperaba que pudiese dedicar una parte de su
preciosísimo tiempo al esclarecimiento de tan doloroso enigma. E1 hecho era
que Adelmo da Otranto, monje aún joven pero ya famoso maestro en el arte de
la miniatura, que es-taba adornando los manuscritos de la biblioteca con
imágenes bellísimas, había sido hallado una mañana por un cabrero en el
fondo del barranco situado al pie del torreón este del Edificio. Los otros monjes
lo habían visto en el coro durante completas, pero no había asístido a maitines,
de modo que su caída se había producido, probablemente, durante las horas
más oscuras de la noche. Una noche de recia ventisca en la que los copos de
nieve, cortantes como cuchillos y casi tan duros como granizo, caían impelidos
por un austro de soplo impetuoso. Ablandado por esa nieve que primero se
había fundido y después se había congelado formando duras láminas de hielo,
el cuerpo había sido descubierto al pie del despeñadero, desgarrado por las
rocas contra las que se había golpeado. Pobre y frágil cosa mortal, que Dios se
apiadara de él. Como en su caída había rebotado muchas veces, no era fácil
decir desde donde exactamente se había precipitado. Aunque, sin duda. debía
de haber sido por una de las ventanas de los tres órdenes existentes en los
tres lados del torreón que daban al abismo.
-¿Dónde habéis enterrado el pobre cuerpo? -preguntó Guillermo.
-En el cementerio. naturalmente -respondió el Abad-. Quizá lo hayáis
observado por vos mismo; se extiende entre el costado septentrional de la
iglesia, el Edificio y el huerto.
-Ya veo -dijo Guillermo-, y veo que vuestro problema es el siguiente. Si el infeliz
se hubiese, Dios no lo quiera, suicidado (porque no cabía pensar en una caída
accidental), al día siguiente hubierais encontrado abierta una de aquellas
ventanas, pero las encontrasteis todas cerradas y tampoco hallasteis rastros de
agua al pie de ninguna de ellas.
Ya he dicho que el Abad era un hombre muy circunspecto y diplomático, pero
en aquella ocasión no pudo con-tener un gesto de sorpresa, que borró toda
huella del decoro que, según Aristóteles, conviene a la persona grave y
magnánima :
-¿Quién os lo ha dicho?
-Vos me lo habéis dicho. Si la ventana hubiera estado abierta, en seguida
hubieseis pensado que se había arrojado por ella. Por lo que he podido
apreciar desde fuera, se trata de grandes ventanas de vidrieras opacas, y ese
tipo de ventanas, en edificios de estas dimensiones, no suelen estar situadas a
la altura de una persona. Por tanto, si hubiese estado abierta, como hay que
descartar la posibilidad de que el infeliz se asomara a ella y perdiese el
equilibrio, sólo quedaba la hipótesis del suicidio. En cuyo caso, no lo habríais
dejado enterrar en tierra consagrada. Pero, como lo habéis enterrado
cristianamente, las ventanas debían de estar cerradas. Y si estaban cerradas, y
como ni
siquiera en los procesos por brujería me he topado con un muerto impenitente
a quien Dios o el diablo hayan permitido remontar el abisrmo para borrar las
huellas de su crimen, es evidente que el supuesto suicida fue empujado, ya por
una mano humana, ya por una fuerza diabólica. Y vos os preguntáis quién
puede haberlo, no digo empujado hacia el abismo, sino alzado sin querer hasta
el alfeizar, y os perturba la idea de que una fuerza maléfica, natural o
sobrenatural, ronde en estos momentos por la abadía.
-Así es... -dijo el Abad, y no estaba claro si con ello confirmaba las palabras de
Guillermo o descubría la justeza del razonamiento que este último acababa de
exponer con tanta perfección-. Pero, ¿cómo sabéis que no había agua al pie de
ninguna ventana?
-Porque me habéis dicho que soplaba el austro, y el agua no podía caer contra
unas ventanas que dan a oriente.
-Lo que me habían dicho de vuestras virtudes no era suficiente -dijo el Abad-.
Teneis razón, no había agua, y ahora sé por qu‚. Las cosas sucedieron como
vos decís. Comprended ahora mi angustia. Ya habría sido grave que uno de
mis monjes se hubiera manchado con el abominable pecado del suicidio. Peco
tengo razones para pensar que otro se ha manchado con un pecado no menos
terrible. Y si sólo fuera eso. . .
-Ante todo, ¿por qu‚ uno de los monjes? En la abadía hay muchas otras
personas, mozos de cuadra, cabreros, servidores...
-Sí, la abadía es pequeña pero rica -admitió con cierto orgullo el Abad-. Ciento
cincuenta servidores para sesenta monjes. Sin embargo, todo sucedió en el
Edificio. Quizá ya sepáis que, si bien la planta baja alberga las cocinas y el
refectorio, los dos pisos superiores están reservados al scriptorium y a la
biblioteca. Después de la cena, el Edificio se cierra y una regla muy estricta
proh¡be la entrada de toda persona -y en seguida, adivinando la pregunta de
Guillermo, añadió, aunque, como podía advertirse, de mal grado-, incluidos los
monjes, claro, pero. . .
-¿Pero?
-Pero descarto totalmente, sí, totalmente, que un servidor haya tenido el valor
de penetrar allí durante la noche. -Por sus ojos pasó una especie de sonrisa
desafiante, rápida como el relámpago o como una estrella fugaz-. Digamos que
les daría miedo, porque, ya sabéis... a veces las órdenes que se imparten a los
simples llevan el refuerzo de alguna amenaza, por ejemplo, el presagio de que
algo terrible, y de origen sobrenatural, castigaría cualquier desobediencia. Un
monje, en cambio. . .
-Comprendo.
-Además un monje podría tener otras razones para aventurarse en un sitio
prohibido, quiero decir razones. . ¿cómo diría?, razonables, si bien contrarias a
la regla. . .
Guillermo advirtió la turbación del Abad, e hizo una pregunta con el propósito,
quizá, de desviarse del tema, pero el efecto fue una turbación no menos
intensa.
-Cuando hablasteis de un posible homicidio, dijisteis “y si sólo fuera eso”. ¿En
qué estabais pensando?
-¿Dije eso? Bueno, no se mata sin alguna razón, aunque ésta sea perversa.
Me estremece pensar en la perversidad de las razones que pueden haber
impulsado a un monje a matar a un compañero. Eso quería decir.
-¿Nada más?
-Nada más que pueda deciros.
-¿Queréis decir que no hay nada más que vos estéis autorizado a decirme?
-Por favor, fray Guillermo, hermano Guillermo -y el Abad recalcó tanto lo de fray
como lo de hermano.
Guillermo se cubrió de rubor y comentó:
-Eris sacerdos in aeternum.
-Gracias -dijo el Abad.
¿Oh, Dios mío, qué misterio terrible rozaron entonces mis imprudentes
superiores, movido uno por la angustia y el otro por la curiosidad! Porque,
como novicio que se iniciaba en los misterios del santo sacerdocio de Dios.
también yo, humilde muchacho, comprendí que el Abad sabía algo, pero que
se trataba de un secreto de confesión. Alguien debía de haberle mencionado
algún detalle pecaminoso que podía estar en relación con el trágico fin de
Adelmo. Quizá por eso pedía a Guillermo que descubriera un secreto que por
su parte ya creía conocer, pero que no podía comunicar a nadie, con la
esperanza de que mi maestro esclareciese con las fuerzas del intelecto lo que
él debía rodear de sombra movido por la sublime fuerza de la caridad.
-Bueno -dijo entonces Guillermo-, ¿podré hacer preguntas a los monjes?
-Podréis.
-¿Podré moverme libremente por la abadía?
-Os autorizo a hacerlo.
-¿Me encomendaréis coram monachis esta misión?
-Esta misma nuche.
-Sin embargo, empezaré hoy, antes de que los monjes sepan que me habéis
confiado esta investigación. Además, una de las razones de peso que yo tenía
para venir aquí era el gran deseo de conocer vuestra Biblioteca, famosa en
todas las abadías de la cristiandad.
El Abad casi dio un respingo y su rostro se puso repentinamente tenso.
-He dicho que podréis moveros por toda la abadía. Aunque, sin duda, no por el
último piso del Edificio, la biblioteca.
-¿Por qué?
-Debería habéroslo explicado antes. Creí que ya lo sabíais. Vos sabéis que
nuestra biblioteca no es igual a las otras...
-Sé que posee más libros que cualquier otra biblioteca cristiana. Sé que,
comparados con los vuestros, los armaria de Bobbio o de Pomposa, de Cluny o
de Fleury parecen la habitación de un niño que estuviera iniciándose en el
manejo del ábaco. Sé que los seis mil códices de los que se
enorgullecía Novalesa hace más de cien años son pocos comparados con los
vuestros, y que, quizá , muchos de ellos se encuentran ahora aquí. Sé que
vuestra abadía es la única luz que la cristiandad puede oponer a las treinta y
seis bibliotecas de Bagdad, a los diez mil códices del visir Ibn al-Alkami, y que
el número de vuestras biblias iguala a los dos mil cuatrocientos coranes de que
se enorgullece E1 Cairo, y que la realidad de vuestros armaria es una luminosa
evidencia contra la arrogante leyenda de los infieles que hace años afirmaban
(ellos, que tanta intimidad tienen con el príncipe de la mentira) que la biblioteca
de Trípoli contenía seis millones de volúmenes y albergaba ochenta mil
comentadores y doscientos escribientes.
-Así es, alabado sea el cielo.
-Sé que muchos de los monjes que aquí viven proceden de abadías situadas
en diferentes partes del mundo. Unos vienen por poco tiempo, el que necesitan
para copiar manuscritos que sólo se encuentran en vuestra biblioteca, y
regresan a sus lugares de origen llevando consigo esas copias, no sin haberos
traído a cambio algún otro manuscrito raro para que lo copiéis y lo añadáis a
vuestro tesoro. Otros permanecen muchísimo tiempo, a veces hasta su muerte,
porque sólo aquí pueden encontrar las obras capaces de iluminar sus estudios.
Así pues, entre vosotros hay germanos, dacios, hispanos, franceses y griegos.
Sé que, hace muchísimos años, el emperador Federico os pidió que le
compilarais un libro sobre las profecías de Merl¡n, y que luego lo tradujerais al
árabe, para regalárselo al sultán de Egipto. Sé, por último, que, en estos
tiempos tristísimos, una abadía gloriosa como Murbach no tiene ni un solo
escribiente, que en San Gall han quedado pocos monjes que sepan escribir,
que ahora es en las ciudades donde surgen corporaciones y gremios formados
por seglares que trabajan para las universidades, y que sólo vuestra abadía
reaviva día a día, ¿qué
digo?, enaltece sin cesar las glorias de vuestra orden.. . .
