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EL BLOG DE LOS 100 AUTORES

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domingo, 5 de mayo de 2013

Umberto Eco - El Nombre de la Rosa - II


UMBERTO ECO
EL NOMBRE DE LA ROSA


Primer día
HACIA NONA
Donde Guillermo tiene un diálogo muy erudito con Severino el herbolario.
Atravesamos la nave central y salimos por la portada que habíamos cruzado al
entrar. Las palabras de Ubertino, todas, seguían zumbándome en la cabeza.
-Es un hombre extraño -rne atreví a decir.
-Es, o ha sido, en muchos aspectos, un gran hombre -dijo Guillermo-. Pero
precisamente por eso es extraño. Sólo los hombres pequeños parecen
normales. Ubertino habría podido convertirse en uno de los herejes que
contribuyó a llevar a la hoguera, o en un cardenal de la santa iglesia romana. Y
estuvo muy cerca de ambas perversiones. Cuando hablo con Ubertino me da la
impresión de que el infierno es el paraíso visto desde la otra parte.
No entendí lo que quería decir.
-¿Desde qué parte? -pregunté.
-Pues sí -admitió Guillermo-, se trata de saber si hay partes, y si hay un todo.
Pero no escuches lo que digo. Y no mires más esa portada -dijo, dándome
unos golpecitos en la nuca mientras mi mirada volvía a dirigirse hacia aquellas
fascinantes esculturas-. Por hoy ya te han asustado bastante. Todos.
Cuando me volví de nuevo hacia la salida, vi ante mí otro monje. Podía tener la
misma edad que Guillermo. Nos sonrió y nos saludó con cortesía. Dijo que era
Severino da Sant'Ernmerano, y que era el padre herbolario, que se cuidaba de
los baños, del hospital y de los huertos, y que se ponía a nuestra disposiczón si
deseábamos que nos guiase por el recinto de la abadía.
Guillermo le tlio las gracias y dijo que al entrar ya había reparado en eI
bellísimo huerto, que, por lo que podía apreciarse a través de la nieve, no sólo
parecía contener plantas comestibles sino también albergar hierbas
medicinales.
-En verano o en primavera, con la variedad de sus hierbas, adornadas cada
una con sus flores, este huerto canta mejor la gloria del Creador -dijo a modo
de excusa Severino-. Pero incluso en esta estación el ojo del herbolario ve a
través de las ramas secas las plantas que crecerán más tarde, y puedo decirte
que este huerto es más rico que cualquier herbario, y más multicolor, por
bellísimas
que sean las miniaturas que este último contenga. Además, también en
invierno crecen hierbas buenas, y en el laboratorio tengo otras que he recogido
y guardado en frascos. Así, con las raíces de la acederi lla se curan los
catarros, y son una decocción de raíces de malvavisco se hacen compresas
para las enfermedades de la piel, con el lampazo se cicatrizan los eczemas,
triturando y macerando el rizoma de la bistorta se curan las diarreas y algunas
enfermedades de las mujeres, la pimienta es un buen digestivo, la fárfara es
buena para la tos, y tenemos buena genciana para la digestión, y orozuz, y
enebro para preparar buenas infusiones, y saúco con cuya corteza se prepara
una decocción para el hígado, y saponaria, cuyas raíces se maceran en agua
fría y son buenas para el catarro, y valeriana, cuyas virtudes sin duda conocéis.
-Tenéis hierbas muy distintas y que se dan en climas muy distintos. ¿Cómo
puede ser?
-Lo debo, por un lado, a la misericordia del Señor, que ha situado nuestro
altiplano entre una cadena meridional que mira al mar, cuyos vientos cálidos
recibe, y la montaña septentrional, más alta, que le envía sus bálsamos
silvestres. Y por otro lado lo debo al hábito del arte que indignamente he
adquirido por voluntad de mis maestros. Ciertas plantas pueden crecer, aunque
el clima sea adverso, si cuidas el suelo que las rodea, su alimento, y si vigilas
su desarrollo.
-¿Pero también tenéis plantas que sólo sean buenas para comer? -pregunté.
-Has de saber, potrillo hambriento, que ne hay plantas buenas para comer que
no sean también buenas para curar, siempre y cuando se ingieran en la medida
adecuada. Sólo el exceso las convierte en causa de enfermedad. Por ejemplo,
la calabaza. Es de naturaleza fría y húmeda y calma la sed, pero cuando está
pasada provoca diarrea y debes tomar una mezcla de mostaza y salmuera para
astringir tus vísceras. ¿Y las cebollas? Calientes y húmedas, pocas, vigorizan
el coito, naturalmente en aquellos que no han pronunciado nuestros votos. En
exceso, te producen pesadez de cabeza y debes contrarrestar sus efectos
tomando leche con vinagre. Razón de más -añadió con malicía- para que un
joven monje guarde siempre moderación al comerlas. En cambio, puedes
comer ajo. Cálido y seco, es bueno contra los venenos. Pero no exageres,
expulsa demasiados humores del cerebro. En cambio, las judías producen
orina y engordan ambas cosas muy buenas. Pero provocan malos sueños.
Aunque no tantos como otras hierbas, porque las hay incluso que provocan
malas visiones.
-¿Cuáles? -pregunté.
-¡Vamos, vamos, nuestro novicio quiere saber demasiado! Son cosas que sólo
el herbolario debe saber; si no, cualquier irresponsable podría ir por ahí
suministrando visiones, o sea mintiendo con las hierbas.
-Pero basta un poco de ortiga -dijo entonces Guillermo-, o de roybra o de
olieribus, para protegerte de las visiones. Confío en que estas buenas hierbas
no falten en vuestro huerto.
Severino miró de reojo a mi maestro:
-¿Sabes de hierbas?
-No mucho -dijo Guillermo con modestia-. En cierta ocasión tuve entre mis
manos el Theatrum sanitatis de Ububchasym de Baldach. . .
-Abdul Asan al Muchtar ibn Botlan.
-O Ellucasim Elimittar, como prefieras. Me pregunto si existirá alguna copia
aquí.
-Y de las más bellas, con exquisitas ilustraciones.
-Alabado sea el cielo. ¿Y el De virtutibus herbarum de Platearius?
-También está, y De plantis de Aristóteles, traducido por Alfredo de Sareshel.
-He oído decir que en realidad no es de Aristóteles -observó Guillermo-, como
se descubrió que no lo es De causis.
-De todos modos es un gran libro -observó Severino, y mi maestro le aseguró
que pensaba lo mismo, pero sin preguntarle si se refería a De plantis o a De
causis, obras que yo desconocía, pero de cuya gran importancia había
quedado convencido al escuchar aquella conversación.
-Me agradaría -concluyó Severino- conversar honestamente contigo sobre las
hierbas.
-Y a mí más todavía -dijo Guillermo-, pero, ¿no violaremos la regla de silencio
que impera, creo, en vuestra orden?
-La regla -dijo Severino- se ha ido adaptando con los siglos a las exigencias de
las distintas comunidades. La regla preveía la lectio divina pero no el estudio.
Sin embargo, ya sabes hasta qué punto nuestra orden ha desarrollado la
investigación sobre las cosas divinas y las cosas humanas. La regla también
preve que el dormitorio sea común, pero a veces es justo que, como sucede
aquí, los monjes puedan reflexionar también durante la noche, y por tanto cada
uno dispone de su propia celda. La regla es muy severa en lo que se refiere al
silencio, e incluso aquí está prohibido que converse con sus hermanos no sólo
el monje que realiza trabajos manuales sino también el que escribe o lee. Pero
la abadía es ante todo una comunidad de estudiosos, y a menudo es útil que
los monjes intercambien los tesoros de doctrina que van acumulando. Toda
conversación relativa a nuestros estudios se considera lícita y beneficiosa,
siempre y cuando no se desarrolle en el refectorio o durante las horas de los
oficios sagrados.
-¿Tuviste ocasión de hablar mucho con Adelmo da Otranto? -preguntó de
pronto Guillermo.
Severino no pareció sorprenderse.
-Veo que el Abad ya te ha hablado -dijo-. No. Con él no solía conversar.
Pasaba el tiempo pintando miniaturas. A veces lo oí discutir con otros monjes,
Venancio de Salvemec, o Jorge de Burgos, sobre la índole de su trabajo.
Además, yo no paso el día en el scriptorium sino en mi laboratorio -y señaló el
edificio del hospital.
-Comprendo -di jo Guillermo-. Entonces no sabes si Adelmo tenía visiones.
-¿Visiones?
-Como las que provocan tus hierbas, por ejemplo.
Severino se puso rígido:
-Ya te he dicho que vigilo mucho las hierbas peligrosas.
-No me refería a eso -se apresuró a aclarar Guillermo-. Hablaba de las visiones
en general.
-No entiendo -insistió Severino.
-Pensaba que un monje que se pasea de noche por el Edificio, donde según
reconoció el Abad pueden sucederle cosas tremendas al que allí penetre
durante las horas prohibidas, pues bien, pensaba que podía haber tenido
visiones diabólicas capaces de empujarlo al abismo.
-Ya te he dicho que no frecuento el scriptorium, salvo cuando necesito algún
libro, pero suelo tener mis propios herbarios, que guardo en el hospital. Como
ya te he dicho, Adelmo estaba mucho con Jorge, con Venancio y desde luego
con Berengario.
También yo advertí la leve vacilación en la voz de Severino.
A mi maestro no se le había escapado:
-¿Berengario? ¿Por qué desde luego?
-Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. Eran de la misma edad,
hicieron juntos el noviciado, era normal que tuviesen cosas de que hablar. Eso
quería decir.
-Entonces era eso lo que querías decir -comentó Guillermo, y me asombr´r de
que no insistiese en el asunto. Lo que hizo fue cambiar bruscamente de tema-.
Pero quizá sea hora de que entremos en el Edificio. ¿Quieres guiarnos?
-Con mucho gusto -dijo Severino con alivio más que evidente.
Nos condujo por el costado del huerto hasta la fachada occidental del Edificio.
-En la parte que da al huerto está la puerta de la cocina -dijo-, pero la cocina
sólo ocupa la mitad occidental de la planta baja, en la otra mitad está el
refectorio. En la parte meridional, a la que se llega pasando por detrás del coro
de la iglesia, hay otras dos puertas que Ilevan a la cocina y al refectorio. Pero
entremos por ésta, porque desde la cocina podremos pasar al interior del
refectorio.
Al entrar en la amplia cocina advertí que, en el centro, el Edificio engendraba,
en toda su altura, un patio octagonal. Como más tarde comprendí, era una
especie de pozo muy grande, privado de accesos, al que daban, en cada piso,
una serie de amplias ventanas similares a las que se abrían hacia el exterior.
La cocina era un atrio inmenso lleno de humo, donde ya muchos sirvientes se
ajetreaban en la preparación de los platos para la cena. En una gran mesa dos
de ellos estaban haciendo un pastel de verdura, con cebada, avena y centeno,
y un picadillo de nabos, berros, rabanitos y zanahorias. A1 lado, otro cocinero
acababa de cocer unos pescados en una mezcla de vino con agua, y los
estaba cubriendo con una salsa de salvia, perejil, tomillo, ajo, pimienta y sal. En
la pared que correspondía al torreón occidental se abría un enorme horno de
pan, del que surgían rojizos resnlandores. A1 lado del torreón meridional, una
inmensa chimenez en la que hervían unos calderos y giraban varios asadores.
Por la puerta que daba a la era situada detrás de la iglesia entraban en aquel
momento los porquerizos trayendo la carne de los cerdos que habían matado.
Por esa puerta salimos y pasamos a la era, en la parte más oriental de la
meseta, donde, contra la muralla, había un conjunto de construcciones.
Severino me explicó que la primera albergaba los chiqueros: primero estaban
las caballerizas, después el establo donde se guardaban los bueyes, los
gallíneros y el corral techado para las ovejas. Delante de los chiqueros los
porquerizos estaban removiendo en una gran tinaja la sangre de los cerdos que
acababan de degollar, para que no se coagulara. Si se la removía bien y en
seguida, podía durar varios días, gracias al clima frío, y utilizarse luego para
fabricar mórcillas.
Volvimos a entrar en el Edificio, y sólo echamos una ojeada al refectorio,
mientras lo atraves bamos para dirigirnos hacia el torreón oriental. E1 refectorro
se extendía hacia dos de los torreones: el septentrional, donde había una
chimenea, y el oriental, donde había una escalera de caracol que conducía al
scriptorium, es decir, al segundo piso. Por allí iban los monjes todos los días a
su trabajo; y también por dos escaleras, menos accesibles pero bien
caldeadas, que ascendían en espiral detr s de la chimenea y del horno de la
cocina.
Guillermo preguntó si, siendo domingo, encontraríamos a alguien en el
scriptorium. Severino sonrió y dijo que, para el monje benedictino, el trabajo es
oración. E1 domingo los oficios duraban más, pero los monjes adictos a los
libros pasaban igualmente algunas horas arriba, que solían emplear en
provechosos intercambios de observaciones eruditas, consejos y reflexiones
sobre las sagradas escrituras.
Primer día
DESPUES DE NONA
Donde se visita el scriptorium y se conoce a muchos estudiosos, copistas y
rubricantes así como a un anciano ciego que espera al Anticristo
Mientras subíamos, vi que mi maestro observaba las ventanas que iluminaban
la escalera. A1 parecer, me estaba volviendo tan sagaz como él, porque advertí
de inmediato que, dada su disposición, era muy difícil que alguien pudiera
llegar hasta ellas. De otra.parte, tampoco las ventanas que había en el
refectorio (las únicas del primer piso que daban al precipicio) parecían fáciles
de alcanzar, porque debajo de ellas no había muebles de ninguna clase.
A1 llegar a la cima de la escalera entramos, por el torreón oriental, en el
scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude contener un grito de admiración. E1
primer piso no estaba dividido en dos como el de abajo, y, por tanto, se ofrecía
a mi mirada en toda su espaciosa inmensidad. Las bóvedas, curvas y no
demasiado altas (menos que las de una iglesia, pero, sin embargo, más que las
de cualquiera de las salas capitulares que he conocido), apoyadas en recias
pilastras, encerraban un espacio bañado por una luz bellísima, pues en cada
una de las paredes más anchas había tres enormes ventanas, mientras que en
cada una de las paredes externas de los torreones se abrían cinco ventanas
más pequeñas, y, por último, también entraba luz desde el pozo octagonal
interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas.
