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EL BLOG DE LOS 100 AUTORES

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martes, 4 de junio de 2013

ACEITE DE PERRO - Ambrose Bierce

Ambrose Bierce

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos pero de la más humilde condición: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre tenía un pequeño taller a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se deshacía de los niños no deseados. En mi niñez me adiestraron en los hábitos del trabajo: no sólo ayudaba a padre proveyéndolo de perros para su caldera sino que ayudaba a mi madre a esconder los desechos de su trabajo en el taller. A veces, precisé de toda mi inteligencia natural para desempeñar esta obligación ya que todos los representantes de la ley se oponían al negocio de mi madre. No los habían elegido por oponerse al mismo y nunca se trató el tema como un asunto político; simplemente sucedió así.
Naturalmente, el negocio paterno de manufacturación de aceite de perro era menos impopular, pese a que los propietarios de perros extraviados lo miraban con recelo que, en cierto modo, me desacreditaba. Mi padre tenía, como cómplices silentes, a todos los médicos del pueblo, quienes rara vez extendían una receta que no contuviese lo que se complacían en designar como ol. can. Se trata, sin duda, de la medicina más valiosa que han descubierto. Pero la mayoría de la gente no está dispuesta a realizar sacrificios personales en favor de los afligidos y era patente que a los perros más lustrosos del pueblo se les había prohibido jugar conmigo, un hecho que hirió mi joven sensibilidad y, en un tiempo, estuvo a punto de empujarme a convertirme en un pirata.
Al volver la vista atrás hacia aquellos días, no puedo sino arrepentirme, a veces, de que al ocasionar indirectamente la muerte de mis queridos padres fuese el autor del infortunio que marcaría hondamente mi futuro.
Una tarde, mientras pasaba junto a la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de uno de los expósitos del taller de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar de cerca mis movimientos. Aunque era joven, había aprendido que los actos de un agente de la ley, por muy aparente que sea su carácter, obedecen a los motivos más censurables y yo lo evité colándome en la aceitería por una puerta lateral que permanecía entreabierta. Al punto, la cerré y me quedé a solas con mi cadáver. Mi padre se retiraba por las noches. La única luz del lugar procedía del horno, que brillaba con un profundo y espeso color carmesí emitiendo reflejos rojizos sobre las paredes. En el interior del caldero el aceite todavía burbujeaba con una ebullición indolente; ocasionalmente, empujaba a la superficie un pedazo de perro. Sentándome a esperar que el policía se marchase, sostuve el cuerpo desnudo del expósito en mi regazo y acaricié con ternura su cabello corto y sedoso. ¡Ah, qué hermoso era! Incluso a una edad tan temprana era extremadamente aficionado a los niños y, mientras contemplaba a ese querubín, casi pude hallar en mi corazón el deseo de que la herida diminuta y roja de su pecho, causada por mi querida madre, no hubiese sido mortal.
Había adquirido por costumbre arrojar los bebés al río con el que la naturaleza, sabiamente, me había provisto para tal propósito, pero aquella noche no me atrevía a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije a mi mismo, «no existe mucha diferencia si lo meto dentro de este caldero. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que puedan producir por administrar otra clase de aceite en lugar del incomparable ol.
can. no son importantes en una población que crece tan rápidamente». Para abreviar, di mi primer paso en el crimen y acudieron a mí inenarrables pesares al arrojar al bebé al caldero.
Al día siguiente, en parte para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos de satisfacción, nos informó a mi madre y a mí que había obtenido la más refinada calidad de aceite que se había visto y que los médicos a quienes había enseñado muestras así se habían pronunciado. Añadió que ignoraba cómo se había obtenido tal resultado, los perros habían sido tratados en todos los aspectos como de costumbre y eran de una raza ordinaria. Consideré mi deber explicarlo, cosa que hice, aunque mi lengua se hubiera paralizado si hubiese adivinado las consecuencias. Lamentando su ignorancia previa acerca de las ventajas de combinar sus respectivos negocios, mis padres tomaron medidas de inmediato para rectificar su error. Mi madre trasladó su taller a un ala del edificio de la aceitería y