-Monasterium sine libris -citó inspirado el Abad- est sicut civitas sine opibus,
castrum sine numeris, coquina sine suppellectilí, mensa sine cibis, hortus sine
herbis, pratum sine floribus, arbor sine foliis. . . Y nuestra orden, que creció
obedeciendo al doble mandato del trabajo y la oración, fue luz para todo el
mundo conocido, reserva de saber, salvación de una antigua doctrina expuesta
al riesgo de desaparecer en incendios, saqueos y terremotos, fragua de nuevos
escritos y fomento de los antiguos. . Oh, bien sabéis que vivimos tiempos muy
oscuros, y vergüenza me da deciros que hace no muchos años el concilio de
Vienne tuvo que recordar que todo monje está obligado a ordenarse. ...
Cuántas de nuestras abadías, que hace doscientos años eran centros
resplandecientes de grandeza v santidad, son ahora refugio de holgazanes. La
orden aún es poderosa. pero hasta nuestros lugares
sagrados llega el hedor de las ciudades, el pueblo de Dios se inclina ahora
hacia el comercio y las guerras entre facciones, allá, en los grandes centros
poblados, donde el espíritu de santidad no encuentra albergue, donde ya no
sólo sé habla (¿qué más podría exigirse de los legos?) sino también se escribe
en lengua vulgar, ¡y ojalá ninguno de esos libros cruce jamás nuestra muralla,
porque fatalmente se convierten en pábulo de la herejía! Por los pecados de los
hombres, el mundo pende al borde del abismo, un abismo que invoca al
abismo que ya se abre en su interior. Y mañana, como sostenía Honorio, los
cuerpos de los hombres serán más pequeños que los nuestros, así como los
nuestros ya son más pequeños que los de los antiguos. Mundus senescit. Pues
bien, si alguna misión ha confiado Dios a nuestra orden, es la de oponerse a
esa carrera hacia el abismo, conservando, repitiendo y defendiendo el tesoro
de sabiduría que nuestros padres nos han confiado. La divina providencia ha
dispuesto que el gobierno universal, que al comienzo del mundo estaba en
oriente, se desplace, a medida que el tiempo se aproxima, hacia occidente,
para avisarnos de que se acerca el fin del mundo, porque el curso de los
acontecimientos ya ha llegado al límite del universo. Pero hasta que no
advenga definitivamente el milenio, hasta que no triunfe, si bien por poco
tiempo, la bestia inmunda, el Anticristo, nuestro deber es custodiar el tesoro del
mundo cristiano, y
la palabra misma de Dios, tal como la comunicó a los profetas y a los
apóstoles, tal como la repitieron los padres sin cambiar ni un solo verbo, tal
como intentaron glosarla las escuelas, aunque en las propias escuelas anide
hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia. En este
ocaso somos aún antorchas, luz que sobresale en el horizonte. Y, mientras
esta muralla resista, seremos custodios de la Palabra divina.
-Así sea -dijo Guillermo con tono devoto-. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la
prohibición de visitar la biblioteca?
-Mirad, fray Guillermo -dijo el Abad-, para poder realizar la inmensa y santa
obra que atesoran aquellos muros- y señaló hacia la mole del Edificio, que en
parte se divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia
abacial- hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas
reglas de hierro. La biblioteca se construyó según un plano que ha
permanecido oculto durante siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a
conocer. Sólo posee ese secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del
bibliotecario anterior, y que, a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con
suficiente antelación como para que la muerte no lo sorprenda y la comunidad
no se vea privada de ese saber. Y los labios de ambos están sellados por el
juramento de no divulgarlo. Sólo el bibliotecario, además de saber, está
autorizado a moverse por el laberinto de los libros, sólo él sabe dónde
encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es responsable de su conservación.
Los otros monjes trabajan en el scriptorium y pueden conocer la lista de los
volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una lista de títulos no suele decir
demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la colocación del volumen, por su
grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras
encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y si conviene, suministrarlo al
monje que lo solicita, a veces no sin antes haber consultado conmigo. Porque
no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden
ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa, y, por último, los
monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada, que
requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y no para satisfacer la necia
curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza de sus mentes, por soberbia
o por sugestión diabólica.
-De modo que en la biblioteca también hay libros que contienen mentiras... .
-Los monstruos existen porque forman parte del plan divino, y hasta en las
horribles facciones de los monstruos se revela el poder del Creador. Del mismo
modo, el plan divino contempla la existencia de los libros de los magos, las
cábalas de los judíos, las fábulas de los poetas paganos y las mentiras de los
infieles. Quienes, durante siglos, han querido y sostenido esta abadía estaban
firme y santamente persuadidos de que incluso en los libros que contienen
mentiras el lector sagaz puede percibir un pálido resplandor de la sabiduría
divina. Por eso, también hay esa clase de obras en la biblioteca. Pero, como
comprenderéis, precisamente por eso cualquiera no puede penetrar en ella.
Además -añadió el Abad casi excusándose por la debilidad de este último
argumento-, el libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo, teme a los
roedores, resiste mal la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas. Si
a lo largo de los siglos cualquiera hubiese podido tocar libremente nuestros
códices, la mayoría de éstos ya no existirían. Por tanto, el bibliotecario los
defiende no sólo de los hombres sino también de la naturaleza, y consagra su
vida a esa guerra contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad.
-De modo que, salvo dos personas, nadie entra en el último piso del Edificio. . .
E1 Abad sonrió:
-Nadie debe hacerlo. Nadie puede hacerlo. Y, aunque alguien quisiera hacerlo,
no lo conseguiría. La biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad
que en ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto
espiritual, y también laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar la
salida. Aclarado esto, desearía que respetaseis las reglas de la abadía.
-Sin embargo, no habéis excluido la posibilidad de que Adelmo se haya
precipitado desde una de las ventanas de la biblioteca. ¿Cómo puedo razonar
sobre su muerte sin ver el lugar en que pudo haber empezado la historia de su
muerte?
-Fray Guillermo -dijo el Abad con tono conciliador-, un hombre que ha descrito
a mi caballo Brunello sin verlo, y la muerte de Adelmo sin saber casi nada, no
tendrá dificultades en razonar sobre lugares a los que no tiene acceso.
Guillermo hizo una reverencia:
-Sois sabio, aunque os mostréis severo. Se hará como queráis.
-Si fuera sabio, sería porque sé mostrarme severo -respondió el Abad.
-Una última cosa -preguntó Guillermo-. ¿Ubertino?
-Está aquí. Os espera. Lo encontraréis en la iglesia.
-¿Cuándo?
-Siempre -sonrió el Abad-. Sabed que, aunque sea muy docto, no siente gran
aprecio por la biblioteca. Considera que es una tentación del siglo... Pasa la
mayoría de su tiempo rezando y meditando en la iglesia.
-¿Está muy viejo? -preguntó Guillermo vacilando.
-¿Cuánto hace que no lo veis?
-Hace muchos años.
-Está cansado. Se interesa muy poco por las cosas de este mundo. Tiene
sesenta y ocho años. Pero creo que aún conserva el entusiasmo de su
juventud.
-Iré a verlo en seguida. Gracias.
El Abad le preguntó si no quería unirse a la comunidad para la comida,
después de sexta. Guillermo dijo que acababa de comer, y muy a su gusto, y
que prefería ver enseguida a Ubertino. El Abad se despidió.
Estaba saliendo de la celda cuando, desde el patio, se elevó un grito
desgarrador, como de una persona herida de muerte, al que siguieron otros
lamentos no menos atroces.
-¿Qué pasa? -preguntó Guillermo sobresaltado.
-Nada -respondió sonriendo el Abad-. Es época de matanza. Trabajo para los
porquerizos. No es éste el tipo de sangre que debe preocuparos.
Salió, y no hizo honor a su fama de persona sagaz. Porque a la mañana
siguiente... Pero, refrena tu impaciencia, insolente lengua mía. Porque el día
del que estoy hablando, y antes de que fuera de noche, sucedieron aún
muchas cosas que convendrá mencionar.
Primer día
SEXTA
Donde Adso admira la portada de la iglesia y Guillermo reencuentra
a Ubertino da Casale.
La iglesia no era majestuosa como otras que vi después en Estrasburgo,
Chartres, Bamberg y Par¡s. Se parecía más bien a las que ya había visto en
Italia, poco propensas a elevarse vertiginosamente hacia el cielo, sólidas y bien
plantadas en la tierra, a menudo más anchas que altas, con la diferencia, en
este caso, de que, como una fortaleza, la iglesia presentaba un primer piso de
almenas cuadradas, por encima del cual se erguía una segunda construcción,
que más que una torre era una segunda iglesia, igualmente sólida, calada por
una serie de ventanas de línea severa, y cuyo techo terminaba en punta.
Robusta iglesia abacial, como las que construían nuestros antiguos en
Provenza y Languedoc, ajena a las audacias y al exceso de filigranas del estilo
moderno, y a la que sólo en tiempos más recientes, creo, habían enriquecido,
por encima del coro, con una aguja, audazmente dirigida hacia la cúpula
celeste.
Ante la entrada, que, a primera vista, parecía un solo gran arco, destacaban
dos columnas rectas y pulidas de las que nacían dos alfeizares, por encima de
los cuales, a través de una multitud de arcos, la mirada penetraba, como en el
corazón de un abismo, en la portada propiamente dicha, que se vislumbraba
entre la sombra, dominada por un gran tímpano, flanqueado, a su vez, por dos
pies rectos, y, en el centro, una pilastra esculpida que dividía la entrada en dos
aberturas, defendidas por puertas de roble con refuerzos metálicos. En aquel
momento del día el sol caía casi a pi co sobre el techo, y la luz daba de sesgo
en la fachada, sin iluminar el tímpano. De modo que, después de pasar entre
las dos columnas, nos encontramos de golpe bajo la cúpula casi selvática de
los arcos que nacían de la secuencia de columnas menores que reforzaban en
forma escalonada los alféizares. Cuando por fin los ojos se habituaron a la
penumbra, el mudo discurso de la piedra historiada, accesible, como tal, de
forma inmediata a la vista y a la fantasía de cualquiera (porque pictura est
laicorum literatura), me deslumbró de golpe sumergiéndome en una visión que
aún hoy mi lengua apenas logra expresar.