Esa abundancia de ventanas permitía que una luz continua y pareja alegrara la
gran sala, incluso en una tarde de invierno como aquella. Las vidrieras no eran
coloreadas como las de las iglesias, y las tiras de plomo sujetaban recuadros
de vidrio incoloro para que la luz pudiese penetrar lo más pura posible, no
modulada por el arte humano, y desempeñara así su función específica, que
era la de iluminar e1 trabajo de lectura y escritura. En otras ocasiones y en
otros sitios vi muchos scriptoria, pero ninguno conocí que, en las coladas de luz
física que alumbraban profusamente el recinto, ilustrase con tanto esplendor el
principio espiritual que la luz encarna, la claritas, fuente de toda belleza y
saber, atributo inseparable de la justa proporción que se observaba en aquella
sala. Porque de tres cosas depende la belleza: en primer lugar, de la integridad
o perfección, y por eso consideramos feo lo que est incompleto; luego, de la
justa proporción, o sea de la consonancia; por último, de la claridad y la luz, y,
en efecto, decimos que son bellas las cosas de colores nítidos. Y como la
contemplación de la belleza entraña la paz, y para nuestro apetito lo mismo es
sosegarse en la paz, en el bien o en la belleza, me sentí invadido por una
sensación muy placentera y pensé en lo agradable que debería ser trabajar en
aquel sitio.
Tal como apareció ante mis ojos, a aquella hora de la tarde, me pareció una
alegre fábrica de saber. Posteriormente conocí, en San Gall, un scriptorium de
proporciones sirnilares, separado también de la biblioteca (en otros sitios los
monjes trabajaban en el mismo lugar donde se guardaban los libros) pero con
una disposición no tan bella como la de aquí. Los anticuarios, los copistas, los
rubricantes y los estudiosos estaban sentados cada uno ante su propia mesa, y
cada mesa estaba situada debajo de una ventana. Como las ventanas eran
cuarenta (número verdaderamente perfecto, producto de la decuplicación del
cuadrágono, como si los diez mandamientos hubiesen sido magnificados por
las cuatro virtudes cardinales), cuarenta monjes hubiesen podido trabajar al
mismo tiempo, aunque aquel día apenas había unos treinta. Severino nos
explicó que los monjes que trabajaban en el scriptorium estaban dispensados
de los oficios de tercia, sexta y nona, para que no tuviesen que interrumpir su
trabajo durante las horas de luz, y que sólo suspendían sus actividades al
anochecer, para el oficio de vísperas.
Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los
rniniaturistas más expertos, los rubricantes y los copistas. En cada mesa había
todo lo necesario para ilustrar y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que
algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra
pómez para alisar e1 pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que
luego se escribiría. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las
mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado
el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que
encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento. Y
algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, sólo
leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales.
Pero no tuve tiempo de observar sú trabajo, porque nos salió al encuentro el
bibliotecario, Malaquías de Hildesheim, del que ya habíamos oído hablar. Su
rostro intentaba componer una expresión de bienvenida, pero no pude evitar un
estremecimiento ante una fisonomía tan extraña. Era alto y, aunque muy
enjuto, sus miembros eran grandes y sin gracia. Avanzaba a grandes pasos,
envuelto en el negro hábito de la orden, y en su aspecto había algo inquietante.
La capucha -como venía de afuera aún la llevaba levantada- arrojaba una
sombra sobre la palidez de su rostro y confería un no sé qué de doloroso a sus
grandes ojos melancólicos. Su fisonomía parecía marcada por muchas
pasiones, y, aunque la voluntad las hubiese disciplinado, quedaban los rasgos
a los que alguna vez habían dado vida. EI rostro expresaba sobre todo
gravedad y aflicción, y los ojos miraban con tal intensidad que una ojeada
bastaba para llegar al alma del interloeutor, y para leer en ella sus
pensamientos más ocultos. Y, como esa inspección resultaba casi intolerable,
lo más cornún era que no se deseara volver a encontrar aquella mirada.
EL bibliotecario nos presentó a muchos de los monjes que estaban trabajando
en aquel momento. Malaquías nos fue diciendo también cuál era la tarea que
cada uno tenía entre manos, y admiré la profunda devoción por el saber, y por
el estudio de la palabra divina, que se percibía en todos ellos. Así, conocí a
Venancio de Salvemec, traductor del griego y del árabe, devoto de aquel
Aristóteles que, sin duda, fue el más sabio de los hombres. A Bencio de
Upsala, joven monje escandinavo que se ocupaba de retórica. A Berengario da
Arundel, el ayudante del bibliotecario. A Aymaro d'Alessandria, que estaba
copiando unos libros que sólo permanecerían algunos meses, en prestamo, en
la biblioteca. Y luego a un grupo de iluminadores de diferentes países: Patricio
de Clonmacnois, Rabano de Toledo, Magnus de Iona, Waldo de Hereford.
Enumeración que, sin duda, podría continuar, y nada hay más maravilloso que
la enumeración, instrumento privilegiado para componer las más perfectas
hipotiposis. Pero debo referirme a los temas que entonces se tocaron, no
exentos de indicaciones muy útiles para comprender la sutil inquietud que
aleteaba entre los monjes, y algo que, aunque inexpresado, estaba gresente en
todo lo que decían.
Mi maestro empezó a conversar con Malaquías alabando la belleza y el
ambiente de trabajo que se respiraba en el seriptorium y pidiéndole
informaciones sobre la marcha de las tareas que allí se realizaban, porque, dijo
con mucha cautela, en todas partes había oído hablar de aquella biblioteca y
tenía sumo interés en consultar muchos de sus libros. Malaquías le explicó lo
que ya había dicho el Abad: que el monje pedía al bibliotecario la obra que
deseaba consultar y éste iba a buscarla en la biblioteca situada en el piso de
arriba, siempre y cuando se tratase de un pedido justo y pío. Guillermo le
preguntó cómo podía conocer el nombre de los libros guardados en los
armarios de arriba, y Malaquías le mostró un voluminoso códice con unas listas
apretadísimas, que estaba sujeto a su mesa por una cadenita de oro.
Guillermo introdujo las manos en la bolsa que había en su sayo a la altura del
pecho. v extrajo un objeto que ya durante el viaje le había visto coger y ponerse
en el rostro. Era una horquilla, construida de tal modo que pudiera rnontarse en
la nariz de un hombre (sobre todo en la suya, tan prominente y aguileña) como
el jinete en el lomo de su caballo o como el pájaro en su repisa. Y, por ambos
lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas
delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas
como fondos de vaso. Con aquello delante de sus ojos, Guillerrno solía leer, y
decía que le permitía ver mejor que con los instrumentos que le había dado la
naturaleza, o, en todo caso, mejor de lo que su avanzada edad, sobre todo al
mermar la luz del día, era capaz de concederle. No los utilizaba para ver de
lejos, pues su vista aún era rnuy buena, sino para ver de cerca. Con eso podía
leer manuscritos redactados en letras pequeñísimas, que ineluso a mí me
costaba mucho descifrar. Me había explicado que, cuando el hombre supera la
mitad de la vida, aunque hasta entonces haya tenido una vista excelente, su
ojo se endurece y pierde la capacidad de adaptar la pupilá; de modo que
muchos sabios, después de haber cumplido las cincuenta primaveras, morían,
por decirlo así, para la lectura y la escritura. Tremenda desgracia para unos
hombres que habrían podido dar lo mejor de su inteligencia durante muchos
años todavía. Por eso había que dar gracias al Señar de que alguien húbiese
descubierto y fabricado aquel instrumento. Y al decírmelo pretendía ilustrar las
ideas de su Roger Bacon, quien
afirmaba que una de las metas de la ciencia era la de prolongar la vida
humana.
Los otros monjes miraron a Guillermo.con mucha curiosidad, pero no se
atrevieron a hacerle preguntas. Comprendí que, incluso en un sitio tan celosa y
orgullosamente dedicado a la lectura y escritura, aquel prodigioso instrumento
no había penetrado todavía. Y me sentía orgulloso de estar junto a un hombre
que poseía algo capaz de despertar el asombro de otros hombres famosos por
su sabiduría.
Con aquel objeto en los ojos, Guillermo se inclinó sobre las listas inseriptas en
el códice. También yo miré, y descubrimos títulos de libros desconocidos, y de
otros celebérrimos, que poseía la biblioteca.
-De pentagono Salomonis, Ars loquendi et intelligendi in lingua hebraica, De
rebus metallícis de Roger de Hereford, Algebra de AI Kuwarizmi, vertido al latín
por Roberto Anglico, las Púnicas de Silio Itálico, los Gesta francorum, De
laudibus sanctae crucis de Rabano Mauro, y Flavii Claudi Giordani de aetate
mundi et hominis reservatis singulis litteris per singulos libros ab A usque ad Z
–leyó mi maestro-. Esplendidas obras. Pero, ¿en qué orden están registradas?
-citó de un texto que yo no conocía pero que, sin duda, Malaquías tenía muy
presente-. Habeat Librarius et registrum omnzum librorum ordinatum secundum
facultates et auctores, reponeatque eos separatum et ordinate cum signaturis
per scripturam applicatis. ¿Cómo hacéis para saber dónde está cada libro?
Malaquías le mostró las anotaciones que había junto a cada título. Leí: iii, IV
gradus, V in prima graecorum; ii, V gradus, VII in tertia anglorum, etc.
Comprendí que el primer número indicaba la posición del libro en el anaquel o
gradus, que a su vez estaba indicado por el segundo número, mientras que el
tercero indicaba el armario, y también comprendí que las otras expresiones
designaban una habitación o un pasillo de la biblioteca, y me atreví a pedir más
detalles sobre esas últimas distinciones. Malaquías me miró severamente:
-Quizá no sepáis, o hayáis olvidado, que sólo el bibliotecario tiene acceso a la
biblioteca. Por tanto, es justo y suficiente que sólo el bibliotecario sepa descifrar
estas cosas.
-Pero, ¿en qué orden están registrados los libros en esta lista? -preguntó
Guillermo-. No por temas, me parece.
No se refirió al orden correspondiente a la sucesión de las letras en el alfabeto
porque es un recurso que sólo he visto utilizar en estos últimos años, y que en
aquella época era muy raro.
-Los orígenes de la biblioteca se pierden en la oscuridad del pasado más
remoto -dijo Malaquías-, y los libros están registrados según el orden de las
adquisiciones, de las donaciones, de su entrada en este recinto.
-Difíciles de encontrar --observó Guillermo.
-Basta con que el bibliotecario los conozca de memoria y sepa en qué época
llegó cada libro. En cuanto a los otros monjes, pueden confiar en la mernoria de
aquél.
Y parecía estar hablando de otra persona; comprendí que estaba hablando de
la función que en aquel momento él desempeñaba indignamente, pero que
habían desempeñado innumerables monjes, ya desaparecidos, cuyo saber
había ido pasando de unos a otros.
-Comprendo -dijo Guillermo-. Si, por ejemplo, yo buscase algo, sin saber
exactamente qué sobre el pentágono de Salomón, sabríais indicarme la
existencia del libro cuyo título acabo de leer, y podríais localizarlo en el piso de
arriba.
-Si realmente debierais aprender algo sobre el pentágono de Salomón -dijo
Malaquías-. Pero ese es precisamente un libro que no podría proporcionaros
sin antes consultar con el Abad.
-He sabido que uno de vuestros mejores miniaturistas -dijo entonces Guillermomurió
hace muy poco. E1 Abad me ha hablado de su arte. ¿Podría ver los
códices que iluminaba?
-Adelmo da Otranto -dijo Malaquías, mirando a Guillermo con desconfianza-,
dada su juventud, sólo trabajaba en los marginalia. Tenía una imaginación muy
vivaz, y con cosas conocidas sabía componer cosas desconocidas y
sorprendentes, combinando, por ejemplo, un cuerpo humano con la cerviz de
un caballo. Pero allí están sus libros. Nadie ha tocado aún su mesa.
Nos acercamos al sitio donde había trabajado Adelmo, todavía ocupado por los
folios de un salterio adornado con exquisitas miniaturas. Eran folia de finísimo
vellum –el príncipe de los pergaminos-, y el último aún estaba fijado a la mesa.
Una vez frotado con piedra pómez y ablandado con yeso, lo habían alisado con
la plana y, entre los pequeñísimos agujeritos practicados en los bordes con un
estilo muy fino, se habían trazado las líneas que servirían de guía para la mano
del artista. La primera mitad ya estaba cubierta de escri tura, y el monje había
empezado a bosquejar las figuras de los márgenes. Los otros folios en cambio,
estaban acabados, y, al mirarlos, tanto a mí como a Guillermo nos fue
imposible contener un grito de admiración. Se trataba de un salterio en cuyos
m rgenes podía verse la imagen de un mundo invertido respecto al que
estamos habituados a percibir. Como si en el umbral de un discurso que, por
definición, es el discurso de la verdad se desplegase otro discurso
profundamente ligado a aquel por sorprendentes alusiones in aenigmate, un
discurso mentiroso que hablaba de un mundo patas arriba, donde los perros
huían de las liebres y los ciervos cazaban leones. Cabecitas con garras de
pájaro, animales con manos humanas que les salían del lomo, cabezas de
cuya cabellera surgían pies, dragones cebrados, cuadrúpedos con cuellos de
serpiente llenos de nudos inextricables, monos con cuernos de ciervo, sirenas
con forma de ave y alas membranosas insertas en la espalda, hombres sin
brazos y con otros cuerpos humanos naciéndoles por detrás como jorobas, y
figuras con una boca dentada en el vientre, hombres con cabeza de caballo y
caballos con piernas de hombre, peces con alas de pájaro y pájaros con cola
de pez, monstruos de un solo cuerpo y dos cabezas o de una scla cabeza y
dos cuerpos, vacas con cola de gallo y alas de rnariposa, mujeres con la
cabeza escamada como el lomo de un pez, quimeras bicéfalas entrelazadas
con lib‚lulas de morro de lagartija, centauros, dragones, elefantes, mantícoras,
seres con pies enormes acostados en ramas de árbol, grifones de cuya cola
surgía un arquero en posición de ataque, criaturas diabólicas de cuello
interminable, series de animales antropomorfos y de enanos zoomorfos que se
mezclaban, a veces en la misma página, en una escena campestre, donde se
veía representada, con tanta vivacidad que las figuras daban la impresión de
estar vivas, toda la vida del campo, labradores, recolectores de frutas,
cosechadores, hilanderas, sembradores, junto a zorros y garduñas armadas
con ballestas que trepaban por las murallas de una ciudad defendida por
monos. Aquí una L inicial cuya rama inferior engendraba un dragón; allá una V
de verba, lanzaba como zarcillo natural de su tronco una serpiente de mil
volutas, de las que surgían a su vez otras serpientes cual pámpanos y
corimbos. Junto al salterio había un exquisito libro de horas, acabado
evidentemente hacía poco, de dimensiones tan pequeñas que hubiera podido
caber en la palma de la mano. Las letras eran reducidísimas y las miniaturas de
los márgenes apenas podían percibirse a simple vista: el ojo debía acercarse a
ellas para descubrir toda su belleza (uno se preguntaba con qué instrumento
sobrehumano las había pintado el miniaturista para conseguir efectos de tal
vivacidad en un espacio tan exiguo). Los márgenes del libro estaban totalmente
invadidos por figuras diminutas que surgían, casi como desarrollos naturales,
de las volutas en que acababa el espléndido dibujo de las letras: sirenas
marinas, ciervos
espantados; quimeras, torsos humanos sin brazos; que surgían como
lombrices del cuerpo mismo de los versículos. En un sitio, como una especie
de continuación de los tres Sanctus, Sanctus, Sanctus, repetidos en tres líneas
diferentes, se veían tres figuras animalescas con cabezas humanas, dos de las
cuales aparecían torcidas hacia arriba y hacia abajo respectivamente para
unirse en un beso que no habría dudado en calificar de inverecundo si no
hubiese estado convencido de que, aunque no evidente, debía existir una
profunda justificación espiritual para que a quella imagen figurara en ese sitio.