cesaron mis obligaciones relativas a su negocio; no se me requirió más para que me deshiciese de los cuerpos de los bebés sobrantes y no hubo necesidad de atraer perros a su perdición puesto que mi padre los descartó por completo, aunque mantuvieron un honroso lugar en la denominación del aceite. De modo que, súbitamente sumido en la ociosidad, por lógica podría haberme convertido en un tipo vicioso y disoluto, pero no lo hice. La bendita influencia de mi querida madre estuvo siempre a mi lado para protegerme de las tentaciones que asedian a lo jóvenes y mi padre era diácono en la iglesia. ¡Ay, que horror que por mi culpa estas personas tan dignas de estima tuvieran un final tan horrendo!
Entonces, al doblarse los beneficios de su negocio, mi madre se consagró al mismo con renovada diligencia. No sólo se hizo cargo de los niños indeseados o que sobraban sino que salía a las carreteras y caminos para recoger a niños más crecidos e incluso a adultos cuando podía atraerlos hasta la aceitería. Mi padre, encantado también con la calidad superior del aceite que refinaba, proveía sus calderas con diligencia y celo. En poco tiempo, la conversión de sus vecinos en aceite de perro se convirtió en la única pasión de sus vidas; una codicia absorbente e incontenible se apoderó de sus espíritus y los colmaba en vez de la esperanza de alcanzar el Cielo, que también los inspiraba.
Últimamente, se habían vuelto tan emprendedores que se convocó una reunión pública y se aprobaron resoluciones en las que se los censuraba severamente. El presidente dio a entender que cualquier nueva incursión contra la población sería recibido en un clima de hostilidad. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón destrozado, desesperados y, en mi opinión, no del todo cuerdos. De todos modos, consideré prudente no entrar con ellos en la aceitería aquella noche y dormí fuera, en un establo.
En torno a la media noche, un impulso misterioso me hizo levantarme y echar una ojeada a través de una ventana en la sala del horno, donde sabía que mi padre dormía ahora. Los fuegos ardían tan intensamente como si se esperase que la cosecha del día siguiente fuese abundante. Uno de los calderos más grandes se agitaba pausadamente con una extraña apariencia de autocontrol, como si aguardase el momento de liberar toda su energía. Mi padre no estaba acostado; se había levantado vistiendo sus ropas de noche y preparaba un lazo con un cuerda resistente. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta del dormitorio de mi madre adiviné el propósito que tenía en mente. Enmudecido y paralizado por el pánico, no podía hacer nada para prevenirla o avisarla. Repentinamente, y sin hacer ruido alguno, se abrió la puerta del cuarto de mi madre y se encontraron uno frente al otro, ambos aparentemente sorprendidos. Ella también vestía ropas de noche y sostenía en su diestra el instrumento de su oficio: un cuchillo alargado de hoja estrecha.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último beneficio que la actitud poco amistosa de sus conciudadanos y mi ausencia le permitían. Se miraron de hito en hito, con los ojos centelleantes, durante un instante y entonces saltaron el uno sobre el otro con furia indescriptible. Rodaron dando tumbos por la habitación, el hombre maldiciendo, la mujer chillando, ambos peleando como demonios: ella quería atravesarlo con su daga, él intentaba estrangularla con sus grandes manos.
Ignoro cuánto tiempo tuve la desgracia de presenciar esta desagradable muestra de infortunio doméstico pero al final, tras un forcejeo más violento de lo habitual, los contendientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban signos de contacto mutuo. Se miraron durante un instante de forma poco amistosa; entonces mi pobre padre herido, sintiendo la mano de la muerte sobre él, se lanzó hacia delante sin atender a cualquier tipo de resistencia, agarró a mi querida madre entre sus brazos, la arrastró junto al caldero hirviente, hizo acopio de sus escasas fuerzas y ¡se tiró al caldero con ella! En un momento, ambos habían desaparecido y su aceite se añadió al de la comisión de ciudadanos que habían acudido el día anterior con una invitación para la asamblea.
Persuadido de que estos desafortunados acontecimientos me habían cerrado todas las puertas para reanudar una carrera honorable en aquel pueblo, me marché a la famosa ciudad de Otumwee, donde he escrito estas memorias con el corazón lleno de remordimiento ante el insensato arrebato que había producido un desastre comercial tan desalentador.

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