Vi un trono colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. E1 rostro
del Sentado era severo e impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos
sobre una humanidad cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la
barba caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río,
formando regueros todos del mismo caudal y divididos en dos partes
simétricas. En la cabeza llevaba una corona cubierta de esmaltes y piedras
preciosas, la túnica imperial, de color púrpura y ornada con encajes y bordados
que formaban una rica filigrana de oro y plata, descendía en amplias volutas
hasta las rodillas. Allí se apoyaba la mano izquierda, que sostenía un libro
sellado, mientras que la derecha se elevaba en ademán no sé si de bendición o
de amenaza. Iluminaba el rostro la tremenda belleza de un nimbo cruciforme y
florido, y alrededor del trono y sobre la cabeza del Sentado vi brillar un arco iris
de esmeralda. Delante del trono, a los pies del Sentado, fluía un mar de cristal,
y alrededor del Sentado, en torno al trono y por encima del trono vi cuatro
animales terribles. . . terribles para mí que los miraba en éxtasís, pero dóciles y
agradables para el Sentado, cuya alabanza cantaban sin descanso.
En realidad, no digo que todos fueran terribles, porque el hombre que a mi
izquierda (a la derecha del Sentado) sostenía un libro me pareció lleno de
gracia y belleza. En cambio, me pareció horrenda el águila que, por el lado
opuesto, abría su pico, plumas erizadas dispuestas en forma de loriga, garras
poderosas y grandes alas desplegadas. Y a los pies del Sentado, debajo de
aquellas figuras, otras dos, un toro y un león, aferrando entre sus cascos y
zarpas sendos libros, los cuerpos vueltos hacia afuera y las cabezas hacía el
trono, lomos y cuellos retorcidos en una especie de ímpetu feroz, flancos
palpitantes, tiesas las patas como de bestia que agoniza, fauces muy abiertas,
colas enroscadas, retorcidas como sierpes, que terminaban en lenguas de
fuego. Los dos alados, los dos coronados con nimbos, a pesar de su apariencia
espantosa no eran criaturas del infierno, sino
del cielo, y si parecían tremendos era porque rugían en adoración del Venidero
que juzgaría a muertos y vivos.
En torno al trono, a ambos lados de los cuatro animales y a los pies del
Sentado, como vistos en transparencia bajo las aguas del mar de cristal,
llenando casi todo el espacio visible, dispuestos según la estructura triangular
del tímpano, primero siete más siete, después tres más tres y luego dos más
dos, había veinticuatro ancianos junto al trono, sentados en veinticuatro tronos
menores, vestidos con blancas túnicas y coronados de oro. Unos sostenían
laúdes; otros, copas con perfumes; pero sólo uno tocaba, mientras los demás,
en éxtasis, dirigían los rostros hacia el Sentado, cuya alabanza cantaban, los
brazos y el torso vueltos también como en los animales, para poder ver todos al
Sentado, aunque no en actitud animalesca, sino detenidos en movimientos de
danza extática -como la que debió de bailar David alrededor del arca-, de forma
que, fuese cual fuese.su posición, las pupilas, sin respetar la ley que imponía la
postura de los cuerpos, convergiesen en el mismo punto de esplendente fulgor.
¡Oh, qué armonía de entrega y de ímpetu, de posiciones forzadas y sin
embargo llenas de gracia, en ese místico lenguaje de miembros
milagrosamente liberados del peso de la materia corpórea, signada cantidad
infundida de nueva forma sustancial, como si la santa muchedumbre se
estremeciese arrastrada por un viento vigoroso, soplo de vida, frenesí de gozo,
jubiloso aleluya prodigiosamente enmudecido para transformarse en imagen!
Cuerpos y brazos habitados por el Espíritu, iluminados por la revelación,
sobrecogidos y cogidos por el estupor, miradas exaltadas por el entusiasmo,
mejillas encendidas por el amor, pupilas dilatadas por la beatitud, uno
fulminado por el asombro hecho goce y otro traspasado por el goce hecho
asombro, transfigurado uno por la admiración y rejuvenecido otro por el deleite,
y todos entonando, con la expresión de los rostros, con los pliegues de las
túnicas, con el ademán y la tensión de los brazos, un cántico desconocido,
entreabiertos los labios en una sonrisa de alabanza imperecedera. Y a los pies
de los ancianos, curvados por encima de ellos, del trono y del grupo tetramorfo,
dispuestos en bandas simétricas, apenas distinguibles entre sí, porque con tal
sabiduría el arte los había combinado en armónica conjunción, iguales en la
variedad y variados en la unidad
únicos en la diversidad y diversos en su perfecto ensamblaje, ajustadas sus
partes con prodigiosa precisión y coloreadas con tonos delicados y agradables,
milagro de concordia y consonancia de voces distintas entre sí, trama
equilibrada que evocaba la disposición de las cuerdas en la cítara, continuo
parentesco y confabulación de formas que, por su profunda fuerza interior,
permitían expresar siempre lo mismo a través, precisamente, del juego
alternante de las diferencias ornamento, reiteración y cotejo de criaturas
irreductibles entre sí y sin cesar reducidas unas a otras, amorosa composición,
efecto de una ley celeste y mundana al mismo tiempo (vínculo y nexo
constante de paz, amor, virtud, gobierno, poder, orden, origen, vida, luz,
esplendor, figura y manifestación), identidad que en lo múltiple brillaba con la
luminosa presencia de la forma por encima de la materia, convocada por el
armonioso conjunto de sus partes.. Allí, de este modo, se entrelazaban todas
las flores, hojas, macollas, zarcillos y corimbos de todas las hierbas que
adornan los jardines de la tierra y del cielo, viola, cítiso, serpol, lirio, alheña,
narciso, colocasia, acanto, malobatro, mirra y opobálsamos.
Pero cuando ya mi alma, arrobada por aquel concierto de bellezas terrestres y
de majestuosos signos de lo sobrenatural, estaba por estallar en un cántico de
júbilo, el ojo, siguiendo el ritmo armonioso de los floridos rosetones situados a
los pies de los ancianos, reparó en las figuras que, entrelazadas, formaban una
unidad con la pilastra central donde se apoyaba el tímpano. ¿Qué
representaban y qué mensaje simbólico comunicaban aquellas tres parejas de
leones entrelazados en forma de cruz dispuesta transversalmente, rampantes y
arqueados, las zarpas posteriores afirmadas en el suelo y las anteriores
apoyadas en el lomo del compañero, las melenas enmarañadas, los mechones
que se retorcían como sierpes, las bocas abiertas, amenazadoras, rugientes,
unidos al cuerpo mismo de la pilastra por una masa, o entrelazamiento denso,
de zarcillos? Para calmar mi ánimo, como, quizá también, para domesticar la
naturaleza diabólica de aquellos leones y para transformarla en simbólica
alusión a las cosas superiores, había, en los lados de la pilastra, dos figuras
humanas, de una altura antinatural, correspondiente a la de la columna, que
formaban pareja con otras dos, situadas simétricamente frente a cada una de
ellas, en los pies rectos historiados por sus caras externas, donde estaban las
jambas de las dos puertas de roble: cuatro figuras, por tanto, de ancianos
venerables, cuya parafernalia me permitió reconocer que se trataba de Pedro y
Pablo, de Jeremías e Isaías, también ellos vueltos como en un paso de danza,
alzadas las largas manos huesudas con los dedos desplegados como alas, y
como alas las barbas y cabelleras arrastradas por un viento profético, agitados
los pliegues de sus larguísimas túnicas por unas piernas larguísimas que
infundían vida a ondas y volutas, opuestos a los leones pero de la misma
pétrea materia. Y al retirar la vista, fascinada por aquella enigmática polifonía
de miembros sagrados y abortos infernales, percibí, en los lados de la portada,
y bajo los arcos que se escalonaban en profundidad, historiadas a veces sobre
los contrafuertes, en el espacio situado entre las delgadas columnas que los
sostenían y adornaban, y también sobre la densa vegetación de los capiteles
de cada columna, ramificándose desde allí hacia la cúpula selvática de
innumerables arcos, otras visiones horribles de contemplar, y sólo justificadas
en aquel sitio por su fuerza parabólica y alegórica, o por la enseñanza moral
que contenían: vi una hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos
inmundos, chupada por serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre
hinchado y piernas de grifo cubiertas de pelos erizados y una garganta
obscena que vociferaba su propia condenación, y vi un avaro, rígido con la
rigidez de la muerte, tendido en un lecho suntuosamente ornado de columnas,
ya presa impotente de una cohorte de demonios, uno de los cuales le
arrancaba de la boca agonizante el alma en forma de niñito (que, ¡ay!, ya
nunca nacería a la vida eterna), y vi a un orgulloso con un demonio trepado
sobre sus hombros y hundiéndole las garras en los ojos, mientras dos golosos
se desgarraban mutuamente en un repugnante cuerpo a cuerpo, y vi también
otras criaturas, con cabeza de macho cabrío, melenas de león, fauces de
pantera, presas en una selva de llamas cuyo ardiente soplo casi me quemaba.
Y alrededor de esas figuras, mezclados con ellas, por encima de ellas y a sus
pies otros rostros y otros miembros, un hombre y una mujer que se cogían de
los cabellos, dos serpientes que chupaban los ojos de un condenado, un
hombre que sonreía con malignidad mientras sus manos arque adas mantenían
abiertas las fauces de una hidra, y todos los animales del bestiario de Satanás,
reunidos en consistorio y rodeando, guardando, coronando el trono que se
alzaba ante ellos, glorificándolo con su derrota: faunos, seres de doble sexo,
animales con manos de seis dedos, sirenas, hipocentauros, gorgonas, arpías,
íncubos, dracontópodos, minotauros, linces, leopardos, quimeras, cinóperos
con morro de perro, que arrojaban llamas por la nariz, dentotiranos,
policaudados, serpientes peludas, salamandras, cerastas, quelonios, culebras,
bicéfalos con el lomo dentado, hienas, nutrias, cornejas, cocodrilos, hidropos
con los cuernos recortados como sierras, ranas, grifos, monos, cinocéfalos,
leucrocotas, mantícoras, buitres, parandrios, comadrejas, dragones, upupas,
lechuzas, basíliscos, hipnales, présteros, espectáficos, escorpiones, saurios,
cetáceos, esquítalas, anfisbenas, jáculos, dípsados, lagartos, rémoras, pólipos,
morenas y tortugas. Portal, selva oscura, páramo de la exclusión sin
esperanzas, donde todos los habitantes del infierno parecían haberse dado cita
para anunciar la aparición, en medio del tímpano, del Sentado, cuyo rostro
expresaba al mismo tiempo promesa y amenaza, ellos, los derrotados del
Harmagedón, frente al que vendrá a separar para siempre a los vivos de los
muertos. Desfalleciendo (casi) por aquella visión, sin saber ya si me hallaba en
un sitio tranquilo o en el valle del juicio final, fui presa del terror y apenas pude
contener el llanto, y creí oír (¿o acaso oí?) la voz, y vi las visiones que habían
acompañado mi niñez de novicio, mis primeras lecturas de los libros sagrados y
las noches de meditación en el coro de Melk, y en el delirio de mis sentidos
debilísimos y debilitados oí una voz poderosa como de trompeta que decía “lo
que vieres, escríbelo en un libro” (y es lo que ahora estoy haciendo), y vi siete
lámparas de oro, y en medio de las lámparas Uno semejante a hijo de hombre,
con el pecho ceñido por una faja de oro, cándida la cabeza y la cabellera como
de cándida lana, los ojos como llamas ardientes, los pies como bronce fundido
en la fragua, la voz como estruendo de aguas tumultuosas, y con siete estrellas
en la mano derecha y una espada de doble filo que le salía de la boca. Y vi una
puerta abierta en el cielo y El que en ella estaba sentado me pareció como de
jaspe y sardónica, y un arco iris rodeaba el trono y del trono surgían
relámpagos y truenos. Y el Sentado cogzió una hoz afilada y gritó: “Arroja la
hoz y siega, ha llegado la hora de la siega, porque está seca la mies de la
tierra.” Y El que estaba sentado arrojó su hoz sobre la tierra y la tierra quedó
segada.