Examiné aquellas páginas dividido entre la admiración sin palabras y la risa,
porque, aunque comentasen textos sagrados, las figuras rnovían
necesariamente a la hilaridad. Por su parte, fray Guillermo las miraba
sonriendo, y comentó :
-Babewyn, así los Ilaman en mis islas.
-Babouins, como los llaman en las Galias -dijo Malaquías-. Y, en efecto,
Adelmo aprendió su arte en vuestro país, aunque después estudiase también
en Francia. Babuinos, o sea monos africanos. Figuras de un mundo invertido,
donde las casas están apoyadas en las puntas de las agujas y la tierra aparece
por encima del cielo.
Recordé unos versos que había escuchado en la lengua vernácula de mi tierra,
y no pude dejar de recitarlos:
Aller Wunder si geswigen,
das herde himel hat überstigen,
daz sult ir vür ein Wunder wigen.
Y Malaquías continuó, citando el mismo texto:
Erd ob un himel unter
das sult ir hân besunder.
Vür aller Wunder ein Wunder.
-SÍ, estimado Adso -continuó el bibliotecario-, estas imágenes nos hablan de
aquella región a la que se llega cabalgado sobre una oca azul, donde se
encuentran gavilanes pescando en un arroyo, osos que persiguen halcones por
el cielo, cangrejos que vuelan con las palomas, y tres gigantes cogidos en una
trampa, mientras un gallo los ataca a picotazos.
Una pálida sonrisa iluminó sus labios. Entonces, los otros monjes, que habían
seguido la conversación en actitud más bien tímida, se echaron a reír
libremente, como si hubiesen estado esperando la autorización del
bibliotecario. Este volvió a ponerse sombrío, mientras los otros seguían riendo,
alabando la habilidad del pobre Adelmo y mostrándose unos a otros las figuras
más inveroSímiles. Y fue entonces, mientras todos seguían riendo, cuando
escuchamos a nuestras espaldas una voz, solemne y grave:
-Verba vana aut risui apta non loqui.
Nos volvimos. E1 que acababa de hablar era un monje encorvado por el peso
de los años, blanco como la nieve; no me refiero sólo al pelo sino también al
rostro, y a las pupilas. Comprendí que era ciego. Aunque el cuerpo se encogía
ya por el peso de la edad, la voz seguía siendo majestuosa, y los brazos y
manos poderosos. Clavaba los ojos en nosotros como si nos estuviese viendo,
y siempre, también en los días que siguieron, lo vi moverse y hablar como si
aún poseyese el don de la vista. Pero el tono de la voz, en cambio, era el de
alguien que sólo estuviese dotado del don de la profecía.
-E1 hombre que estáis viendo, venerable por su edad y por su saber -dijo
Malaquías a Guillermo señalando al recién llegado-, es Jorge de Burgos. Salvo
Alinardo da Grottaferrata, es la persona de más edad que vive en el
monasterio, y son muchísimos los monjes que le confían la carga de sus
pecados en el secreto de la confesión –se volvió hacia el anciano y dijo -. El que
está ante vos es fray Guillermo de Baskerville, nuestro huésped.
-Espero que mis palabras no os hayan irritado –dijo el viejo en tono brusco-. He
oído a unas personas que reían de cosas risibles y les he recordado uno de los
principios de nuestra regla. Y, como dice el salmista, si el monje debe
abstenerse de Ios buenos discursos por el voto de silencio, con mayor razón
debe sustraerse a los malos discursos. Y así como existen malos discursos
existen malas imágenes. Y son las que mienten acerca de la forma de la
creación y muestran el mundo al revés de lo que debe ser, de lo que siempre
ha sido y, de lo que seguirá siendo por los siglos de los siglos hasta el fin de los
tiempos. Pero vos venís de otra orden, donde me dicen que se ve con
indulgencia incluso el alborozo más inoportuno.
Aludía a lo que comentaban los benedictinos de las extravagancias de San
Francisco de Asís, y quizá también de las extravagancias atribuidas a los
fraticelli y a los espirituales de toda laya que constituían los retoños más
recientes y más incómodos de la orden franciscana. Pero fray Guillermo fingió
no haber comprendido la insinuación.
-Las imágenes marginales suelen provocar sonrisas, pero tienen una finalidad
edificante -respondió-. Así como en los sermones para estimular la imaginación
de las muchedumbres piadosas es pertinente insertar exempla, muchas veces
divertidos, también el discurso de las imágenes debe
permitirse estas nugae. Para cada virtud y para cada pecado puede hallarse un
ejemplo en los bestiarios, y los animales permiten representar el mundo de los
hombres.
-¡Oh, sí! -se burló el anciano, pero sin sonreír-, toda imagen es buena para
estimular la virtud, para que la obra maestra de la creación, puesta patas
arriba, se convierta en objeto de risa. ¡Así la palabra de Dios se manifiesta en
el asno que toca la lira, en el cárabo que ara con el escudo, en los bueyes que
se uncen sólos al arado, en los ríos que remontar sus cursos, en el mar que se
incendia, en el lobo que se vuelve eremita! ¡Salid a cazar liebres con los
bueyes, que las lechuzas os enseñen la gramática, que los perros muerdan a
las pulgas, que los ciegos miren a los mudos y que los mudos pidan pan, que la
hormiga saque a pastar al ternero, que vuelen los pollos asados, que las
hogazas crezcan en los techos, que los papagayos den clase de retórica, que
las gallínas fecunden a los gallos, poned el carro delante de los bueyes, que el
perro duerma en la cama y que todos caminen con las piernas en alto! ¿Qué
quieren todas estas nugae? ¡Un mundo invertido y opuesto al que Dios ha
establecido, so pretexto de enseñar los preceptos divinos!
-Pero el Areopagita enseña -dijo con humildad Guillermo- que Dios sólo puede
ser nombrado a través de las cosas más deformes. Y Hugue de Saint Victor
nos recordaba que cuanto más disímil es la comparación, mejor se revela la
verdad bajo el velo de figuras horribles e indecorosas, y menos se place la
imaginación en el goce carnal, viéndose así obligada a descubrir los misterios
que se ocultan bajo la torpeza de las imágenes. . .
-¡Conozco ese argumento! Y admito con vergüenza que ha sido el argumento
fundamental de nuestra orden en la época en que los abades cluniacenses
luchaban con los cistercienses. Pero San Bernardo tenía razón: poco a poco el
hombre que representa monstruos y portentos de la naturaleza para realzar las
eosas de Dios per speculum et in aenigmate se aficiona a la naturaleza misma
de las
monstruosidades que crea y se deleita en ellas y por ellas y acaba viendo sólo
a través de ellas. Basta con que miréis, vosotros que aún tenéis vista, los
capiteles de vuestro claustro -y señaló con la mano hacia fuera de las
ventanas, en dirección a la iglesia-, ¿qué significan esas monstruosidades
ridículas, esas hermosuras deformes y esas deformidades hermosas,
desplegadas ante los ojos de los monjes consagrados a la meditación? Esos
monos sórdidos. Esos leones, esos centauros, esos seres semihnmanos con la
boca en el vientre, con un solo pie, con orejas en punta. Esos tigres de piel
jaspeada, esos guerreros luchando, esos cazadores que soplan el cuerno, y
esos cuerpos múltiples con una sola cabeza y esas muchas cabezas con un
solo cuerpo. Cuadrúpedos con cola de serpiente, y peces con cabeza de
cuadrúpedo, y aquí un animal que por delante parece caballo y por detrás
macho cabrío, y allá un equino con cuernos y ¡ea! al monje ya le agrada más
leer los mármoles qué los manuscritos, y admira las obras del hombre en lugar
de meditar sobre las leyes de Dios. ¡Vergüenza deberíais sentir por el deseo de
vuestros ojos y por vuestras sonrisas!
E1 anciano imponente se detuvo. Jadeaba. Admiré la vivida memoria con que,
quizá después de tantos años de ceguera, recordaba las imágenes cuya
deformidad estaba describiendo. Llegué a sospechar, inc luso, que, si aún podía
hablar de ellas con tanto apasionamiento, era porque en la época en que las
había contemplado no era improbable que hubiese sucumbido a su seducción.
Pues con frecuencia he encontrado las representaciones más seductoras del
pecado precisamente en las páginas de los hombres más virtuosos, que
condenaban su fascinación y sus efectos. Signo de que esas hombres son tan
fogosos en el testimonio de la verdad, que por amor a Ilios no vacilan en
atribuir al mal todos los encantos con que éste se envuelve, para que los
hombres conozcan mejor las artes que utiliza el maligno para seducirlos. Y, en
efecto, las palabras de Jorge despertaron en mí un gran deseo de ver los tigres
y los monos del claustro, que aún no había examinado. Pero Jorge interrumpió
el curso de mis ideas porque, ya menos excitado, retomó la palabra.
-Nuestro Señor no necesitó tantas necedades para indicarnos el recto camino.
En sus parábolas nada hay que mueva a risa o que provoque miedo. Adelmo,
en cambio, cuya muerte ahora lloráis, gozaba tanto con las monstruosidades
que pintaba, que había perdido de vista aquellas cosas últimas cuya imagen
material debían representar. Y recorrió todos, digo todos -su voz se volvió
solemne y amenazadora-, los senderos de la monstruosidad. O sea que Dios
sabe castigar.
Sobre los presentes cayó un silencio embarazoso. Se atrevió a quebrarlo
Venancio de Salvemec.
-Venerable Jorge -dijo-, vuestra virtud os hace ser injusto. Dos días antes de la
muerte de Adelmo, presenciasteis una discusión erudita que se desarralló
precisamente en este scriptorium. Adelmo, que se permitía representar seres
extravagantes y fantásticos, se preocupaba, sin embargo, de que su arte
cantase la gloria de Dios, y fuese un instrumento para conocer las cosas
celestes. Hace un momento fray Guillermo citaba al Areopagita a propósito del
conocimiento a través de la deformidad. Y Adelmo citó en aquella ocasión a
otra autoridad eminentísima, la del doctor de Aquino, cuando dijo que conviene
que las cosas divinas se representen más en la figura de los cuerpos viles que
en la figura de los cuerpos nobles. Primero, porque así el alma humana se
libera más fácilmente del error. En efecto, resulta claro que ciertas propiedades
no pueden atribuirse a las cosas divinas, mientras que, tratándose de
representaciones a través de la figura de cuerpos nobles, esa imposibilidad ya
no sería tan evidente. Segundo, porque este tipo de representación conviene
más al conocimiento de Dios que tenemos en esta tierra: en efecto, se nos
manifiesta más en lo que no es que en lo que es, y por eso las comparaciones
con las cosas que más lejos están de Dios nos
permiten llegar a una idea más exacta de él, porque de ese modo sabemos que
está por encima de lo que decimos y pensamos. Y, en tercer lugar, porque así
las cosas de Dios se esconden mejor de las personas indignas. En suma, lo
que discutíamos era cómo se puede descubrir la verdad a través de
expresiones sorprendentes, ingeniosas y enigmáticas. Y yo le recordé que en
la obra del gran Aristóteles había encontrado palabras bastante claras en ese
sentido. . .
-No recuerdo -lo interrumpió con sequedad Jorge-, soy muy viejo. No recuerdo.
Tal vez he sido demasiado severo. Ahora es tarde, debo marcharme.
-Es raro que no recordéis -insistió Venancio-. Fue una discusión muy sabia y
muy bella, en la que tarnbién intervinieron Bencio y Berengario. En efecto, se
trataba de saber si las metáforas, los juegos de palabras y los enigmas, que los
poetas parecen haber imaginado sólo para deleitarse, pueden incitar a una
reflexión distinta y sorprendente sobre las cosas, y yo decía que el sabio
también debe poseer esa virtud... Y también estaba Malaquías. . .
-Si el venerable Jorge no recuerda, respeta su edad y la fatiga de su mente...
por lo demás, siempre tan viva -intervino uno de los monjes que asístían a la
discusión.
La frase había sido pronunciada con tono agitado, al menos inicialmente,
porque, queriendo justificar la respetabilidad de Jorge, su autor había puesto en
evidencia una debilidad del anciano, por lo que refrerió el ímpetu de su
intervención y acabó casi en un susurro que sonó como un pedido de excusas.
EI que había hablado era Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario.
Era un joven de rostro pálido, y al observarlo recordé lo que había dicho
Ubertino de Adelmo: sus ojos parecían los de una mujer lasciva. Amedrentado
por las miradas de todos; que entonces se posaron en él, se retorcía los dedos
de las manos como si intentase sofrenar una tensión íntima.
La reacción de Venancio fue muy extraña. Miró de tal modo a Berengario que
éste bajó los ojos:
-Muy bien, hermano -dijo-, si la memoria es un don de Dios, también la
capacidad de olvido puede ser encomiable, y debe respetarse. Y yo la respeto
en el anciano hermano con quien hablaba. De ti esperaba un recuerdo más
vivo de lo que sucedió estando aquí reunidos con tu queridísimo amigo...
No sabría decir si Venancio pronunció con especial énfasís la palabra
<>. El hecho es que advertí la sensación de incomodidad que se
apoderó de los asístentes. Cada uno miraba hacia otro lado y nadie miraba a
Berengario, que se cubrió de rubor. De pronto intervino Malaquías, y dijo con
tono de autoridad:
-Venid, fray Guillermo, os mostrar‚ otros libros interesantes.
E1 grupo se deshizo. Vi que Berengario echaba a Venancio una mirada
cargada de rencor, y que Venancio se la devolvía, desafiándolo sin palabras.
A1 advertir que el anciano Jorge se alejaba, movido por un sentido de
respetuosa reverencia, me incliné para besar su mano. E1 anciano recibió el
beso, posó su mano sobre mi cabeza y preguntó quién era. Cuando le hube
dicho mi nombre, se
le iluminó el rostro.