Entonces comprendí que la visión hablaba precisamente de lo que estaba
sucediendo en la abadía y de lo que nos habíamos enterado por las palabras
reticentes del Abad. . Y cuántas veces en los días que siguieron volví a
contemplar la portada, seguro de estar viviendo los hechos que allí
precisamente se narraban.,Y comprendí que habíamos subido hasta allí para
ser testigos de una inmensa y celestial carnicería.
Temblé, como bañado por la gélida lluvia invernal. Y oí otra voz, pero en esta
ocasión procedía de un punto a mis espaldas y no era como la otra voz, porque
no partía del centro deslumbrante de mi visión, sino de la tierra, e, incluso,
rompía la visión, porque también Guillermo (entonces volví a advertir su
presencia), hasta ese momento perdido también él en la contemplación, se
volvió como yo.
EI ser situado a nuestras espaldas parecía un monje, aunque la túnica sucia y
desgarrada le daba más bien el aspecto de un vagabundo, y su rostro no se
distinguía de los que acababa de ver en los capiteles. A diferencia de muchos
de mis hermanos, nunca he recibido la visita del diablo, pero creo que si alguna
vez éste se me apareciese, incapaz por decreto divino de ocultar
completamente su naturaleza, aunque quisiera presentarse con rasgos
humanos, no me mostraría otras facciones que las que vi aquella vez en
nuestro interlocutor. La cabeza rapada, pero no por penitencia sino por efecto
remoto de algún eczema viscoso, la frente tan exigua que, de haber tenido
algún cabello en la cabeza, éste no se hubiese distinguido del pelo de las cejas
(densas y enmarañadas), los ojos redondos, de pupilas pequeñas y muy
inquietas, y la mirada no sé si inocente o maligna, o quizás alternando por
momentos entre inocencia y malignidad. La nariz sólo podía calificarse de tal
porque entre los ojos sobresalía un hueso, que tan pronto emergía del rostro
como volvía a hundirse en él, transformándose en dos únicas cavernas
oscuras, enormes ventanas llenas de pelos. La boca unida a aquellas aberturas
por una cicatriz, era grande y grosera, más ancha por la derecha que por la
izquierda, y, entre el labio superior, inexistente, y el inferior, prominente y
carnoso, emergían, con ritmo irregular, unos dientes negros y aguzados, como
de perro.
E1 hombre sonrió (o al menos eso creí) y, levantando el dedo como en una
admonición, dijo:
- Penitenciagite! Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya! La
mortz est super nos! Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de
tutte las peccata! Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini Nostri Iesu
Christi! Et mesmo jois m'es dols y placer m'es dolors... Cave il diablo! Semper
m'aguaita en algún canto para adentarme las tobillas. Pero Salvatore non est
insipiens! Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum. Et
il resto valet un figo secco. Et amen. No?
En el curso de mi narración tendré que referirme, y mucho, a esta criatura, y
transcribir sus palabras. Confieso la gran dificultad que encuentro para hacerlo,
porque ni puedo explicar ahora ni fui capaz de comprender entonces el tipo de
lengua que utilizaba. No era latín, lengua que empleaban para comunicarse los
hombres cultos de la abadía, pero tampoco era la lengua vulgar de aquellas
tierras, ni ninguna otra que jamás escucharan mis oídos. E1 fragmento anterior,
donde recojo (tal como las recuerdo) las primeras palabras que le oí decir, dan,
creo, una pálida idea de su modo de hablar. Cuando más tarde me enteré de
su azarosa vida y de los diferentes sitios en que había vivido, sin echar raíces
en ninguno, comprendí que Salvatore hablaba todas las lenguas, y ninguna. O
sea que se había inventado una lengua propia utilizando jirones de las lenguas
con las que había estado en contacto... Y en cierta ocasión pensé que la suya
no era la lengua ad mica que había hablado la humanidad feliz, unida por una
sola lengua, desde los orígenes del mundo hasta la Torre de Babel, ni tampoco
la lengua babélica del primer día, cuando acababa de producirse la funesta
división, sino precisamente la lengua de la confusión primitiva. Por lo demás,
tampoco puedo decir que el habla de Salvatore fuese una lengua, porque toda
lengua humana tiene reglas y cada término significa ad placitum una cosa,
según una ley que no varía, porque el hombre no puede llamar al perro una vez
perro y otra gato, ni pronunciar sonidos a los que el acuerdo de las gentes no
haya atribuido un sentido definido, como sucedería si alguien pronunciase la
palabra Kblitiri z. Sin embargo, bien que mal, tanto yo como los otros
comprendíamos lo que Salvatore quería decir. Signo de que no hablaba una
lengua sino todas, y ninguna correctamente, escogiendo las palabras unas
veces aquí y otras allí. Advertí también, después, que podía nombrar una. cosa
a veces en latín y a veces en provenzal, y comprendí que no inventaba sus
oraciones sino que utilizaba los disiecta membra de otras oraciones que algún
día había oído, según las situaciones y las cosas que quería expresar, como si
sólo pudiese hablar de determinada comida valiéndose de las palabras que
habían usado las personas con las que había comido eso, o expresar su
alegría sólo con frases que había escuchado decir a personas alegres, estando
él mismo en un momento de alegría. Era como si su habla correspondiese a su
cara, compuesta con fragmentos de caras ajenas, o ciertos relicarios muy
preciosos que observé en algunos sitios (si licet magnis componere parva, o las
cosas diabólicas con las divinas), fabricados con los restos de otros objetos
sagrados. Cuando lo vi por vez primera, Salvatore no me pareció diferente,
tanto por su rostro como por su modo de hablar, de los seres mestizos, llenos
de pelos y uñas, que acababa de contemplar en la portada. Más tarde
comprendí que el hombre no carecía quizá de buen corazón ni de ingenio. Y
más tarde aun... Pero vayamos por orden. Entre otras cosas, porque, cuando
terminó de hablar, mi maestro se apresuró a interrogarlo con gran curiosidad.
-¿Por qué has dicho penitenciagite? -preguntó.
-Domine frate magnificentisimo -respondió Salvatore haciendo una especie de
reverencia-. Jesús venturus est et los homines debent facere penitentia. No?
Guillermo lo miró fijamente:
-¿Antes de venir aquí estabas en un convento de frailes menores?
-No intendo.
-Te pregunto si has vivido entre los frailes de San Francisco, te pregunto si has
conocido a los llamados apóstoles.
Salvatore se puso pálido, o, más bien, su rostro bronceado y animalesco se
volvió gris. Hizo una profunda reverencia, pronunció un casi inaudible vade
retro, se persignó devotamente y huyó mirando hacia atrás de cuando en
cuando.
-¿Qué le habéis preguntado? -inqurí.
Guillermo permaneció pensativo un momento.
-No importa, después te lo diré. Ahora entremos. Quiero ver a Ubertino.
Era poco después de la hora sexta. E1 sol, pálido, penetraba desde occidente,
o sea por unas pocas, y estrechas ventanas. Un delgado haz de luz tocaba aún
el altar mayor cuyo frontal parecía emitir un dorado resplandor. Las entradas
laterales estaban sumergidas en la penumbra.
Junto a la última capilla, antes del altar, en la nave de la izquierda, se alzaba
una grácil columna sobre la cual había una virgen de piedra, esculpida en el
estilo de los modernos, la sonrisa inefable, el vientre prominente, el niño en
brazos, graciosamente ataviada, el pecho ceñido por un fino corpiño. Al pie de
la Virgen, orando, postrado casi, había un hombre que vestía los hábitos de la
orden cluniacense.
Nos acercamos. Al oír el ruido de nuestros pasos, el hombre alzó su rostro. Era
un anciano venerable, de rostro lampiño, casi calvo, con grandes ojos celestes,
labios finos y rojos, piel nívea, cráneo huesudo con la piel adherida como si
fuese una momia conservada en leche. Las manos eran blancas, de dedos
largos y finos. Parecía una muchacha marchitada por una muerte precoz. Posó
sobre nosotros una mirada primero perdida, como si lo hubiésemos
interrumpido en una visión extática, y luego el rostro se le iluminó de alegría.
-¡Guillermo! -exclamó-. ¡Queridísimo hermano! -Se incorporó con dificultad y
fue al encuentro de mi maestro, lo abrazó y lo besó en la boca-. ¡Guillermo! -
repitió, y las lágrimas humedecieron sus ojos-. ¡Cuánto tiempo! ¡Pero todavía te
reconozco! ¡Cuánto tiempo, cuántas cosas han sucedido! ¡Cuántas pruebas
nos ha impuesto el Señor!
Lloró. Guillermo le devolvió el abrazo, visiblemente conmovido. El hombre que
teníamos delante era Ubertino da Casale.
Había oído hablar yo de él, y mucho, antes incluso de ir a Italia, y todavía más cuando
frecuenté a los franciscanos de la corte imperial. Alguien me había dicho, además, que el
mayor poeta (le la época, Dante Alighieri, de Florencia, muerto hacía pocos años, había
compuesto un poema (que yo no pude leer porque estaba escrito en la lengua vulgar de
Toscana) con elementos tomados del cielo y de la tierra, y que muchos de sus versos no eran
más que paráfrasis de ciertos fragmentos del Arbor vitae crucifixae de Ubertino. Y no era ése el
único mérito que ostentaba aquel hombre famoso. Pero quizás el lector pueda apreciar mejor la
importancia de aquel encuentro si intento recapitular lo que había sucedido en esos años,
basándome en los recuerdos de mi breve estancia en Italia central, en lo que había comentado
entonces ocasionalmente mi maestro, y en lo que le escuché decir durante las muchas
conversaciones que mantuvo con los abades y los monjes a lo largo de nuestro
viaje.
Intentaré exponer lo que entendí, aunque dudo de mi capacidad para hablar de
esas cosas. Mis maestros de Melk me habían dicho a menudo que es muy
difícil para un nórdico comprender con claridad los acontecimientos religiosos y
políticos de Italia.
En la península, donde el poder del clero era más evidente que en cualquier
otro lugar, y donde el clero ostentaba más poder y más riqueza que en
cualquier otro país, habían surgido, durante no menos de dos siglos,
movimientos de hombres que abogaban por una vida más pobre, polemizando
con los curas corruptos, de quienes se negaban incluso a aceptar los
sacramentos, y formando comunidades autónomas, mal vistas tanto por los
señores, como por el imperio y por los magistrados de las ciudades.
Por último, había llegado San Francisco, y había predicado un amor a la
pobreza que no contradecía los preceptos de la iglesia; por obra suya la iglesia
había aceptado la exigencia de mayor severidad en las costumbres
propugnada por anteriores movimientos, y los había purificado de los
elementos de discordia que contenían. Debería haberse iniciado, pues, una
época de sosiego y santidad, pero, como la orden franciscana crecía e iba
atrayendo a los mejores hombres, se tomó demasiado poderosa y ligada a los
asuntos terrenales, de modo que muchos franciscanos se plantearon la
necesidad de volver a la pureza original. Cosa bastante difícil de conseguir, si
se piensa que hacia la época en que me encontraba yo en la abadía la orden
tenía más de treinta mil miembros, repartidos por todo el mundo. Pero aSí
estaban las cosas, y muchos de esos frailes de San Francisco impugnaban la
regla que había adoptado la orden, pues sostenían que esta última se conducía
ya como las instituciones eclesiásticas que al principio se había propuesto
reformar. Y sostenían que ya en vida de Francisco se había producido esa
desviación, y que sus palabras y sus intenciones habían sido traicionadas. Fue
entonces cuando muchos de ellos redescubrieron el libro de un monje
cisterciense que había escrito a comienzos del siglo XII de nuestra era llamado
Joaquín, y a quien se atribuía espíritu de profecía. En efecto, aquel monje
había previsto el advenimiento de una nueva era en la que el espíritu de Cristo,
corrupto desde hacía mucho tiempo por la obra de los falsos apóstoles,
volvería a realizarse en la tierra. Y los plazos que había anunciado parecían
demostrar claramente que se estaba refiriendo, sin conocerla, a la orden
franciscana. Y esto había alegrado mucho a no pocos franciscanos incluso
quizá demasiado, ya que a mediados del siglo, en Par¡s los doctores de la
Sorbona condenaron las proposiciones de aquel abad Joaquín, aunque parece
que lo hicieron porque los franciscanos (y los dominicos) se estaban volviendo
demasiado poderosos, y demasiado sabios, dentro de la universidad de
Francia, y pretendían eliminarlos acusándolos de herejes. Pero no lo
consiguieron, con gran bien para la iglesia, puesto que aSí pudieron divulgarse
las obras de Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoregio, que nada
tenían de herejes. Por lo que se ve que también en París las ideas estaban
confundidas, o que alguien trataba de confundirlas en beneficio propio. Y éste
es el daño que hace la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar
a todos a convertirse en inquisidores para beneficio de Sí mismos. Porque lo
que vi más tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a
pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes.
Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también
porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo
impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En
verdad, un círculo imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!
Pero estaba hablando de la herejía (si acaso la hubo) joaquinista. Y hubo en la
Toscana un franciscano, Gerardo da Borgo San Donnino, que fue re pitiendo las
predicciones de Joaquín, causando gran impresión entre los frailes menores.
ASí surgió entre estos últimos un grupo que apoyaba la regla antigua contra la
reorganización intentada por el gran Buenaventura, que más tarde llegó a ser
general de la orden.
Cuando, en el último tercio del siglo pasado, el concilio de Lyon, salvando a la
orden franciscana de los ataques de quienes querían disolverla le concedió la
propiedad de todos los bienes que tenía en uso, derecho que ya detentaban las
órdenes más antiguas, sucedió que algunos frailes de las Marcas se rebelaron;
porque consideraban que aSí se traicionaba definitivamente el espíritu de la
regla, pues un franciscano no debe poseer nada, ni como persona ni como
convento ni como orden. Aquellos rebeldes fueron encarcelados de por vida. A
mí no me parece que predicaran nada contrario al evangelio, pero cuando entra
en juego la posesión de los bienes terrenales es difícil que los hombres
razonen con justicia. Según me han dicho, años después, el nuevo general de
la orden, Raimondo Gaufredi, encontró a estos presos en Ancona, los puso en
libertad y dijo: “Quisiera Dios que todos nosotros y toda la orden nos
hubiéramos manchado con esta culpa”. Signo de que no es cierto lo que dicen
los herejes, y de que aún quedan en la iglesia hombres de gran virtud.
Entre esos presos liberados se encontraba Angelo Clareno, que luego se
reunió con un fraile de la Provenza llamado Pietro di Giovanni Olivi que
predicaba las profecías de Joaquín, y más tarde con Ubertino da Casale, y de
ahí surgió el movimiento de los espirituales. Por aquellos años ascendió al solio
pontificio un eremita santísimo, Pietro da Morrone, que reinó con el nombre de
Celestino V, y los espirituales lo recibieron con gran alivio: “Aparecer un
santón, se había dicho, que observará las enseñanzas de Cristo; su vida ser
angélica, temblad, prelados corruptos”. Quizá la vida de Celestino fuese
demasiado angélica o demasiado corruptos los prelados que lo rodeaban o
demasiado larga para la guerra con el emperador y los otros reyes de Europa.
El hecho es que Celestino renunció a su dignidad papal y se retiró para vivir
como ermitaño. Sin embargo, durante su breve reinado, que no llegó al año,
todas las esperanzas de los espirituales fueron satisfechas: a él acudieron y
con ellos fundó la comunidad llamada de los fratres et pauperes heremitae
domini Celestini. Por otra parte, mientras el papa debía mediar entre los más
poderosos cardenales de Roma, se dio el caso de que algunos de ellos, como
un Colonna o un Orsini, apoyaran en secreto las nuevas tendencias favorables
a la pobreza -actitud bastante sorprendente en hombres poderoSísimos que
vivían rodeados de comodidades y riquezas desmedidas-, y nunca he podido
saber si se limitaban a utilizar a los espirituales para lograr sus propios fines
políticos, o si consideraban que el apoyo a las tendencias espirituales
justificaba de alguna manera los excesos de su vida carnal... Y tal vez hubiera
un poco de cada cosa, hasta donde me es dado entender los asuntos italianos.
Precisamente, Ubertino es un buen ejemplo: cuando, por haberse convertido
en la figura más destacada entre los espirituales, se expuso a ser acusado de
herejía, el cardenal Orsini lo nombró limosnero de su palacio. Y el mismo
cardenal ya lo había protegido en Aviñón.
Sin embargo, como sucede en esos casos, por un lado Angelo y Ubertino
predicaban con arreglo a la doctrina, y por el otro grandes masas de simples
recibían esa predicación y la difundían por el país, al margen de todo control.
ASí ltalia se vio invadida por los que llamaban fraticelli o frailes de la vida
pobre, que muchos consideraron peligrosos. Era difícil distinguir entre los
maestros espirituales, que mantenían relaciones con las autoridades
eclesiásticas, y sus seguidores más simples, que simplemente vivían ya fuera
de la orden, pidiendo limosna y viviendo de lo que cada día obtenían con el
trabajo de sus manos, sin detentar propiedad alguna. Y a éstos la gente los
llamaba fraticelli y eran como los begardos franceses, que se inspiraban en
Pietro di Giovanni Olivi.
Celestino V fue sustituido por Bonifacio VIII, y este papa dio muy pronto
muestras de extrema severidad con los espirituales y los fraticelli en general:
precisamente cuando el siglo ya fenecía firmó una bula, Firma cautela, por la
que condenaba de un solo golpe a Ios terciarios y vagabundos pordioseros que
se movían en la periferia de la orden franciscana, y a los propios espirituales,
incluyendo a los que se apartaban de la vida en la orden para retirarse a vivir
como ermitaños.
Más tarde, los espirituales intentaron obtener de otros pontífices, como
Clemente V, el consentimiento para poder apartarse de la orden de modo no
violento. Creo que lo hubiesen conseguido de no mediar el advenimiento de
Juan XXII, que frustró todas sus esperanzas. Al ser elegido, en 1316, escribió
al rey de Sicilia incitándolo a expulsar de sus tierras a aquellos frailes, que en
gran número habían buscado allí refugio. También mandó apresar a Angelo
Clareno y a los espirituales de Provenza.
No debió de ser empresa fácil y encontró resistencia en la misma curia. Lo
cierto es que Ubertino y Clareno lograron que se les permitiera abandonar la
orden, y fueron acogidos por los benedictinos el primero y por los celestinos el
segundo. Pero Juan no mostró piedad alguna con aquellos que siguieron
llevando una vida libre: los hizo perseguir por la inquisición y muchos acabaron
en la hoguera.
Sin embargo, había comprendido que para destruir la mala hierba de los
fraticelli, que socavaban la autoridad de la iglesia, era necesario condenar las
proposiciones en que se basaba su fe. Ellos sostenían que Cristo y los
apóstoles no habían tenido propiedad alguna ni individual ni común, y el
papa condenó esta idea como herética. Lo que no deja de ser asombroso,
porque, ¿cómo puede un papa considerar perversa la idea de que Cristo fue
pobre? Pero un año antes se había reunido en Pérusa el capítulo general de
los franciscanos, y había sostenido, precisamente, dicha idea; por tanto, al
condenar a los primeros el papa condenaba también este último. Como ya he
dicho, aquella decisión del capítulo le ocasionaba gran perjuicio en su lucha
contra el emperador. ASí fue como a partir de entonces muchos fraticelli, que
nada sabían del imperio ni de Perusa, murieron que
mados.