-Llevas un nombre grande y muy bello -dijo-. Sabes quién fue.Adso de Montieren-
Der? -preguntó. Confieso que no lo sabía. Y el mismo Jorge respondió-: Fue
el autor de un libro grande y tremendo, el Libellus de Antichristo, donde
profetizó lo que habría de suceder... pero no lo escucharon como merecía.
-E1 libro fue escrito antes del milenio -dijo Guillermo- y esos hechos no se
produjeron. . .
-Para el que no tiene ojos para ver -dijo el ciego-. Las vías del Anticristo son
lentas y tortuosas. Llega cuando no lo esperamos; no porque el cálculo del
apóstol esté errado, sino porqne no hemos aprendido el arte en que ese cálculo
se basa -y gritó, en voz muy alta, volviendo el rostro hacia la sala, y con una
sonoridad que retumbó en las bóvedas del scriptorium -. ¡Ya llega! ¡No perdáis
los últimos días riéndoos de los monstruitos de piel jaspeada y cola retorcida!
¡No desperdiciéis los últimos siete días!
Primer día
VISPERAS
Donde se visita el resto de la abadía, Guillermo extrae algunas conclusiones
sobre la muerte de Adelmo, y se habla con el hermano vidriero sobre los vidrios
para leer y sobre los fantasmas para los que quieren leer demasiado.
En aquel momento llamaron a vísperas y los monjes se dispusieron a
abandonar sus mesas. Malaquías nos dio a entender que también nosotros
debíamos marcharnos. E1 y su ayudante, Berengario, se quedarían para poner
todo en orden y (así se expresó) preparar la biblioteca para la noche. Guillermo
le preguntó si después cerraría las puertas.
-No hay puertas que impidan el acceso al scriptorium desde la cocina y el
refectorio, ni a la biblioteca desde el scriptorium. Más fuerte que cualquier
puerta ha de ser la interdicción del Abad. Y los monjes deben utilizar la cocina y
el refeetorio hasta completas. Llegado ese momento, para impedir que algún
extraño o algún animal, para quienes no vale la interdicción, pueda entrar en el
Edificio, yo mismo cierro las puertas de abajo, que conducen a las cocinas y al
refectorio, y a partir de esa hora el Edificio queda aislado.
Bajamos. Mientras los rnonjes se dirigían hacia el coro, mi maestro decidió que
el Señor nos perdonaría que no asistiéramos al oficio divino (¡el Señor tuvo que
perdonarnos muchas cosas en los días que siguieron!) y me propuso que
recorriéramos la meseta para familiarizarnos con el sitio.
Salimos por la cocina y atravesamns el cementerio: había lápidas más
recientes, y otras signadas por el paso del tiempo, que hablaban de las vidas
de monjes desaparecidos hacía siglos. Las tumbas, con sus cruces de piedra,
no llevaban nombres.
E1 tiempo empezaba a ponerse feo. Se había levantado un viento frío y un velo
de niebla cubrió el cielo. E1 ocaso se adivinaba detrás de los huertos y la
oscuridad invadía ya la parte oriental, hacia la que nos dirigimos pasando junto
al coro de la iglesia para llegar al fondo de la meseta. Allí, casi contra la
muralla, donde ésta tocaba el torreón oriental del Edificio, se encontraban los
chiqueros, y vimos a los porquerizos que estaban tapando la tinaja donde
habían vertido la sangre de los cerdos. Advertimos que detrás de los chiqueros
la muralla era más baja y permitía asomarse al exterior. A1 pie de la muralla, el
terreno, cuya pendiente era muy pronunciada, estaba cubierto por un terrado
que la nieve no lograba disimular totalmente. Comprendí que se trataba del
estercolero: desde donde estábamos se arrojaban los detritos, que llegaban
hasta el recodo donde empezaba el sendero por el que se había venturado
Brunello en su huida. Digo estiércol porque se trataba de un gran vertedero de
materia hedionda, cuyo olor subía hasta el parapeto por el que me asomaba.
Sin duda los campesinos accedían al estercolero por la parte. Inferior y
utilizaban aquellos detritos en sus campos. Además de las deyecciones de los
animales y de los hombres, había otros desperdicios sólidos, todo el flujo de
materias muertas que la abadía expelía de su cuerpo para mantenerse pura y
diáfana en su relación con la cima de la monlaña y con el cielo.
En los establos de al lado los arrieros estaban llevando los animales hacia sus
pesebres. Recorrimos el camino bordeado del lado de la muralla por los
distintos establos, y, a la derecha, a espaldas del coro, por el dormitorio de los
monjes y, después, por las letrinas. Donde la muralla doblaba hacia el sur, justo
en el ángulo, estaba el edificio de la herrería. Los últimos herreros estaban
acomodando sus herramientas y apagando las fraguas, para acudir al oficio
divino. Guillermo mostró curiosidad por conocer una parte de los talleres,
separada casi del resto, donde un monje estaba acomodando sus
herramientas. En su mesa se veia una bellísima colección de vidríos
multicolores. Eran de dimensiones pequeñas, pero contra la pared había hojas
más grandes. Ante él había un relicario, todavía sin acabar, pero en cuya
armazón de plata ya había empezado a engastar vidrios y otras piedras,
valiéndose de sus instrumentos para reducirlos a las dimensiones de una
gema.
Así fue como conocimos a Nicola da Morimondo, el maestro vidriero de la
abadía. Nos explicó que en la parte de atrás de la herrería también se soplaba
el vidrio, mientras que en la parte de delante, donde estaban los herreros, se
unían los vidrios con tiras de plomo para hacer vidrieras. Pero, añadió, la gran
obra de vidriería, que adornaba la iglesia y el Edificio, ya se había realizado
hacía
más de dos siglos. Ahora sólo se hacían trabajos menores, o reparaciones
exigidas por el paso de los años.
-Y a duras penas -añadió-, porque ya no se consiguen los colores de antes,
sobre todo el azul, que aún podéis admirar en el coro, cuya transparencia es
tan perfecta que cuando el sol está alto derrama en la nave una luz
paradi siaca. Los vidrios de la parte occidental de la nave, renovados hace
poco, no tienen aquella calidad, y eso se ve en los días de verano. Es inútil, ya
no tenemos la sabiduría de los antiguos, ¡se acabó la época de los gigantes!
-Somos enanos -admitió Guillermo-, pero enanos subidos sobre los hombros
de aquellos gigantes, y, aunque pequeños, a veces logramos ver más allá de
su horizonte.
-¡Dime en qué los superamos! -exclamó Nicola-. Cuando bajes a la cripta de la
iglesia, donde se guarda el tesoro de la abadía, verás relicarios de tan exquisita
factura que el adefesio que miserablemente estoy construyendo -y señaló su
obra encima de la rnesa- ¡te parecerá una burda imitación!
-No está escrito que los maestros vidrieros deban seguir haciendo ventanas y
los orfebres relicarios, si los maestros del pasado han sabido producirlos tan
bellos y destinados a durar muchos siglos. Si no, la tierra se llenaría de
relicarios, en una época tan poco prolífica en santos de donde obtener reliquias
-dijo bromeando Guillerrno-. Y no se seguirá eternamente soldando vidrios
para las ventanas. Pero he visto en varios países cosas nuevas que se hacen
con vidrio, y me han sugerido la idea de un mundo futuro en que el vidrio no
sólo está al servicio de los oficios divinos; sino que se use también para auxiliar
las debilidades del hombre. Quiero que veas una obra de nuestra época, de la
que me honro en poseer un utilísimo ejemplar.
Metió las manos en el sayo y extrajo sus lentes, que dejaron sorprendido a
nuestro interlocutor.
Nicola cogió la horquilla que Guillermo le ofrecía. La observó con gran interés,
y exclamó:
-¡Oculi de vitro cum capsula! ¡Me habló de ellas cierto fray Giordano que conocí
en Pisa! Decía que su invención aún no databa de dos décadas. Pero ya han
transcurrido otras dos desde aquella conversación.
-Creo que se inventaron mucho antes -dijo Guillermo-, pero son difíciles de
fabricar, y para ello se requieren maestros vidrieros muy expertos. Exigen
mucho tiempo y mucho trabajo. Hace diez años un par de estos Viteri ab oculis
ad legendum se vendieron en Bolonia por seis sueldos. Hace más de una
decada el gran maestro Salvirio degli Armatí me regajó un par, y durante todos
estos años los he conservado celosamente como si fuesen, como ya lo son,
parte de mi propio cuerpo.
-Espero que uno de estos días me los dejéis examinar. No me disgustaría
fabricar otros similares -dijo emocionado Nicola.
-Por supuesto -consintió Guillermo-, pero ten en cuenta que el espesor del
vidrio debe cambiar según el ojo al que ha de adaptarse, y es necesario probar
con muchas de estas lentes hasta escoger la que tenga el espesor adecuado al
ojo del paciente.
-¡Qué maravilla! -seguía diciendo Nicola-. Sin embargo, muchos hablarían de
brujería y de manipulación diabólica. . .
-Sin duda, puedes hablar de magia en estos casos -admitió Guillermo-. Pero
hay dos clases de magia. Hay una magia que es obra del diablo y que se
propone destruir al hombre mediante artificios que no es lícito mencionar. Pero
hay otra magia que es obra divina, ciencia de Dios que se manifiesta a trav‚s de
la ciencia del hombre, y que sirve para transformar la naturaleza, y uno de
cuyos fines es el de prolongar la misma vida del hombre. Esta última magia es
santa, y los sabios deberán dedicarse cada vez más a ella, no sólo para
descubrir cosas nuevas, sino también para redescubrir muchos secretos de la
naturaleza que el saber divino ya había revelado a los hebreos, a los griegos, a
otros pueblos antiguos e, incluso hoy, a los infieles (¡no te digo cuántas cosas
maravillosas de óptica y ciencia de la visión se encuentran en los libros de
estos últimos!). Y la ciencia cristiana deber recuperar todos estos
conocimientos que poseían los paganos y poseen los infieles tamquam ab
iniustis possessoribus.
-Pero, ¿por qué los que poseen esa ciencia no la comunican a todo el pueblo
de Dios?
-Porque no todo el pueblo de Dios está preparado para recibir tantos secretos,
y a menudo ha sucedido que los depositarios de esta ciencia fueron
confundidos con magos que habían pactado con el diablo, pagando con sus
vidas el deseo que habían tenido de compartir con los demás su tesoro de
conocimientos. Yo mismo, durante los procesos en que se acusaba a alguien
de mantener comercio con el diablo, tuve que evitar el uso de estas lentes, y
recurrí a secretarios dispuestos a leerme los textos que necesitaba conocer,
porque, en caso contrario, como la presencia del demonio era tan ubicua que
todos respiraban, por decirlo así, su olor azufrado, me habrían tomado por un
amigo de los acusados. Además, como advertía el gran Roger Bacon, no
siempre los secretos de la ciencia deben estar al alcance de todos, porque
algunos podrían utilizarlos para cosas malas. A menudo el sabio debe hacer
que pasen por mágicos libros que en absoluto lo son, que sólo contienen buena
ciencia, para protegerlos de las miradas indiscretas.
-¿Temes, pues, que los simples puedan hacer mal uso de esos secretos? -
preguntó Nicola.
-En lo que se refiere a los simples, sólo temo que se espanten, al confundirlos
con aquellas obras del demonio que con excesiva frecuencia suelen pintarles
los predicadores. Mira, he conocido médicos habilísimos que habían destilado
medicinas capaces de curar en el acto una enfermedad. Pero suministraban su
ungüento o infusión a los simples, pronunciando al mismo tiempo palabras
sagradas, o salmodiando frases que parecían plegarias. No lo hacían porque
estas últimas tuviesen virtudes curativas, sino para que los simples, creyendo
que la curación procedía de la plegaria, tragasen la infusión o se pusiesen el
ungüento, y se curasen sin prestar excesiva atención a su fuerza efectiva. Y
además para que el ánimo, estimulado por la confianza en la fórmula devota,
estuviese mejor dispuesto para acoger la acción corporal de la medicina. Pero
a menudo los tesoros de la ciencia deben defenderse, no de los simples, sino
de los sabios. En la actualidad se fabrican máquinas prodigiosas, de las que
algún día te hablaré, mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el
curso de la naturaleza. Pero, ¡ay! si cayesen en manos de hombres que las
usaran para extender su poder terrenal y saciar su ansia de posesión. Me han
dicho que en Catay un sabio ha mezclado un polvo que, en contacto con el
fuego, puede producir un gran estruendo y una gran llama, destruyendo todo lo
que est alrededor, a muchas brazas de distancia. Artificio prodigioso si fuese
utilizado para desviar el curso de los ríos o para deshacer la roca cuando hay
que roturar nuevas tierras. Pero, ¿y si alguien lo usase para hacer daño a sus
enemigos?
-Quizá fuese bueno, si se tratara de enemigos del pueblo de Dios -dijo
devotamente Nicola.
-Quizá -admitió Guillermo-. Pero, ¿cuál es hoy el enemigo del pueblo de Dios?
¿EI emperador Ludovico o el papa Juan?
-¡Oh, Señor! -dijo asustado Nicola-, ¡no quisiera tener que decidir yo solo un
asunto tan doloroso!
-¿Ves? A veces es bueno que los secretos sigan protegidos por discursos
oscuros. Los secretos de la naturaleza no se transportan en pieles de cabra o
de oveja. Dice Aristóte les en el libro de los secretos que cuando se comunican
demasiados arcanos de la naturaleza y del arte se rompe un sello celeste, y
que ello puede ser causa de no pocos males. Lo que no significa que no haya
que revelar nunca los secretos, sino que son los sabios quienes han de decidir
cuándo y cómo.
-Por eso es bueno que en sitios como éste -dijo Nicola-, no todos los libros
estén al alcance de todos.
-Esa es otra historia -dijo Guillermo-. Se puede pecar por exceso de locuacidad
y por exceso de reticencia. No quise decir que haya que esconder las fuentes
del saber. Pienso, incluso, que está muy mal hacerlo. Lo que quise decir es
que, tratándose de arcanos capaces de engendrar tanto el bien como el mal, el
sabio tiene el derecho y el deber de utilizar un lenguaje oscuro, sólo
comprensible para sus pares. El camino de la ciencia es difícil, y es difícil
distinguir en él lo bueno de lo malo. Y muchas veces los sabios de estos
nuevos tiempos sólo son enanos subidos sobre los hombros de otros enanos.
La amable conversación con mi maestro debía de haber predispuesto a Nicola
para las confidencias, porque, haciéndole un guiño (como para decirle: yo y tú
nos entendemos porque hablamos de las mismas cosas), dijo a modo de
alusión :
-Sin embargo, allí -y señaló el Edificio-, los secretos de la ciencia están bien
custodiados mediante artificios mágicos. . .