Pensaba yo en todo esto mientras miraba a Ubertino, ese personaje
legendario. Mi maestro me había presentado, y el anciano me había acariciado
una mejilla, con una mano cálida, casi ardiente. E1 contacto de aquella mano
me había hecho comprender muchas de las cosas que había oído decir sobre
este santo varón, y otras que había leído en las páginas del Arbor vitae.
Comprendí el fuego místico que lo había abrasado desde la juventud, cuando,
siendo aún estudiante en París, se había retirado de las especulaciones
teológicas y había imaginado que se transformaba en la Magdalena penitente;
y las relaciones tan intensas que había mantenido con la santa Angela da
Foligno, quien lo había iniciado en los tesoros de la vida mística y en la
adoración de la cruz; y por que un día sus superiores, preocupados por el ardor
de su prédica, lo habían enviado de vuelta a la Verna.
Escruté aquel rostro de rasgos delicadísimos, como los de la santa con la que
había mantenido tan fraternal comercio de sentimientos exaltadamente
espirituales. Intuí que debía de haber sabido adoptar una expresión muchísimo
más dura cuando, en 1311, el concilio de Vienne había emitido la
Exivi de paradiso, por la que eliminaba a los superiores franciscanos hostiles a
los espirituales, pero imponía a estos últimos la obligación de vivir en paz
dentro de la orden, y aquel campeón de la renuncia no había aceptado ese
sensato compromiso y había luchado a favor de la constitución de
una orden independiente, inspirada en las reglas más severas. En aquella
ocasión ese gran luchador había perdido la batalla, porque era el momento en
que Juan XXII llamaba a una cruzada contra los seguidores de Pietro di
Giovanni Olivi (entre quienes se lo incluía) y condenaba a los frailes de
Narbona y Béziers. Pero Ubertino no había vacilado en defender ante el papa
el recuerdo del amigo, y el papa, subyugado por su santidad, no se había
atrevido a condenarlo (aunque más tarde condenara a los otros). En aquella
ocasión le había ofrecido una vía de escape aconsejándole, y después
ordenándole, que ingresase en la orden cluniacense. Ubertino, que, a pesar de
su apariencia frágil y desprotegida, debía de ser habilísimo para conquistar la
protección y la complicidad de ciertos personajes de la corte pontificia, aceptó
entrar en el monasterio de Gemblach, en Flandes, pero creo que nunca llegó a
pisarlo, y permaneció en Aviñón, amparado en la figura del cardenal Orsini,
para defender la causa de los franciscanos.
Sólo últimamente (según los comentarios confusos que llegaron a mis oídos)
su situación en la corte se había vuelto precaria y había tenido que alejarse de
Aviñón, donde el papa había; dado orden de perseguir a aquel hombre
indomable como hereje que per mundum discurit vagabundus. Se decía que
habían perdido su rastro. Aquella tarde, al escuchar el diálogo entre Guillermo y
el Abad, supe que estaba oculto en esta abadía. Y ahora lo tenía frente a mí.
-Guillermo -estaba diciendo-, tuve que huir en medio de la noche porque, como
sabes, estaban a punto de matarme.
-¿Quién quería verte muerto? ¿Juan?
-No. Juan nunca me ha amado, pero siempre me ha respetado. En el fondo fue
él quien, hace diez años, me ofreció la posibilidad de eludir el proceso
obligándome a entrar en los benedictinos, y acallando aSí a mis enemigos.
Hubo muchos rumores, muchas ironías a propósito del campeón de la pobreza
que entraba en una orden opulenta, que vivía en la corte del cardenal Orsini...
¡Guillermo, sabes muy bien lo que me importaban las cosas de esta tierra! Pero
aSí pude permanecer en Aviñón y defender a mis hermanos. E1 papa teme a
Orsini; no se hubiese atrevido a tocarme un pelo. Hace sólo tres años me
encomendó una misión ante el rey de Aragón.
-¿Entonces quién quería eliminarte?
-Todos. La curia. Trataron de asesinarme dos veces. Trataron de cerrarme la
boca. Ya sabes lo que sucedió hace cinco años. Dos años antes se había
producido la condena de los begardos de Narbona, y Berengario Talloni, a
pesar de formar parte del tribunal, había apelado ante el papa. Eran momentos
difíciles. Juan ya había emitido dos bulas contra los espirituales, y el propio
Michele da Cesena había cedido. . . Por cierto, ¿cuándo llegará?
-Estará aquí dentro de dos días.
-Michele. . .¡Hace tanto tiempo que no lo veo! Ahora se ha arrepentido,
comprende lo que queríamos, el capítulo de Perusa nos ha dado la razón. Pero
entonces, en 1318, cedió ante el papa y le entregó a cinco espirituales de
Provenza que se negaban a someterse. Quemados, Guillermo.. ¡Oh, es
homble!
Ocultó la cabeza entre las manos.
-Pero, ¿qué sucedió exactamente una vez que Talloni hubo apelado? -preguntó
Guillermo.
-Juan debía volver a abrir la discusión, ¿comprendes? Debía hacerlo, porque
incluso en la curia había hombres que dudaban, hasta los franciscanos de la
curia... fariseos, sepulcros blanqueados, dispuestos a venderse por una
prebenda, pero dudaban. Fue entonces cuando Juan me pidió que
redactara una memoria sobre la pobreza. Fue algo hermoso, Guillermo, Dios
me perdone la soberbia...
-La he leído. Michele me la ha mostrado.
-Algunos titubeaban, incluso entre los nuestros, el provincial de Aquitania, el
cardenal de San Vitale, el obispo de Caffa. . .
-Un imbécil -dijo Guillermo.
-En paz descanse, hace dos años que Dios lo llamó a su lado.
-Dios no fue tan misericordioso. Era una noticia falsa llegada de
Constantinopla. Todavía está entre nosotros y, según dicen, formará parte de
la legación. ¡Dios nos proteja!
-Pero es favorable al capítulo de Perusa -dijo lJbertino.
-ASí es. Pertenece a esa clase de hombres que son siempre los más arduos
defensores de sus adversarios.
-A decir verdad -reconoció Ubertino -, tampoco entonces fue demasiado útil
para la causa. Además, todo quedó en nada, pero al menos no se dictaminó
que la idea fuese herética, y eso fue importante. Pero los otros nunca me lo
perdonaron. Han tratado de dañarme por todos los medios. Han dicho que
estuve en Sachsenhausen cuando, hace tres años, Ludovico declaró herético a
Juan. Sin embargo, todos sabían que en julio estaba en Aviñón con Orsini...
Dijeron que parte de las declaraciones del emperador eran reflejo de mis ideas,
¡qué locura!
-No tanto- dijo Guillermo-. Las ideas se las había dado yo, basándome en lo
que tú habías dicho en Aviñón y en ciertas páginas de Olivi.
-¿Tú? -exclamó, asombrado y contento, Ubertino-. ¡Pero entonces me das la
razón!
Guillermo pareció confundido:
-Eran buenas ideas para el emperador, en aquel momento -dijo evaSívo.
Ubertino lo miró con desconfianza:
-¡Ah!, entonces tú no crees que sean ciertas, ¿verdad?
-Sigue contándome -dijo Guillerrno -, cuéntame cómo te salvaste de esos
perros.
-¡Oh, Sí, Guillermo, perros rabiosos! Tuve que luchar con el propio Bonagrazia,
¿sabes?
-¡Pero Bonagrazia da Bergamo está con nosotros!
-Ahora, después de las largas conversaciones que sostuvimos. Sólo entonces
se convenció y protestó contra la Ad conditorem canonum. Y el papa lo
condenó a un año de cárcel.
-He oído decir que ahora está en muy buenas relaciones con un amigo mío que
se encuentra en la curia, Guillermo de Occam.
-Lo conocí poco. No me gusta. Un hombre sin fervor, todo cabeza, nada
corazón.
-Pero es una hermosa cabeza.
-Quizá; seguro que lo llevará al infierno.
-Entonces lo encontraré allí abajo y podremos discutir sobre lógica.
-Calla, Guillermo -dijo Ubertino, sonriendo con expresión muy afectuosa-, eres
mejor que tus filósofos. Si tú hubieses querido. . .
-¿Qué?
-¿Recuerdas la última vez que nos vimos, en Umbría? Yo acababa de curarme
de mis males gracias a la intercesión de aquella mujer maravillosa... Chiara da
Montefalco... -murmuró con el rostro iluminado-, Chiara... Cuando la naturaleza
femenina, naturalmente tan perversa, se sublima en la santidad, entonces
acierta a convertirse en el más elevado vehículo de la gracia. Tú sabes hasta
qué punto mi vida ha estado inspirada por la más pura castidad, Guillermo -
mientras, lo cogía convulsivamente de un brazo-, tú sabes con qué... feroz, Sí,
ésa es la palabra, con qué feroz sed de penitencia he tratado de mortificar en
mí los latidos de la carne, para volverme totalmente transparente al amor de
Jesús Crucificado. . . Sin embargo, ha habido en mi vida tres mujeres que han
sido tres mensajeros celestes para mí, Angela da Foligno, Margherita da Citta
di Castello (que me anticipó el final de mi libro cuando sólo tenía escrito un
tercio) y, por último, Chiara da Montefalco. Fue un premio del cielo el que yo,
precisamente yo, debiese investigar sus milagros y proclamar su santidad a las
muchedumbres, antes de que la santa madre iglesia se moviese. Y tú estabas
allí, Guillermo, y pudiste haberme ayudado en aquella santa empresa, y no
quisiste. . .
-Pero la santa empresa a la que me invitaste era la de enviar a la hoguera a
Bentivenga, a Jacomo y a Giovannuccio -dijo con tono pausado Guillermo.
-Con sus perversiones estaban empañando el recuerdo de Chiara. ¡Y tú eras
inquisidor!
-Y fue precisamente entonces cuando pedí que me liberaran de esas
funciones. El asunto no me gustaba. Te seré franco: tampoco me gustó el
procedimiento de. que te valiste para inducir a Bentivenga a confesar sus
errores. Fingiste que querías entrar en su secta, suponiendo que la hubiera, le
arrancaste sus secretos y lo hiciste arrestar.
-;Pero aSí hay que actuar con los enemigos de Cristo! ¡Eran herejes, eran
seudoapóstoles, hedían a azufre dulcinista!
-Eran los amigos de Chiara.
-¡No, Guillermo, no mancilles ni con una sombra el recuerdo de Chiara!
-Pero se movían dentro de su grupo. . .
-Eran frailes menores, se decían espirituales pero eran frailes de la comunidad.