-¿Sí? -dijo Guillermo aparentando indiferencia-. Puertas atrancadas, severas
prohibiciones, amenazas, supongo.
-¡Oh, no! Más que eso. . .
-¿Qué, por ejemplo?
-Bueno, no lo sé con exactitud, yo no me ocupo de libros sino de vidrios, pero
en la abadía circulan historias extrañas. . .
-¿Qué tipo de historias?
-Extrañas. Por ejemplo, acerca de un monje que durante la noche quiso
aventurarse en la biblioteca, para buscar un libro que Malaquías se había
negado a darle, y vio serpientes, hombres sin cabeza, y otros con dos cahezas.
Por poco salió loco del laberinto. . .
-¿Por qué hablas de magia y no de apariciones diabólicas?
-Porque aunque sólo sea un pobre maestro vidriero no soy tan ignorante. E1
diablo (¡Dios nos proteja!) no tienta a un monje con serpientes y hombres
bicéfalos. En todo caso lo hace con visiones lascivas, como las que asaltaban a
los padres del desierto. Además, si es malo acceder a ciertos libros, ¿por qué
el diablo impediría que un monje obrase mal?
-Me parece un buen entimemá -admitió mi maestro.
-Por último, cuando ajusté las vidrieras del hospital me entretuve hojeando
algunos de los libros de Severino. Había un libro de secretos, escritos, creo,
por Alberto Magno. Me atrajeron algunas miniaturas curiosas, y leí ciertas
páginas donde se describía el modo de untar la mecha de una lámpara de
aceite para que el humo que de ella se desprenda provoque visiones. Habrás
advertido, o todavía no, porque este es tu primer día en el monasterio, que
dutante la noche el piso superior del Edificio está iluminado. En algunos sitios
se percibe una luz muy tenue a través de las ventanas. Muchos se han
preguntado que puede ser, y se ha hablado de fuegos fatuos, o de las almas de
los rnonjes bibliotecarios que después de muertos regresan para visitar su
reino. Aquí hay muchos que aceptan esta explicación. Yo pienso que se trata
de lámparas preparadas para provocar visiones. Sabes, si tomas grasa de la
oreja de un perro y untas con ella la mecha, el que respira el humo de esa
lámpara creerá que tiene cabeza de perro, y si alguien se encuentra a su lado
lo verá con cabeza de perro. Y hay otro ungüento que hace sentir grandes
como elefantes a los que están cerca de la lámpara. Y con los ojos de un
murcielago y de dos peces cuyo nombre no recuerdo, y la hiel de un lobo,
puedes hacer que la mecha al arder te provoque visiones de los animales que
has utilizado. Y con la cola de la lagartija provocas visiones en las que todo
parece de plata, y con la grasa de una serpiente negra y un trozo de mortaja la
habitación parecerá llena de serpientes. Estoy seguro. En la biblioteca hay
alguien muy astuto. . .
-Pero, ¿no podrían ser las almas de los bibliotecarios muertos las que hacen
esas brujerías?
Nicola quedó perplejo e inquieto:
-En eso no había pensado. Quizá sea así. Dios nos proteja. Es tarde, ya ha
empezado el oficio de vísperas. Adiós.
Y se dirigió hacia la iglesia.
Seguimos caminando hacia el sur: a la derecha el albergue de los peregrinos y
la sala capitular con el jardín; a la izquierda los trapiches, el molino, los
graneros, los almacenes, la casa de los novicios. Y todos a toda prisa hacia la
iglesia.
-¿Qué pensáis de lo que ha dicho Nicola? -pregunté.
-No sé. En la biblioteca sucede algo, y no creo que sean las almas de los
bibliotecarios muertos. . .
-¿Por qué?
-Porque supongo que han sido tan virtuosos que ahora están en el reino de los
cielos contemplando el rostro de la divinidad, si esta respuesta te satisface. En
cuanto a las lámparas, si las hay, ya las veremos. Y en cuanto a los ungüentos
de que hablaba nuestro vidriero, existen maneras más fáciles de provocar
visiones, y Severino las conoce muy bien, como pudiste comprobar esta misma
tarde. Lo cierto es que en la abadía se desea que nadie entre por la noche en
la biblioteca, y que, en cambio, muchos han intentado, o. intentan, hacerlo.
-¿Y qué tiene que ver nuestro crimen con este asunto?
-¿Crimen? Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que Adelmo se
suicidó.
-¿Por qué lo haría?
-¿Recuerdas esta mañana cuando reparé en el estercolero? Al subir por la
vuelta del camino que pasa bajo el torreón oriental había observado signos de
un derrumbamiento: o sea que una parte del terreno, más o menos en el sitio
donde se acumula el estiercol, estaba derrumbada hasta el pie de dicho
torreón. Por eso esta tarde, cuando miramos desde arriba, vimos el estiercol
poco cubierto de
nieve, o apenas cubierto por la última de ayer, y no por la de los días
anteriores. En cuanto al cadáver de Adelmo, el Abad nos ha dicho que estaba
destrozado por las rocas, y al pie del tórreón oriental los pinos empiezan justo
donde acaba la construcción. En cambio, Sí hay rocas en el sitio donde acaba
la muralla: forman una especie de escalón desde el que cae el estiercol.
-¿Entonces?
-Entonces piensa si acaso no sería más... ¿cómo decirlo?... menos oneroso
para nuestra mente pensar que Adelmo, por razones que aún debemos
averiguar, se arrojó sponte sua por el parapeto de la muralla, rebotó en las
rocas y ya muerto o herido, se precipitó hacia el montón de estiercol. Después,
el huracán de aquella noche provocó un derrumbamiento que arrastró el
estiércol, parte del terreno y también el cuerpo del pobrecillo hasta el pie del
torreón oriental.
-¿Por qué decís que ésta es una solución menos onerosa para nuestra mente?
-Querido Adso, no conviene multiplicar las explicaciones y las causas mientras
no haya estricta necesidad de hacerlo. Si Adelrno cayó desde el torreón
oriental es preciso.que haya penetrado en la biblioteca, que alguien lo haya
golpeado primero para que no opusiese resistencia, que éste haya encontrado
la manera de subir con su cuerpo a cuestas hasta la ventana, que la haya
abierto y haya
arrojado por ella al infeliz. Con mi hipótesis, en cambio, nos basta Adelmo, su
voluntad y un derrumbamiento del terreno. Todo se explica utilizando menor
número de causas.
-Pero, ¿por qué se habría matado?
-Pero, ¿por qué lo habrían matado? En cualquiera de los dos casos, hay que
buscar las razones. Y no me cabe la menor duda de que existen. En el Edificio
se respira un aire de reticencia, todos nos ocultan algo. Por de pronto ya
hemos recogido algunas insinuaciones, en realidad bastante vagas, acerca de
cierta relación extraña que existía entre Adelmo y Berengario. O sea que
hemos de vigilar al ayudante del bibliotecario.
Mientras hablábamos, acabó el oficio de vísperas. Los sirvientes regresaban a
sus viviendas antes de retirarse a cenar; los monjes se dirigían al refectorio. E1
cielo ya estaba oscuro y empezaba a nevar. Una nieve ligera, de pequeños
copos blandos, que continuaría, creo, durante gran parte de la noche, porque a
la mañana siguiente toda la meseta, como diré, apareció cubierta por un manto
de blancura.
Tenía hambre y acogí con alivio la propuesta de ir al comedor.
Primer día
COMPLETAS
Donde Guillermo y Adso disfrutan de la amable hospitalidad del Abad y de la
airada conversación de Jorge.
Grandes antorchas iluminaban el refectorio. Los monjes ocupaban una fila de
mesas, dominada por la del Abad que estaba dispuesta perpendicularmente
sobre un amplio estrado. En el lado opuesto había un púlpito, donde ya estaba
instalado el monje que haría la lectura durante la cena. EI Abad nos esperaba
junto a una fuentecilla con un paño blanco para secarse las manos después del
lavado, de acuerdo con los antiquísimos consejos de San Pacomio.
El Abad invitó a Guillermo a su mesa y dijo que por aquella noche, dado que
también yo acababa de llegar, gozaría del mismo privilegio, aunque fuese un
novicio benedictino. En los días sucesivos, me dijo con tono paternal, podría
sentarme con los monjes, o, si mi, maestro me encargaba alguna tarea, pasar
antes o después de las comidas por la cocina, donde los cocineros se
ocuparían de mí.
Ahora los monjes estaban de pie junto a las mesas, inmóviles, con la capucha
sobre el rostro y las manos bajo el escapulario. El Abad se acercó a su mesa y
pronunció el Benedicte. Desde el púlpito el cantor entonó el Edent pauperes. El
Abad dio su bendición y todos tomaron asíento.
La regla de nuestro fundador preve una comida bastante sobria, pero deja al
Abad en libertad de decidir cuanto alimento necesitan de hecho los monjes. Por
otra parte, en nuestras abadías reina una gran tolerancia respecto a los
placeres de la mesa. No hablo de las que, desgraciadamente, se han
convertido en cuevas de glotones; pero, incluso las que se inspiran en criterios
de penitencia y virtud, proporcionan a los monjes, dedicados casi siempre a
pesadas tareas intelectuales, una alimentación no excesivamente refinada pero
sí sustanciosa. Por otra parte, la mesa del Abad siempre goza de cierto
privilegio, entre otras razones porque no es raro que acoja huéspedes
importantes, y las abadías están orgullosas de los productos de su tierra y de
sus establos, así como de la pericia de sus cocineros.
La comida de los monjes se desarrolló en silencio, como de costumbre, y cada
uno se comunicaba con los otros mediante el habitual alfabeto de los dedos.
Una vez que los platos destinados a todos pasaban por la mesa del Abad, los
primeros en ser servidos eran los novicios y los monjes más jóvenes.
En la mesa del Abad estaban sentados con nosotros Malaquías, el cillerero, y
los dos monjes más ancianos, Jorge de Burgos, el anciano ciego que ya había
conocido en el scriptorium, y el viejísimo Alinardo da Grottaferrata: casi
centenario, cojo y de aspecto frágil, me pareció que estaba ido. De él nos dijo
el Abad que había hecho su noviciado en la abadía y que desde entonces vivía
en ella, de modo que era capaz de recordar hechos ocurridos al menos
ochenta años antes. Esto nos lo dijo al principio, en voz baja, porque después
se atuvo a la usanza de nuestra orden y escuchó en silencio el desarrollo de la
lectura. Pero, como ya he dicho, en la mesa del Abad cabían ciertas libertades,
y tuvimos ocasión de alabar los platos que nos ofrecieron, al tiempo que el
Abad celebraba la calidad de su aceite o de su vino. En cierto momento, al
servirnos de beber, nos recordó, incluso, aquellos pasajes de la regla donde el
santo fundador señala que, sin duda, el vino no conviene a los monjes,.pero,
como es imposible impedir la bebida a los monjes de nuestro tiempo, al menos
debe evitarse que beban hasta la saciedad, porque el vino vuelve apóstatas
incluso a los sabios, como recuerda el Eclesiástico. Benito decía: “en nuestros
tiempos”, y se refería a los suyos, ya tan lejanos. Imaginemos los tiempos en
los que transcurrió aquella cena en la abadía, después de tantos años de
decadencia moral (¡y no hablo de los míos, de los tiempos en que escribo esta
historia, con la diferencia de que aquí, en Melk, lo que más corre es la
cerveza!): o sea que se bebió sin exagerar, pero también sin privarse del gusto.
Comimos carne al asador, cerdos recién matados, y advertí que para los otros
platos no se usaba grasa de animales ni aceite de colza, sino buen aceite de
oliva, que procedía de los terrenos abaciales situados al pie de la montaña, del
lado del mar. EI Abad nos hizo probar el pollo (reservado para su mesa) que
había visto preparar en la cocina. Observé, detalle bastante raro, que también
disponía de una horquilla metálica, cuya forma me recordaba la de las lentes
de mi maestro: hombre de noble extracción, nuestro anfitrión no deseaba
ensuciarse las manos con la comida, e incluso nos ofreció su instrumento, al
menos para coger las carnes de la gran fuente y ponerlas en nuestras
escudillas. Yo no acepté, pero Guillermo lo hizo de buen grado, utilizando con
desenvoltura aquel utensilio de señores, quizá para demostrarle al Abad que
los franciscanos no eran necesariamente personas de escasa educación y de
extracción humilde.
Entusiasmado con tanta buena comida (después de varios días de viaje en que
nos habíamos alimentado con lo que encontramos), me distraje y perdí el hilo
de la lectura, que había seguido desarrollándose con devoción. Volví a
prestarle atención aI escuchar un vigoroso gruñido de asentimiento que emitió
Jorge. Y comprendí que había llegado a la parte en que siempre se lee un
capítulo de la Regla. Recordando lo que había dicho aquella tarde, no me
asombró la satisfacción que ahora expresaba. En efecto, el lector decía:
“Imitemos el ejemplo del profeta, que dice: lo he decidido, vigilar‚ por donde
voy, para no pecar con mi lengua, he puesto una mordaza en mi boca, me he
humillado enmudeciendo, me he abstenido de hablar hasta de las cosas
honestas. Y si en este pasaje el profeta nos enseña que a veces por amor al
silencio habría que abstenerse incluso de los discursos lícitos, ¡cuánto más
debemos abstenernos de los discursos ilícitos para evitar el castigo de este
pecado!” Y añadió: “Pero a las vulgaridades, las tonterías y las bufonadas las
condenamos a reclusión perpetua, en todos los sitios, y no permitimos que el
discípulo abra la boca para proferir esa clase de discursos.”
-Y valga esto para los marginalia de que se hablaba hoy -no pudo dejar de
comentar Jorge en voz baja-. Juan Crisóstomo ha dicho que Cristo nunca rió.
-Nada en su naturaleza humana lo impedía –observó Guillermo-, porque la risa,
como enseñan los teólogos, es propia del hombre.
-Forte potuit sed non legitur eo usus fuisse -dijo escuetamente Jorge, citando a
Pedro Cantor.
-Manduca, jam coctum est -susurró Guillermo.
-¿Qué? -preguntó Jorge, creyendo que se refería a la comida que acababan de
servirle.
-Son las palabras que según Ambrosio pronunció San Lorenzo en la parrilla,
cuando invitó a sus verdugos a que le dieran vuelta, como también recuerda
Prudencio en el Peristephanon -dijo Guillermo haciéndose el santo-. San
Lorenzo sabía, pues, reír y decir cosas risibles. aunque más no fuera para
humillar a sus enemigos.
-Lo que demuestra que la risa está bastante cerca de la muerte y de la
corrupción del cuerpo- replicó con un gruñido Jorge, y debo admitir que su
lógica era irreprochable.
En ese momento el Abad nos invitó amablemente a callar. Por lo demás, la
cena ya estaba terminando. E1 Abad se puso de pie e hizo la presentación de
Guillermo. Alabó su sabiduría, mencionó su fama, y anunció a los monjes que
le había rogado que investigara la muerte de Adelmo, invitándoles a responder
a sus preguntas, y a avisar a sus subalternos en toda la abadía para que
también lo hicieran. Les dijo, además, que facilitaran su investigación, siempre
y cuando, añadió, no violase las reglas del monasterio. En cuyo caso
necesitaría una autorización expresa de su parte.
Acabada la cena, los monjes se dispusieron a dirigirse hacia el coro para asístir
al oficio de completas. Volvieron a echarse las capuchas sobre los rostros y se
pusieron en fila ante la puerta. Permanecieron quietos un momento y luego se
encaminaron hacia el coro, al que entraron por la puerta septentrional, después
de atravesar, siempre en fila, el cementerio.
Nosotros salimos junto con el Abad.
-¿Ahora se cierran las puertas del Edificio? –preguntó Guillermo.
-Una vez que los sirvientes hayan limpiado el refectorio y las cocinas, el propio
bibliotecario cerrará todas las puertas, atrancánd olas desde dentro.
-¿Desde dentro? ¿Y él por dónde sale?
E1 Abad clavó un momento sus ojos en Guillermo, con gesto adusto :
-Sin duda no duerme en la cocina -dijo bruscamente, y apretó el paso.
-iVaya, vaya! -me susurró Guillermo-, o sea que existe otra entrada, pero
nosotros no debemos conocerla -sonreí orgulloso de su deducción, pero me
regañó-. No te rías. Ya has visto que en este recinto la risa no goza de buena
reputación.
Entramos al coro. Ardía una sola lámpara, situada sobre un robusto trípode de
bronce que tendría la altura de dos hombres. En silencio, los monjes se
acomodaron en los bancos, mientras el lector leía un pasaje de una homilía de
San Gregorio.
Después el Abad hizo una señal y el cantor entonó Tu autem Domine miserere
nobis. El Abad respondió Adjutorium nostrum in nomine Domini, y todos
profirieron a coro Qui fecit coelum et terram. Entonces se inició el canto de los
salmos: Cuando invoco, respóndeme, ¡oh Dios de mi justicia! Te agradeceré
Señor con todo mi corazón; bendecid al Señor, siervos todos del Señor.
Nosotros no nos habíamos sentado. Desde donde estábamos, al fondo de la
nave central, pudimos ver a Malaquías, que apareció de pronto entre las
sombras, procedente de una capilla lateral.
-No pierdas de vista ese sitio -me dijo Guillermo- Podría haber allí un pasaje
que condujera al Edificio.
-¿Por debajo del cementerio?
-¿Por qué no? Pensándólo bien, en alguna parte debe de haber un osario, es
imposible que durante siglos hayan seguido enterrando a todos los monjes en
ese trozo de tierra.
-Pero, ¿de verdad queréis entrar de noche en la biblioteca? -pregunté aterrado.
-¿Donde están los monjes difuntos y las serpientes y las luces misteriosas, mi
buen Adso? No, muchacho. Hoy pensé en hacerlo, y no por curiosidad sino
porque intentaba resolver el problema de la muerte de Adelmo. Pero ahora,
como ya te he dicho, me inclino hacia una explicación más lógica, y, al fin y al
cabo, tampoco quisiera violar las reglas de este sitio.
-Entonces, ¿por qué queréis saber?
-Porque la ciencia no consiste sólo en saber lo que debe o puede hacerse, sino
también en saber lo que podría hacerse aunque quizá no debiera hacerse. Por
eso le decía hoy al maestro vidriero que el sabio debe velar de alguna manera
los secretos que descubre, para evitar que otros hagan mal uso de ellos. Pero
hay que descubrir esos secretos, y esta biblioteca me parece más bien un sitio
donde
los secretos permanecen ocultos.
Dicho eso, se dirigió hacia la salida, porque el oficio había terminado. Los dos
estábamos muy cansados y fuimos a nuestra celda. Me acurruqué en lo qne
Guillermo, bromeando, llamó mi “loculo”, y me dormí en seguida.
SEGUNDO DIA
Segundo día
MAITINES
Donde pocas horas de mística felicidad son interrumpidas por un hecho
sumamente sangriento.
Símbolo unas veces del demonio y otras de Cristo resucitado, no existe animal
más mudable que el gallo. En nuestra orden los hubo perezosos, que no
cantaban al despuntar el sol. Por otra parte, sobre todo en los días de inviemo,
el oficio de maitines se desarrolla cuando aún es de noche y la naturaleza está
dormida. porque el monje debe levantarse en la oscuridad, y en la oscuridad
debe orar mucho tiempo, en espera del día, iluminando las tinieblas con la
llama de la devoción. Por eso la costumbre prevé sabiamente que algunos
monjes no se acuesten como sus hermanos, sino que velen y pasen la noche
recitando con ritmo siempre igual el número de salmos que les permita medir el
tiempo transcumdo, para que, una vez cumplidas las horas consagradas al
sueño de los otros, puedan dar a los otros la señal de despertar.
Así, aquella noche nos despertaron los que recorrían el dormitorio y la casa de
los peregrinos tocando una campanilla, mientras uno iba de celda en celda
gritando el Benedicamus Domino, al que respondían sucesivos Deo gratias.
Guillermo y yo nos atuvimos al uso benedictino; en menos de media hora
estuvimos listos para afrontar la nueva jornada, y nos dirigimos hacia el coro,
donde los monjes esperaban arrodillados en el suelo, recitando los primeros
quince salmos, hasta que entraran los novicios conducidos por su maestro.
Después, cada uno se sentó en su puesto y el coro entonó el Domine labia
mea aperies et os meum annuntiabit laudem tuam. El grito ascendió hacia las
bóvedas de la iglesia como la súplica de un niño. Dos monjes subieron al
púlpito y cantaron el salmo noventicuatro, Venite exultemus, al que siguieron
los otros prescriptos. Y sentí el ardor de una fe renovada.
Los monjes estaban en sus asíentos, sesenta figuras igualadas por el sayo y la
capucha, sesenta sombras apenas iluminadas por la lámpara del gran trípode,
sesenta voces consagradas a la alabanza del Altísimo. Y al escuchar aquella
conmovedora armonía, preludio de las delicias del paraíso, rne pregunté si de
verdad la abadía era un sitio de misterios ocultos, de ilícitos intentos de
descubrirlos y de oscuras amenazas. Porque en aquel rnomento la veía, en
cambio, como refugio de santos, cen culo de virtudes, relicario de saber, arca
de prudencia, torre de sabiduría, recinto de mansedumbre, bastión de entereza,
turíbulo de santidad.
Después de los salmos comenzó la lectura deI texto sagrado. Algunos monjes
cabeceaban por el sueño, y uno de los que habían velado aquella noche
recorría los asientos con una lamparilla para despertar a los que se quedaban
dormidos. Cuando eso sucedía, el monje sorprendido in fraganti debía pagar su
falta cogiendo la lámpara y continuando la ronda de vigilancia. Después se
cantaron otros seis salmos. A los que siguió la bendición del Abad. E1
semanero pronunció las oraciones, y todos se inclinaron hacia el altar en un
minuto de recogimiento cuya dulzura sólo puede comprenderse si se ha vivido
alzuna vez un momento tan intenso de ardor místico y de profunda paz interior.
Finalmente, con la capucha de nuevo sobre el rostro, se sentaron todos y
entonaron el solemne Te Deum. También yo alabé al Señor por haberrne
librado de mis dudas, descargándome de la sensación de inquietud en que me
había sumido el primer día pasado en la abadía. Somos seres frágiles, me dije,
incluso entre estos monjes doctos y devotos el maligno esparce pequeñas
envidias, sutiles enemistades, pero es sólo humo que el viento impetuoso de la
fe disipa tan pronto como todos se reúnen en el nombre del Padre, y Cristo
vuelve a estar con ellos.
Entre maitines y laudes el monje no regresa a su celda, aunque todavía sea
noche cerrada. Los novicios se dirigieron con su maestro hacia la sala
capitular, para estudiar los salmos; algunos monjes permanecieron en la iglesia
para acomodar los objetos litúrgicos; la mayoría se encaminó al claustro donde
en silencio cada uno se hundió en la meditación; y lo misrno hicimos Guillermo
y yo. Los sirvientes aún dormían, y seguían durmiendo cuando, con el cielo
todavía oscuro, regresamos al coro para el oficio de laudes.
Se entonaron de nuevo los salmos, y uno en especial, entre los previstos para
el lunes, volvió a sumirme en los temores de antes: “La culpa se ha apoderado
del impío, de lo íntimo de su corazón, no hay temor de Dios en sus ojos, actúa
fraudulentamente con él, y así su lengua se vuelve odiosa.” lPens‚ que era un
mal augurio que justo aquel día la regla prescribiese una admonición tan
terrible.
Tampoco calmó mis palpitaciones de inquietud la habitual lectura del
Apocalipsis, que siguió a los salmos de alabanza. Y volví a ver las figuras de la
portada que tanto habían subyugado mi corazón y mis ojos el día anterior. Pero
después del responsorio, el himno y el versículo, cuando estaba iniciándose el
cántico del evangelio, percibí a traves de las ventanas del coro, justo encima
del altar, una pálida claridad que ya encendía los diferentes colores de las
vidrieras, mortificados hasta entonces por la tiniebla. Aún no era la aurora, que
triunfaría durante prirna, justo en el momento de entonar el Deus Qui est
sanctorum splendor mirabilis y el Iam lucis orto sidere. Apenas era el debil
anuncio del alba invernal, pero bastó, y bastó para reconfortar mi corazón la
leve penumbra que en la nave estaba reemplazando a la oscuridad nocturna.
Cantábamos las palabras del libro divino, y, mientras así dábamos testimonio
del Verbo que había venido a iluminar a las gentes, me pareció que el astro
diurno iba invadiendo el templo con todo su fulgor. Me pareció que la luz, aún
ausente, resplandecía en las palabras del cántico, lirio místico que se abría
oloroso entre la crucería de las bóvedas. “Gracias, Señor, por ese momento de
goce indescriptible”, oré en silencio, y dije a mi corazón: “Y tú, necio, ¿qué
temes?”
De pronto se alzaron clamores por el lado de la puerta septentrional. Me
pregunté cómo podía ser que los sirvientes, que debían de estar preparándose
para iniciar sus tareas, perturbasen de aquel modo el oficio sagrado. En ese
momento entraron tres porquerizos y, con el terror en el rostro, se acercaron al
Abad para susurrarle algo. Al comienzo éste hizo ademán de calmarlos, como
si no desease interrumpir el oficio, pero entraron otros sirvientes y los gritos se
hicieron más fuertes: «¡Es un hombre, un hombre muerto!», dijo alguien, y
otros: «Un monje, ¿no has visto los zapatos?»
Los que estaban orando callaron. El Abad salió a toda prisa, haciéndole una
señal al cillerero para que lo siguiese. Guillermo fue tras ellos, pero ya los otros
monjes abandonaban sus asientos y se precipita ban fuera de la iglesia.
El cielo estaba claro y la capa de nieve sobre el suelo realzaba la luminosidad
de la meseta. Detrás del coro, frente a los chiqueros, donde desde el día
anterior se destacaba la presencia del gran recipiente para la sangre de los
cerdos, un extraño objeto casi cruciforme asomaba del borde de la tinaja, como
dos palos clavados en el suelo, que, cubiertos con trapos, sirviesen para
espantar a los pájaros.
Pero eran dos piernas humanas, las piernas de un hombre clavado de cabeza
en la vasija llena de sangre.
El Abad ordenó que extrajeran el cadáver del líquido infame (porque,
lamentablemente, ninguna persona viva habría podido permanecer en aquella
posición obscena). Vacilando, los porquerizos se acercaron al borde y, no sin
mancharse, extrajeron la pobre cosa sanguinolenta. Como me habían
explicado, si se mezclaba bien en seguida después del sacrificio, y se dejaba al
frío, la sangre no se coagulaba, pero la capa que cubría el cadáver empezaba
a endurecerse, empapaba la ropa y volvía el rostro irreconocible. Se acercó un
sirviente con un cubo de agua y lo arrojó sobre el rostro del miserable despojo.
otro se inclinó con un paño para limpiarle las facciones. Y ante nuestros ojos
apareció el rostro blanco de Venancio de Salvernec, el especialista en griego
con quien habíamos conversado por la tarde ante los códices de Adelmo.
-Quizás Adelmo se haya suicidado -dijo Guillermo, mirando fijamente aquel
rostro- pero sin duda, éste no. Y tampoco cabe pensar que haya trepado por
casualidad hasta el borde de la tinaja y haya caído dentro por error.
El Abad se le acercó:
-Como veis, fray Guillermo, algo sucede en la abadía, algo que requiere toda
vuestra sabiduría. Pero, os lo suplico, ¡actuad pronto!
-¿Estaba en el coro durante el oficio? -preguntó Guillermo, señalando el
cadáver.
-No. Había notado que su asiento estaba vacío.
-¿No faltaba nadie más?
-Me parece que no. No vi nada.
Guillermo vaciló antes de formular la siguiente pregunta, y luego la susurró,
cuidando de que nadie más lo escuchara:
_¿Berengario estaba en su sitio?
El Abad lo miró con inquieta admiración, como dando casi a entender que se
asombraba de que mi maestro abrigase una sospecha que durante un
momento él mismo había abrigado, pero por razones más comprensibles.
Después dijo rápidamente:
-Estaba. Su asiento se encuentra en la primera fila, casi a mi derecha.
-Desde luego -dijo Guillermo-, todo esto no significa nada. No creo que nadie,
para entrar al coro, haya pasado por detrás del ábside, de modo que el cadáver
pudo haber estado aquí desde hace varias horas, al menos desde que todos se
fueron a dormir.
-Es cierto, los primeros sirvientes se levantan al alba, y por eso sólo lo han
descubierto ahora.
Guillermo se inclinó sobre el cadáver, como si estuviese habituado a tratar con
cuerpos muertos. Mojó el paño que yacía a un lado en el agua del cubo y limpió
mejor el rostro de Venancio. Entre tanto los otros monjes se apiña ban
aterrados, formando un círculo vocinglero que el Abad estaba intentando
acallar. Entre ellos se abrió paso Severino, a quien incumbía el cuidado de los
cuerpos de la abadía, y se inclinó junto a mi maestro. Para escuchar su
diálogo, y para ayudar a Guillermo, que necesitaba otro paño limpio empapado
de agua, me uní a ellos, haciendo un esfuerzo para vencer mi terror y mi asco.