Bien sabes que la investigación reveló claramente que Bentivenga da Gubbio
se proclamaba apóstol, y que con Giovannuccio da Bevagna seducía a las
monjas diciéndoles que el infierno no existe, que se pueden
satisfacer los deseos carnales sin ofender a Dios, que se puede recibir el
cuerpo de Cristo (¡perdóname Señor!) después de haber yacido con una
monja, que el Señor estimó más a Magdalena que a la virgen Inés, que lo que
el vulgo llama demonio es el propio Dios, porque el demonio es el saber y Dios
es precisamente saber. ¡Y fue la beata Chiara quien, después de haberles oído
decir estas cosas, tuvo aquella visión en la que el propio Dios le dijo que esos
hombres eran rnalvados secuaces del Spiritus Libertatis!
-Eran frailes menores con la mente encendida por las mismas visiones de
Chiara, y muchas veces hay un paso muy breve entre la visión extática y el
desenfreno del pecado -dijo Guillermo.
Ubertino le oprimió las manos y sus ojos volvieron a velarse de lágrimas:
-No digas eso, Guillermo. ¿Cómo puedes confundir el momento del amor
extático, que te quema las vísceras con el perfume del incienso, y el desarreglo
de los sentidos que sabe a azufre? Bentivenga incitaba a tocar los cuerpos
desnudos, decía que sólo aSí podíamos liberarnos del imperio de los sentidos,
homo nudus cum nuda iacebat. . .
-Et non commiscebantur ad invicem. . .
-¡Mentiras! ¡Buscaban el placer! ¡Cuando el estímulo carnal se hacía sentir, no
consideraban pecado que para aplacarlo el hombre y la mujer yaciesen juntos,
y que se tocaran y besasen en todas partes, y que uno juntara su vientre
desnudo al vientre desnudo de la otra!
Confieso que el modo en que Ubertino estigmatizaba el vicio ajeno no me
inducía precisamente a pensamientos virtuosos. Mi maestro debió de advertir
mi turbación, pórque interrumpió al santo varón.
-Eres un espíritu ardoroso, Ubertino, tanto en el amor de Dios como en el odio
contra el mal. Lo que yo quería decir es que hay poca diferencia entre el ardor
de los Serafines y el ardor de Lucifer, porque ambos nacen de un
encendimiento extremo de la voluntad.
-¡Oh, hay diferencia, y yo la conozco! -dijo inspirado Ubertino-. Lo que quieres
decir es que hay un paso muy breve entre querer el mal y querer el bien,
porque en ambos casos se trata de dirigir la misma voluntad. Eso es cierto.
Pero la diferencia está en el objeto, y el objeto puede reconocerse con total
claridad. De una parte, Dios; de la otra, el diablo,
-Me temo, Ubertino, que ya no sé distinguir. ¿No fue acaso tu Angela da
Foligno la que contó que un día, en rapto espiritual, visitó el sepulcro de Cristo?
¿No contó que primero le besó el pecho y lo vio tendido con los ojos cerrados,
y después le besó la boca y sintió un inefable aroma de suavidad que se
exhalaba a través de aquellos labios, y luego, tras una breve pausa, posó su
mejilla contra la mejilla de Cristo, y Cristo acercó su mano a la mejilla de ella y
la apretó contra él; ¿y aSí, dijo ella, su deleite fue entonces elevadísimo?
-¿Qué tiene que ver esto con el desenfreno de los sentidos? -preguntó
Ubertino-. Fue una experiencia mística, y el cuerpo era el de Nuestro Señor.
-Quizá me haya acostumbrado demasiado a Oxford, donde hasta la
experiencia mística era distinta.
-Toda en la cabeza -dijo sonriendo Ubertino.
--O en los ojos. Dios sentido como luz, en los rayos del sol, en las imágenes de
los espejos, en la difusión de los colores sobre las partes de la materia
ordenada, en los reflejos de la luz sobre las hojas húmedas... ¿Acaso este
amor no se parece más al de Francisco, cuando alaba a Dios en sus criaturas,
flores, hierbas, agua, aire? No creo que este tipo de amor pueda encerrar
amenaza alguna. En cambio, desconfío de un amor que traslada al diálogo con
el Altísimo los estr emecimientos que se sienten en los contactos de la carne. . .
-¡Blasfemas, Guillermo! No es lo mismo, hay un salto inmenso, hacia abajo,
entre el éxtasis del corazón que ama a Jesús Crucificado y el éxtasis corrupto
de los seudoapóstoles de Montefalco. . .
-No eran seudoapóstoles, eran hermanos del Libre Espíritu, tú mismo lo has
dicho.
-¿Y qué diferencia existe? Hubo cosas de aquel proceso que tú nunca
conociste. Yo mismo no me atreví a incluir en las actas ciertas confesiones,
para no mancillar ni por un instante con la sombra del demonio la atmósfera de
santidad que Chiara había creado en aquel lugar. ¡Pero me enteré de cada
cosa, de cada cosa, Guillermo! Se reunían por la noche en un sótano, cogían
un niño recién nacido y se lo arrojaban unos a otros hasta que moría, por los
golpes... o por otras cosas.. Y el último que lo recibía vivo, para morir en sus
manos, se convertía en el jefe de la secta...¡Y desgarraban el cuerpo del niño, y
lo.mezclaban con harina para fabricar hostias blasfemas!
-Ubertino -dijo sin rendirse Guillermo-, esas mismas cosas se dijeron, hace
muchos siglos, de los obispos armenios, de la secta de los paulicianos. Y
también de los bogomilos.
-¿Qué importa? E1 demonio es muy torpe, hay un ritmo en sus acechanzas y
seducciones, repite sus ritos a través de los milenios, siempre es el mismo.
¡Precisamente por eso se sabe que es el enemigo! Te juro que encendían
velas, la noche de Pascua, y llevaban muchachas al sótano. Después
apagaban las velas y se arrojaban sobre ellas, aunque estuviesen ligados por
vínculos de sangre.... ¡Y si de aquel abrazó nacía un niño, volvía a empezar el
rito infernal, todos alrededor de una tinaja llena de vino, que llamaban barrilete,
embriagándose, y cortando en trozos al niño vertiendo su sang re en una copa,
y arrojando al fuego niños aún vivos, para mezclar luego las cenizas del niño
con su sangre y bebérsela!
-¡Pero eso lo escribió, hace trescientos años, Michele Psello en el libro sobre
las operaciones de los demonios! ¿Quién te ha contado esas cosas?
-¡Ellos, Bentivenga y los otros, cuando los torturaban!
-Hay una sola cosa que excita a los animales más que el placer: el dolor.
Cuando te torturan sientes lo misrno que cuando estás bajo los efectos de las
hierbas capaces de provocar visiones. Todo lo que has oído contar, todo lo que
has leído, vuelve a tu cabeza, como si estuvieses arrobado, pero no en un
rapto celeste, sino infernal. Cuando te torturan no dices sólo lo que quiere el
inquisidor sino también lo que imaginas que puede producirle placer porque se
establece un vínculo (éste Sí verdaderamente diabólico) entre tú y él... Son
cosas que conozco bien, Ubertino, pues yo mismo formé parte de esos grupos
de hombres que creen que la verdad puede obtenerse mediante el hierro al rojo
vivo. Pues bien, has de saber que la incandescencia de la verdad procede de
una llama muy distinta. Cuando lo torturaban, Bentivenga puede haberte dicho
las mentiras más absurdas, porque ya no era él quien hablaba, sino su lujuria,
los demonios de su alma.
-¿Lujuria?
-Sí, hay lujuria en el dolor, aSí como existe una lujuria de la adoración e,
incluso, una lujuria de la humildad. Si los ángeles rebeldes necesitaron tan
poco para transformar su ardor de adoración y humildad en ardor de soberbia y
rebeldía, ¿qué habría que decir de un ser humano? Pues bien, ya lo sabes, eso
fue lo que descubrí de pronto cuando era inquisidor. Y por eso renuncié a
seguir siéndolo. Me faltó coraje para hurgar en las debilidades de los malvados,
porque comprendí que son las mismas debilidades de los santos.
Ubertino había escuchado las últimas palabras de Guillermo como si no
entendiese lo que éste le decía. Su rostro se había ido embargando de
afectuosa conmiseración, y comprendí que, según Guillermo hablaba movido
por sentimientos muy perversos, pero tanto le quería que se los perdonaba. Lo
interrumpió y dijo con bastante amargura:
-No importa. Si eso es lo que sentías, hiciste bien en apartarte. Hay que luchar
contra las tentaciones. Sin embargo, yo hubiese necesitado tu apoyo. Estaba a
punto de acabar con aquella banda de malvados. Ya sabes lo que sucedió en
cambio: yo mismo fui acusado de haber sido demasiado débil con ellos, y hubo
quien me trató de hereje. También tú fuiste demasiado débil en la lucha contra
el mal. EI mal, Guillermo, ¿nunca acabará esta condena, esta sombra, este
cieno que nos impide llegar hasta el manantial? -se acercó aún más a
Guillermo, como si temiera que alguien lo escuchase-. También aquí, también
entre estos muros consagrados a la oración ¿sabes?
-Lo sé. El Abad me ha hablado de ello, e incluso me ha pedido que le ayude a
esclarecer los hechos.
-Entonces espía, hurga, mira con ojo de lince en dos direcciones, la lujuria y la
soberbia. . .
-¿La lujuria?
-Sí, la lujuria. Había algo de... femenino, por tanto, de diabólico, en el joven que
murió. Tenía ojos de muchacha que busca el comercio con un íncubo. Pero
también te he hablado de soberbia, la soberbia de la mente, en este monasterio
consagrado al orgullo de la palabra, a la i lusión del saber. .
-Si algo sabes, ayúdame.
-Nada sé. Nada hay que yo sepa. Pero hay cosas que se sienten con el
corazón. Deja que hable tu corazón, interroga los rostros, no escuches las
lenguas... Pero, ¡vamos!, ¿por qué hablar de cosas tan dolorosas y amedrentar
a nuestro joven amigo? -me miró con sus ojos celestes, rozó mi mejilla con sus
dedos largos y blancos, y estuve a punto de echarme hacia atrás como movido
por un instinto; pude contenerme, e hice bien, porque lo habría ofendido, y su
intención era pura-. Mejor, háblame de ti -dijo, volviéndose de nuevo hacia
Guillermo-. ¿Qué has estado haciendo desde entonces? Han pasado. . .
-Dieciocho años. Regresé a mi tierra. Retomé los estudios en Oxford. Estudié
la naturaleza.
-La naturaleza es buena porque es hija de Dios –dijo Ubertino.