-¿Alguna vez has visto un ahogado? -preguntó Guillermo.
-Muchas veces -dijo Severino-. Y, si no interpreto mal lo que insinuáis, su rostro
no es como éste; las facciones aparecen hinchadas.
-Entonces el homhre ya estaba muerto cuando alguien lo arrojó a la tinaja.
-¿Por qué habría de hacerlo?
-¿Por qué habría de matarlo? Estamos ante la obra de una mente perversa.
Pero ahora hay que ver si el cuerpo presenta heridas o contusiones. Propongo
llevarlo a los baños, desnudarlo, lavarlo y examinarlo. En seguida estaré
contigo.
Y mientras Severino, una vez recibida la autorización del Abad, hacía
transportar el cuerpo por los porquerizos, mi maestro pidió que se ordenara a
los monjes regresar al coro por el mismo camino que habían utilizado al venir, y
que otro tanto hicieran los sirvientes, para que el espacio quedara vacío. Sin
preguntarle la razón de ese pedido, el Abad lo satisfizo. De modo que nos
quedamos solos iunto a la tinaja. cuya sangre se había derramado en parte
durante la macabra operación, manchando de rojo la nieve circundante. que el
agua vertida había disuelto en varios sitios; solos junto al gran cuajarón oscuro
en el lugar donde habían acostado el cadáver.
-Bonito enredo -dijo Guillermo señalando el complejo juego de pisadas que los
monjes y los sirvientes habían dejado alrededor-. La nieve, querido Adso, es un
admirable pergamino en el que los cuerpos de los hombres escriben con gran
claridad. Pero éste es un palimpsesto mal rascado y quizá no Iogremos leer
nada de interés. De aquí a la iglesia, los monjes han pasado en tropel, de aquí
al chiquero y a los establos, ha pasado una multitud de sirvientes. E1 único
espacio intacto es el que va de los chiqueros al Edificio. Veamos si
descubrimos algo interesante.
-Pero, ¿qué queréis descubrir? -pregunté.
-Si no se arrojó solo al recipiente, alguien lo trajo hasta aquí cuando ya estaba
muerto, supongo. Y el que transporta el cuerpo de otro deja huellas profundas
en la nieve. Ahora mira si encuentras alrededor unas huellas que te parezcan
distintas de las de estos monjes vociferantes que han arruinado nuestro
pergamino.
Eso hicimos. Y me apresuro a decir que fui yo, Dios me salve de la vanidad,
quien descubrí algo entre el recipiente y el Edificio. Eran improntas de pies
humanos, bastante hondas, en una zona por la que nadie había pasado, y,
como mi maestro advirtió de inmediato, menos nítidas que las dejadas por los
monjes y los sirvientes, signo de que había caído nieve sobre ellas y que, por
tanto, databan de más tiempo. Pero lo que nos pareció más interesante fue que
entre aquellas improntas había una huella más continua, como de algo
arrastrado por el que había dejado las improntas. O sea, una estela que iba de
la tinaja a la puerta del refectorio, por el lado del Edificio que estaba entre la
torre meridional y la septentrional.
-Refectorio, scriptorium, biblioteca -dijo Guillermo-. De nuevo la biblioteca.
Venancio murió en el Edificio, y muy probablemente en la biblioteca.
-¿Por qué justo en la biblioteca?
-Trato de ponerme en el lugar del asesino. Si Venancio hubiese muerto,
asesinado, en el refectorio, en la cocina o en el scriptorium, ¿por qué no dejarlo
allí? Pero si murió en la biblioteca, había que llevarlo a otro sitio, ya sea porque
en la biblioteca nunca lo habrían descubierto (y quizá al asesino le interesaba
precisamente que lo descubrieran), o bien porque quizás el asesino no desea
que la atención se concentre en la biblioteca.
-¿Y por qué podría interesarle al asesino que lo descubrieran?
-No lo sé. Son hipótesis. ¿Quién te asegura que el asesino mató a Venancio
porque lo odiaba? Podría haberlo matado, como a cualquier otro, para significar
otra cosa.
-Omnis mundi creatura, quasí liber et scriptura... -murmuré-. Pero, ¿qué tipo de
signo sería?
-Eso es lo que no sé. Pero no olvidemos que también existen signos que sólo
parecen tales, pero que no tienen sentido, como blitiri o bu-ba-baff. . .
-¡Sería atroz matar a un hombre para decir bu-ba-baff!
-Sería atroz -comentó Guillermo- matar a un hombre para decir Credu in unum
Deum. . .
En ese rnomento llegó Severino. Había lavado y examinado cuidadosamente el
cadáver: Ninguna herida, ninguna contusión en la cabeza. Muerto como por
encanto.
-¿Cómo por castigo divino? -preguntó Guillermo.
-Quizá -dijo Severino.
-¿O por algún veneno?
Severino vaciló :
-También puede ser.
-¿Tienes venenos en el laboratorio? -preguntó Guillermo, rnientras nos
encaminábamos hacia el hospital.
-También los tengo. Pero depende de lo que entiendas por veneno. Hay
sustancias que en pequeñas dosis son saludables, y que en dosis excesivas
provocan la muerte. Como todo buen herbolario, las poseo y las uso con
discreción. En mi huerto cultivo, por ejemplo, la valeriana. Pocas gotas en una
infusión de otras hierbas sirven para calmar al corazón que late
desordenadamente. Una dosis exagerada provoca entumecimiento y puede
matar.
-¿Y no has observado en el cadáver los signos de algún veneno en particular?
-Ninguno. Pero muchos venenos no dejan huellas.
Habíamos llegado al hospital. E1 cuerpo de Venancio, lavado en los baños,
había sido transportado allí y yacía sobre la gran mesa del laboratorio de
Severino: los alambiques y otros instrumentos de vidrio y loza me hicieron
pensar (aunque sólo tuviese una idea indirecta del mismo) en el laboratorio de
un alquimista. En una larga estantería fijada a la pared externa se veía un
nutrido conjunto de frascos, jarros y vasíjas con sustancias de diferentes
colores.
-Una hermosa colección de simples -dijo Guillermo-. ¿Todos proceden de
vuestro jardín?
- No -dijo Severino-. Muchas sustancias, raras y que no crecen en estas zonas,
han ido llegando a lo largo de los años, traídas por monjes de todas partes del
mundo. Tengo cosas preciosas y rarísimas, junto con otras sustancias que
pueden obtenerse fácilmente en la vegetación de este sitio. Mira. . . alghalingho
pesto, procede de Catay, me la dio un sabio árabe. Aloe sucotrino, procede de
las Indias, óptimo cicatrizante. Ariento vivo, resucita a los muertos, mejor dicho,
despierta a los que han perdido el sentido. Arsénico: peligroSísimo, un veneno
mortal para el que lo ingiere. Borraja, planta buena para los pulmones
enfermos. Betónica, buena para las fracturas de la cabeza. Almáciga, detiene
los flujos pulmonares y los catarros molestos. Mirra...
-¿La de los magos? –pregunté.
-La de los magos, pero aquí sirve para evitar los abortos, y procede de un árbol
llamado Balsamodendron myrra. Esta otra es mumia, rarísima, producto de la
descomposición de los cadáveres momificados, y sirve para preparar muchos
medicamentos casi milagrosos. Mandrágora officinalis, buena para el sueño. . .
-Y para despertar el deseo de la carne -comentó mi maestro.
-Eso dicen, pero aquí no se la usa de esa manera, como podéis imaginar -
sonrió Severino-. Mirad esta otra -dijo cogiendo un frasco-, tucia, milagrosa
para los ojos.
-¿Y ésta qué es? -preguntó con mucho interés Guillermo tocando una piedra
apoyada en un estante.
-¿Esta? Me la regalaron hace tiempo. La llaman lopris amatiti o lapis ematitis.
Parece poseer diversas virtudes terapéuticas, pero aún no las he descubierto.
¿La conocéis?
-Sí -dijo Guillermo-. Pero no como medicina.
Extrajo del sayo un cuchillito y lo acercó lentamente a Ia piedra. Cuando el
cuchillito, que su mano desplazaba con mucha delicadeza, estuvo muy cerca
de la piedra, vi que la hoja hacía un movimento brusco, como si Guillermo
hubiese perdido el pulso, cosa que no era posible, porque lo tenía muy firme. Y
la hoja se adhirió a la piedra con un ruidito metálico.
-¿Ves? -me dijo Guillermo-. Atrae el hierro.
-¿Y para qué sirve?
-Para varias cosas que ya te explicaré. Ahora quisiera saber, Severino, si aquí
hay algo capaz de matar a un hombre.
Severino reflexionó un momento, demasiado largo diría yo, dada la nitidez de
su respuesta:
-Muchas cosas. Ya te he dicho que el límite entre el veneno y la medicina es
bastante tenue, los griegos usaban la misma palabra, pharmacon, para
referirse a los dos.
-¿Y no hay nada que os hayan sustraído últimamente?
Severino volvió a reflexionar. Luego, sopesando casi las palabras, dijo:
-Nada, últimamente.
-¿Y en el pasado?
-Quizá. No recuerdo. Hace treinta años que estoy en la abadía, y veinticinco en
el hospital.
-Demasiado para una memoria humana -admitió Guillermo. Luego dijo, de
pronto-: Ayer hablábamos de plantas que pueden provocar visiones. ¿Cuáles
son?
Con gestos y ademanes, Severino dio a entender que le interesaba evitar ese
tema:
-Mira, tendría que pensarlo, son tantas las sustancias milagrosas que tengo
aquí. Pero, mejor hablemos de Venancio. ;Qué me dices de él?
-Tendría que pensarlo -contestó Guillermo.
Segundo día
PRIMA
Donde Bencio da Upsala revela algunas cosas, Berengario da Arundel revela
otras,
y Adso aprende en qué consiste la verdadera penitencia.
El desgraciado incidente había trastornado la vida de la comunidad. La
agitación debida al hallazgo del cadáver había interrumpido el oficio sagrado. El
Abad había ordenado en seguida a los monjes que regresaran al coro para orar
por el alma de su hermano.
Las voces de los monjes eran entrecortadas. Nos situamos en una posición
que nos permitiese estudiar sus fisonomías en los momentos en que, según la
liturgia, no tuvieran puesta la capucha. En seguida divisamos el rostro de
Berengario. Pálido, contraído, reluciente de sudor. El día anterior habíamos
oído en dos ocasiones rumores sobre él y las relaciones especiales que tenía
con Adelmo. Lo llamativo no era el hecho de que, siendo coetáneos, fuesen
amigos, sino el tono evasivo con que se había aludido a aquella amistad.
Junto a él percibimos a Malaquías. Oscuro, ceñudo, impenetrable. Junto a
Malaquías, el rostro igualmente impenetrable del ciego Jorge. Nos llamó la
atención, en cambio, el nerviosismo de Bencio de Upsala, el estudioso de
retórica que habíamos conocido el día anterior en el scriptorium, y
sorprendimos una rapida mirada que lanzó en dirección a Malaquías.
-Bencio está nervioso; Berengario, aterrado -observó Guillermo-. Habrá que
interrogarlos en seguida.
-¿Por qué? -pregunté ingenuamente.
-Nuestro oficio es duro. Duro oficio el del inquisidor; tiene que golpear a los
más débiles, y cuando mayor es su debilidad.
En efecto: apenas acabado el oficio, nos acercamos a Bencio, que se dirigía a
la biblioteca. El joven pareció contrariado al oír que Guillermo lo llamaba, y
pretextó débilmente que tenía trabajo. Parecía con prisa por llegar al
scriptorium. Pero mi maestro le recordó que el Abad le había encargado una
investigación, y lo condujo al claustro. Nos sentamos en el parapeto interno,
entre dos columnas. Bencio esperaba que Guillermo hablase, echando cada
tanto miradas hacia el Edificio.
-Entonces -preguntó Guillermo-, ¿qué se dijo aquel día en que Adelmo, tú,
Berengario, Venancio, Malaquías y Jorge discutisteis sobre los marginalia?
-Ya lo oisteis ayer. Jorge señaló que no es lícito adornar con imágenes risibles
los libros que contienen la verdad. Venancio observó que el propio Aristóteles
había hablado de los chistes y de los juegos de palabras como instrumentos
para descubrir mejor la verdad, y que, por tanto, la risa no debía de ser algo
malo si podía convertirse en vehículo de la verdad. Jorge señaló que, por lo
que recordaba, Aristóteles había hablado de esas cosas en el libro de la
Poética y refiriéndose a las metáforas. Y que ya eran dos circunstancias
inquietantes: primero, porque la Poética, durante tanto tiempo ignorada por el
mundo cristiano, y quizá por decreto divino, nos ha llegado a través de los
moros infieles...
-Pero fue traducida al latín por un amigo del angélico doctor de Aquino -
observó Guillermo.
-Eso fue lo que yo le dije -comentó Bencio, reanimándose de pronto-. Conozco
poco el griego y pude acercarme a ese gran libro precisamente a través de la
traducción de Guillermo de Moerbeke. Así se lo dije. Pero Jorge añadió que el
segundo motivo para inquietarse era que el Estagirita se refería allí a la poesía,
que es una disciplina sin importancia y que vive de figmenta. A lo que Venancio
replicó que también los salmos son obra de poesía y utilizan metáforas, y Jorge
montó en cólera porque, dijo, los salmos son obra de inspiración divina y
utilizan metáforas para transmitir la verdad, mientras que en sus obras los
poetas paganos utilizan metáforas para transmitir la mentira y sólo para
proporcionar deleite, cosa que me ofendió sobremanera...
-¿Por qué?
-Porque me ocupo de retórica, y leo a muchos poetas paganos y sé... mejor
dicho, creo que a través de su palabra también se han transmitido verdades
naturaliter cristiane... Total que, en ese momento, si mal no recuerdo, Venancio
mencionó otros libros y Jorge se enfureció mucho.
-¿Qué libros?
Bencio vaciló antes de responder:
-No recuerdo. ¿Qué importa de qué libros se habló?
-Importa mucho, porque estamos tratando de comprender algo que ha
sucedido entre hombres que viven entre los libros, con los libros, de los libros,
y, por tanto, también es importante lo que dicen sobre los libros.