-Y Dios debe de ser bueno, si ha engendrado la naturaleza -dijo sonriendo
Guillermo-. He estudiado, he encontrado amigos muy sabios. Más tarde conocí
a Marsilio, me atrajeron sus ideas sobre el imperio, sobre el pueblo, sobre una
nueva ley para los reinos de la tierra, y aSí acabé formando parte del grupo de
hermanos nuestros que están aconsejando al emperador. Pero esto ya lo
sabes por mis cartas. Cuando en Bobbio me dijeron que estabas aquí me
alegré muchísimo. Te creíamos perdido. Ahora que estás con nosotros, podrás
sernos muy útil dentro de unos días, cuando llegue Michele. La confrontación.
será dura.
-No añadiré mucho a lo que ya dije hace cinco años en Aviñón. ¿Quién vendrá
con Michele?
-Algunos de los que estuvieron en el capítulo de Perusa, Arnaldo de Aquitania,
Hugo de Newcastle.
-¿Quién?
-Hugo de Novocastro, perdóname, uso mi lengua incluso cuando estoy
hablando en buen latín. Además vendrá Guillermo Alnwick. Por parte de los
franciscanos de Aviñón podemos suponer que estará Girolamo, el cretino de
Caffa, y quizá vengan Berengario Talloni y Bonagrazia da Bergamo.
-Esperemos en Dios -dijo Ubertino-. Estos últimos no querrán enemistarse
demasiado con el papa. ¿Y quién defenderá las ideas de la curia entre los
duros de corazón?
-Por las cartas que he recibido supongo que estará Lorenzo Decoalcone. . .
-Un hombre malvado.
-Jean d'Anneaux. . .
-Ese es muy sutil en teología. Cuídate.
-Nos cuidaremos. Por último, estar también Jean de Baune.
-Tendrá que vérselas con Berengario Talloni.
-Sí, aSí es, creo que nos divertiremos -dijo mi maestro muy animado.
Ubertino lo miró sonriendo, como si dudara:
-Nunca sé cuando habláis en serio vosotros los ingleses. ¿Qué diversión puede
haber en algo tan grave? Está en juego la supervivencia de la orden, a la que
perteneces y a la que, en el fondo del corazón, aún sigo perteneciendo. He de
persuadir a Michele de que no vaya a Aviñón. Juan lo quiere, lo busca, lo invita
con demasiada insistencia. Desconfiad de ese viejo francés. ¡Oh, Señor, en
qué manos ha caído tu iglesia! -volvió la cabeza hacia el altar-. ¡Convertida en
rneretriz, enviciada por el lujo, se enrosca en la lujuria como una serpiente en
celo! De la pura desnudez del establo de Bethlehem, madera como madera fue
el lignum vitae de la cruz, a las bacanales de oro y piedra. ¡Mira, tampoco aquí,
ya has visto la portada, se está a salvo del orgullo de las imágenes! ¡Por fin
están próximos los tiempos del Anticristo, y teng o miedo, Guillermo! -miró
alrededor y sus ojos. muy abiertos, se clavaron en las naves tenebrosas, como
si el Anticristo fuese a aparecer de un momento a otro, y creí que lo veríamos
surgir de la sombra -. ¡Sus lugartenientes ya están aquí, sus emisarios, como
los apóstoles que Cristo envió por el mundo! Vilipendian la Ciudad de Dios,
seducen valiéndose del engaño, la hipocreSía y la violencia. Llegado el
momento, Dios enviará a sus siervos Elías y Enoc, a quienes ha conservado
vivientes en el paraíso terrenal para que un día vengan a confundir al Anticristo,
y vendrán a profetizar vistiendo túnicas de saco, y predicar n la penitencia con
el ejemplo y la palabra. . .
-Ya han llegado, Ubertino -dijo Guillermo mostrando su sayo de franciscano.
-Pero todavía no han vencido. Ahora es cuando el Anticristo, henchido de furia,
mandará matar a Enoc y a Elías y a sus cuerpos para que todos puedan verlos
y tengan miedo de imitarlos. Como querían matarme a mí. . .
Yo estaba aterrorizado, pensé que Ubertino era presa de una especie de locura
divina, y temí por su razón. Eso pensé entonces. Ahora, después de tanto
tiempo, sabiendo lo que sé, es decir, que unos años más tarde moriría
misteriosamente en una ciudad alemana, y que nunca se supo quién lo había
asesinado, mi terror es aún mayor, porque no cabe duda de que en aquella
ocasión Ubertino estaba profetizando su propio futuro.
-Tú lo sabes -siguió diciendo-, el abad Joaquín dijo la verdad. Estamos ya en la
sexta era de la historia humana, en la que aparecerán dos Anticristos, el
Anticristo místico y el Anticristo propiamente dicho. Esto es lo que sucede en
esta sexta época, después de que Francisco apareciera para encarnar en su
propio cuerpo las cinco llagas de Jesús Crucificado. Bonifacio fue el Anticristo
místico, y la abdicación de Celestino no fue válida. ¡Bonifacio fue la bestia que
sale del mar y cuyas siete cabezas representan las ofensas a los pecados
capitales, y sus diez cuernos las ofensas a los mandamientos, y los cardenales
que lo rodeaban eran las langostas, y su cuerpo es Appolyon! ¡Pero, si lees su
nombre en letras griegas, puedes ver que el número de la bestia es Benedicti! -
clavó sus ojos en mí para ver si le había comprendido, y, alzando un dedo, me
amonestó-. ¡Benedicto XI fue el Anticristo propiamente dicho, la bestia que sale
de la tierra! ¡Dios ha permitido que semejante monstruo de vicio e iniquidad
gobernase su iglesia para que las virtudes de su sucesor resplandecieran de
gloria!
-Pero padre santo -objeté con un hilo de voz, armándome de valor-, ¡su
sucesor es Juan!
Ubertino se pasó la mano por la frente como si quisiera borrar un mal sueño.
Respiraba con dificultad, estaba cansado.
-Sí. Los cálculos estaban equivocados, todavía seguimos esperando al papa
angélico... Pero entre tanto han aparecido Francisco y Domingó -elevó los ojos
al cielo y dijo como si orase, pero comprendí que estaba recitando una página
de su gran libro sobre el árbol de la vida-. Quorum primus seraphico calculo
purgatus et ardore celico inflammatus totum incendere videbatur. Secundas
vero verbo predicationis fecundus super mundi tenebras clarius radiavit... Sí, si
éstas han sido las promesas, el papa angélico tendrá que Ilegar.
-Así sea, Ubertino -dijo Guillermo-. Mientras tanto estoy aquí para impedir que
sea expulsado el emperador humano. También Dulcino hablaba de tu papa
angélico. . .
-¡No vuelvas a pronunciar el nombre de esa víbora! -gritó Ubertino, y por
primera vez lo vi transformarse, pasar de la aflicción a la ira -. ¡Este hombre
manchó la palabra de Joaquín de Calabría y la convirtió en pábulo de muerte e
inmundicia! Ese sí que fue un mensajero del Anticristo. Pero tú, Guillermo,
hablas así porque en realidad no crees en el advenimiento del Anticristo, ¡y tus
maestros de Oxford te han enseñado a idolatrar la razón extinguiendo las
facultades proféticas de tu corazón!
-Te equivocas, Ubertino -respondió con mucha seriedad Guillermo-. Sabes que
el maestro que más venero es Roger Bacon...
-Que deliraba acerca de unas máquinas voladoras –se burló amargamente
Ubertino.
-Que habló con gran claridad y nitidez del Anticristo, mostrando sus signos en
la corrupción del mundo y en el debilitamiento del saber. Pero enseñó que hay
una sola manera de prepararse para su Ilegada: estudiar los secretos de la
naturaleza, utilizar el saber para mejorar al género humano. Puedes prepararte
para luchar contra el Anticristo estudiando las virtudes de las plantas, la
naturaleza de las piedras e, incluso, proyectando esas máquinas voladoras que
te hacen sonreír.
-EI Anticristo de tu Bacon era un pretexto para cultivar el orgullo de la razón.
-Santo pretexto.
-No hay pretextos santos. Guillermo, sabes que te quiero. Sabes que confío
mucho en ti. Castiga tu inteligencia, aprende a llorar sobre las llagas del Señor,
arroja tus libros.
-Me quedaré sólo con el tuyo -dijo sonriendo Guillermo..
También Ubertino sonrió, y lo amenazó con el dedo:
-Inglés tonto. No te rías demasiado de tus semejantes. A los que no puedes
amar mejor sería que los temieras. Y ten cuidado con la abadía. Este sitio no
me gusta.
-Precisamente, quiero conocerlo mejor -dijo Guillermo despidiéndose-. Vamos,
Adso.
-¡Ay! Te digo que no es bueno y dices que quieres conocerlo -comentó
Ubertino meneando la cabeza.
-Por cierto -dijo todavía Guillermo, ya en mitad de la nave - ¿quién es ese monje
que parece un animal y habla la lengua de Babel?
-¿Salvatore? -preguntó Ubertino volviéndose hacia nosotros, pues ya estaba de
nuevo arrodillado-. Creo que fui yo quien lo donó a esta abadía. . . Junto con el
cillerero. Cuando dejé el sayo franciscano, regresé por algún tiempo a mi viejo
convento de Casale, y allí encontré a otros frailes angustiados. porque la
comunidad los acusaba de ser espirituales de mi secta... Así se expresaban.
Traté de ayudarles y conseguí que los autorizaran a seguir mi ejemplo. Al Ilegar
aquí. el año pasado, encontré a dos de ellos, Salvatore y Remigio. Salvatore...
En verdad parece una bestia. Pero es servicial.
Guillermo vaciló un instante:
-Le oí decir penitenciagite.
Ubertino calló. Agitó una mano como para apartar un pensamiento molesto.
-No, no creo. Ya sabes cómo son estos hermanos laicos. Gentes del campo
que quizás han escuchado a un predicador ambulante y no saben lo que dicen.
No es eso lo que le reprocharía a Salvatore. Es una bestia glotona y lujuriosa.
Pero nada, nada contrario a la ortodoxia. No, el mal de la abadía es otro,
búscalo en quienes saben demasiado, no en quienes nada saben. No
construyas un castillo de sospechas basándote en una palabra.
-Nunca lo haré -respondió Guillermo-. Dejé de ser inquisidor precisamente para
no tener que hacerlo. Sin embargo, también me gusta escuchar las palabras, y
reflexionar después sobre ellas.
-Piensas demasiado. Muchacho -dijo volviéndose hacia mí-, no tomes
demasiados malos ejemplos de tu maestro. En lo único en que hay que pensar,
ahora al final de mi vida lo comprendo, es en la muerte. Mors est quies viatoris,
finis est omnis laboris. Ahora dejadme con mis oraciones.

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