-Es cierto -dijo Bencio, sonriendo por primera vez y con el rostro casi iluminado-
. Vivimos para los libros. Dulce misión en este mundo dominado por el
desorden y la decadencia. Entonces quizá podáis comprender lo que sucedió
aquel día. Venancio, que conoce... que conocía muy bien el griego, dijo que
Aristóteles había dedicado especialmente a la risa el segundo libro de la
Poética y que si un filósofo tan grande había consagrado todo un libro a la risa,
la risa debía de ser algo muy importante. Jorge dijo que muchos padres habían
dedicado libros enteros al pecado, que es algo importante pero muy malo, y
Venancio replicó que por lo que sabía Aristóteles había dicho que la risa era
algo bueno, y adecuado para la transmisión de la verdad, y entonces Jorge le
preguntó desafiante si acaso había leído ese libro de Aristóteles, y Venancio
dijo que nadie podía haberlo leído todavía porque nunca se había encontrado y
quizás estaba perdido. Y, en efecto, nadie ha podido leer el segundo libro de la
Poética. Guillermo, de Moerbeke nunca lo tuvo entre sus manos. Entonces
Jorge dijo que si no lo había n encontrado era porque nunca se había escrito,
porque la providencia no quería que se glorificaran cosas frívolas. Yo quise
calmar los ánimos, porque Jorge monta fácilmente en cólera y Venancio lo
estaóa provocando con sus palabras, y dije que en la parte de la Poética que
conocemos, y en la Retórica, se encuentran muchas observaciones sabias
sobre los enigmas ingeniosos, Venancio estuvo de acuerdo conmigo. Ahora
bien, con nosotros estaba Pacifico da Tivoli, que conoce bastante bien los
poetas paganos, y dijo que en cuando a enigmas ingeniosos nadie supera a los
poetas africanos. Citó, incluso, el enigma del pez, de Sinfosio:
Est domus in terris, clara quae voce resultat.
Ipsa domus resonat, tacitus sed non sonat hospes.
Ambo tamen currunt, hospes simul et domus una.
Entonces Jorge dijo que Jesús había recomendado que nuestro discurso fuese
por sí o por no, y que el resto procedía del maligno. Y que bastaba decir pez
para nombrar al pez, sin ocultar su concepto con sonidos engañosos. Y añadió
que no le parecía prudente tomar a los africanos como modelo. . . Y entonces. .
- Entonces?
-Entonces sucedió algo que no comprendí. Berengario se echó a reír. Jorge lo
reconvino y él dijo que reía porque se le había ocurrido que buscando bien
entre los africanos podrían encontrarse enigmas de muy otro tipo, y no tan
fáciles como el del pez. Malaquías, que estaba presente, se puso furioso, y casi
cogió a Berengario por la capucha, ordenándole que atendiese sus tareas. . .
Berengario, como sabéis, es su avudante. . .
-¿Y después?
-Después Jorge puso fin a la discusión alejándose. Todos volvimos a nuestras
ocupaciones, pero mientras trabajábamos vi primero a Venancio y luego a
Adelmo que se acercaban a Berengario para preguntarle algo. Desde lejos me
di cuenta de que intentaba zafarse, pero a lo largo del día ambos volvieron a
acercársele. Y aquella misma tarde vi a Berengario y Adelmo confabulando en
el claustro, antes de dirigirse los dos al refectorio. Ya está, esto es todo lo que
yo sé.
-O sea que sabes que las dos personas que han muerto recientemente en
circunstancias misteriosas le habían preguntado algo a Berengario -dijo
Guillermo.
Bencio respondió incómodo:
-¡No he dicho eso! He dicho qué sucedió aquel día, y porque vos me lo habíais
preguntado. . . -Reflexionó un instante y luego añadió deprisa-: Pero si queréis
conocer mi opinión, Berengario les habló de algo que hay en la biblioteca. Allí
es donde deberíais buscar.
-¿Por qué piensas en la biblioteca? ¿Qué quiso decir Berengario cuando habló
de buscar entre los africanos? ¿No quería decir que había que leer rnejor a los
poetas africanos?
-Quizá , eso pareció decir, pero entonces ¿por qué se pondría tan furioso
Malaquías? En el fondo, es él quien decide si debe permitir o no la lectura de
un libro de poetas africanos. Pero yo sé algo: al hojear el catálogo de los libros,
se encuentra, entre las indicaciones que sólo conoce el bibliotecario, una, muy
frecuente, que dice <>, y he encontrado incluso una que decía <Africae>>. En cierta ocasión, pedí un libro que llevaba ese signo, no recuerdo
cuál, el título había despertado mi curiosidad. Y Malaquías me dijo que los
libros que llevaban ese signo se habían perdido. Eso es lo que sé. Por esto os
digo: bien, vigilad a Berengario, y vigiladlo cuando sale de la biblioteca. Nunca
se sabe.
-Nunca se sabe -concluyó Guillerrno despidiéndolo.
Después empezó a pasear por el claustro conmigo, y observó que: en primer
lugar, Berengario era de nuevo blanco de las murmuraciones de sus herrnanos;
y, en segundo lugar, Bencio parecía ansioso por empujarnos hacia la
biblioteca. Yo dije que quizá quería que descubriésemos ciertas cosas que
también él quería conocer, y Guillermo admitió que bien podía ser así, pero que
igual cabía la posibilidad de que empujándonos hacia la biblioteca estuviese
alejándonos de otro sitio. ¿Cuál?, pregunté. Y Guillermo dijo que no lo sabía,
quizás el scriptorium, la cocina, el coro, el dormitorio, el hospital. Yo dije que el
día anterior había sido él, Guillermo, quien estaba fascinado por la biblioteca, y
él me contestó que quería dejarse fascinar por las cosas que le gustaban y no
por las que le aconsejaban otros. Aunque, sin embargo, debíamos vigilar la
biblioteca, y aunque, a aquella altura de los acontecimientos, tampoco hubiera
estado mal que intentásemos encontrar la manera de penetrar en ella. Porque
las circunstancias ya lo autorizaban a sentirse curioso dentro de los límites de
la cortesía y del respeto por los usos y las leyes de la abadía.
Nos estábamos alejando del claustro. Los sirvientes y los novicios salían de la
iglesia, porque había acabado la misa. Y al doblar hacia el lado occidental del
templo divisamos a Berengario, que salía por la puerta del transepto para
dirigirse al Edificio a través del cementerio. Guillermo lo llamó, él se detuvo, y
nos acercamos. Estaba todavía más turbado que cuando lo habíamos visto en
el coro comprendí que Guillermo decidía aprovechar su estado de ánimo, como
ya había hecho con Bencio.
-De modo que, al parecer, fuiste el último que vio a Adelmo con vida -le dijo.
Berengario vaciló, como si estuviera por desmayarse: “¿Yo?”, preguntó con un
hilo de voz. Guillermo había lanzado la pregunta casi al azar, probablemente
porque Venció le había dicho que después de vísperas ambos habían estado
confabulando en el claustro. Pero debía de haber dado en el blanco. Y era
evidente que Berengario estaba pensando en otro encuentro, que realmente
había sido el último, porque empezó a hablar en forma entrecortada.
-¿Cómo podéis decir eso? ¡Lo vi antes de irme a dormir, como todos los
demás!
Entonces Guillermo decidió que valía la pena acosarlo:
-No, tú lo viste después, y sabes más de lo que demuestras. Pero ya hay dos
muertos en danza y no puedes seguir callando. ¡Sabes muy bien que hay
muchas maneras de hacer hablar a una persona!
Más de una vez Guillermo me había dicho que, incluso cuando era inquisidor,
no había recúmdo jamás a la tortura, pero Berengario pensó que aludía a ella
(o bien Guillermo le dio pie para que lo pensara). En cualquier caso, la
estratagema dio resultado.
-SÍ, Sí -dijo Bexengario, echándose a Ilorar sin dejar de hablar al mismo
tiempo-; vi a Adelmo aquella noche, ¡pero cuando ya estaba muerto!
-¿Cómo? -inquirió Guillermo-. ¿A1 pie del b arranco?
-No, no, lo vi en el cementerio. Caminaba entre las tumbas, espectro entre
espectros. Me bastó verle para darme cuenta de que ya no formaba parte de
los vivos, su rostro era el de un cadáver, sus ojos contemplaban el castigo
eterno. Por supuesto, sólo a la mañana siguiente, cuando supe que había
muerto, comprendí que me había topado con su fantasma, pero induso
entonces había advertido que estaba teniendo una visión y que mis ojos
contemplaban un alma condenada, un lémur ¡Ob, Señor, con qué voz de
ultratumba me habló!
-¿Qué dijo?
-“¡Estoy condenado!”; eso dijo. “Este que ves aquí es uno que vuelve del
infierno. y que al infierno debe regresar”. Esto dijo. Y yo le pregunté a gritos:
“¡Adelmo! ¿De veras vienes del infierno? ¿Cómo son las penas del infierno?” Y
entre tanto yo temblaba, porque acababa de salir del oficio de completas,
donde había escuchado la lectura de unas páginas terribles acerca de la ira del
Señor. Y entonces me dijo: “Las penas del infierno son infinitamente más
grandes de lo que nuestra lengua es capaz de describir. ¿Ves”, dijo, “esta capa
de sofismas en la que he estado envuelto hasta hoy? Pues me pesa y me
aplasta como si llevase sobre los hombros la torre más grande de París o la
montaña más grande del mundo. Y nunca podré quitármela de encima. Y este
castigo me lo ha impuesto la justicia divina por haberme vanagloriado, por
haber creído que mi cuerpo.era un sitio de delicias, por haber supuesto que
sabía más que los otros, y por haberme deleitado con cosas monstruosas y, al
anhelarlas en mi imaginación, haberlas convertido en cosas aún más
monstruosas dentro de mi alma. Y ahora tendré que vivir con ellas toda la
eternidad. ¿Ves? ¡E1 forro de esta capa es todo como de brasas y fuego vivo, y
es este el fuego que abrasa mi cuerpo, y este castigo se me ha impuesto por
e1 pecado deshonesto de la carne, a cuyo vicio me entregué, y ahora este
fuego me inflama y me quema sin cesar! iAcerca tu mano, bello maestro!”,
añadió, “para que de este encuentro puedas extraer una enseñanza útil, en
pago de las muchas que de ti he recibido, ¡acerca tu mano, bello maestro!” Y
sacudió un dedo de la suya, que ardía, y una pequeña gota de sudor cayó
sobre mi mano, y sentí como si me la hubiese perforado, hasta el punto de que
por muchos días la levé oculta, para que la marca no se viese. Dicho eso,
desapareció entre las tumbas, y a la mañana siguiente supe que el cuerpo que
tanto me había aterrorizado estaba ya muerto al pie del torreón.
Berengario jadeaba, y lloraba. Guillermo le preguntó:
-¿Y por qué te llamó bello maestro? Teníais la misma edad. ¿Acaso le habías
enseñado algo?
Berengario se tapó la cara con la capucha y cayó de rodillas, abrazando las
piernas de Guillermo:
-¡No sé, no sé por qué me llarnó así, yo no le enseñé nada! -Y estalló en
sollozos-: ¡Padre, tengo miedo, quiero confesarme con vos, apiadaos de mí, un
diablo me come las entrañas!
Guillermo lo apartó de sí y le tendió su mano para que se pusiera de pie.
-No, Berengario, no me pidas que te confiese. No cierres mis labios abriendo
los tuyos. Lo que quiero saber de ti, me lo dirás de otro modo. Y, si no me lo
dices, lo descubriré por mi cuenta. Pídeme misericordia, si quieres, pero no me
pidas silencio. Son demasiados los que callan en esta abadía. Dime mejor
cómo viste que su rostro estaba pálido si era noche cerrada, cómo pudiste
quemarte la mano si llovía, granizaba o nevaba, qué hacías en el cementerio.
¡Vamos! -Y lo sacudió de los hombros, con brutalidad- ¡Dime eso al menos!
A Berengario le temblaba todo el cuerpo:
-No sé qué hacía en el cementerio, no recuerdo. No sé cómo vi su rostro,
quizá llevaba yo una luz. . . No, él llevaba una luz, una vela, quizá viese su
rostro a la luz de la llama. . .
-¿Cómo podía llevar una luz si llovía y nevaba?
-Era después de completas, en seguida después de completas todavía no
nevaba, empezó después.... Recuerdo que empezaban a caer las primeras
ráfagas mientras yo huía hacia el dormitorio. Huía hacia el dormitorio, y el
fantasma se alejaba en dirección opuesta. . . Después no recuerdo nada más.
Os lo ruego, no sigáis interrogándome, ya que no queréis confesarme.
-Bueno -dijo Guillermo-, ahora ve, ve al coro, ve a hablar con e.l Señor, ya que
no quieres hablar con los hornbres, o ve a buscar a un monje que quiera
escuchar tu confesión. Porque si desde aquella noche no has confesado tus
pecados, cada vez que te acercaste a los sacramentos cometiste sacrilegio.
Ve. Ya volverernos a vernos.
Berengario se alejó corriendo. Y Guillermo se restregó las rnanos, como le
había visto hacer siempre que estaba satisfecho por algo.
-Bueno -dijo-, ahora se han aclarado muchas cosas.
-¿Aclarado, maestro? ¿Aclarado ahora que también tenemos el fantasma de
Adelmo?
-Querido Adso, ese fantasma me parece bastante sospechoso, y, en cualquier
caso, recitó una página que ya he leído en algún libro para uso de los
predicadores. Me parece que estos monjes leen demasiado, y luego, cuando
se excitan, reviven las visiones que tuvieron mientras leían. No sé si de veras
Adelmo dijo esas cosas, o Berengario las escuchó porque necesitaba
escucharlas. E1 hecho es que esta historia confirma varias hipótesis que había
formulado. Por ejemplo: Adelmo se suicidó, y la historia de Berengario nos dice
que, antes de morir, estuvo dando vueltas, presa de una
gran excitación, y arrepentido por algo que había hecho. Estaba excitado y
asustado por su pecado, porque alguien lo había asustado, e, incluso, es
probable que le hubiese contado el episodio de la aparición infernal que luego,
con tanta y alucinante maestría, le recitó a su vez a Berengario. Y pasaba por
el cementerio porque venía del coro, donde había hablado (o se había
confesado) con alguien que le había infundido terror y remordimientos. Y de allí
se alejó, como revela la historia de Berengario, en dirección opuesta al
dormitorio. O sea hacia el Edificio, pero también (es posible) hacia la muralla, a
la altura de los chiqueros, desde donde he deducido que debió de arrojarse al
barranco. Y se arrojó antes de la tormenta. murió al pie de la muralla, y sólo
más tarde el derrumbamiento arrastró su cadáver hasta un punto situado entre
la torre septentrional y la oriental.
-Pero, ¿y la gota de sudor ardiente?
-Ya figuraba en la historia que había escuchado y que después repitió, o que
Berengario se imaginó en medio de la excitación y del rernordimiento que lo
dominaban. Porque, ya oíste cómo hablaba: al remordimiento de Adelmo
corresponde, como antistrofa, el remordimiento de Berengario. Y, si Adelmo
venía del coro, es probable que llevase un cirio, y la gota que cayó sobre la
mano de su amigo sólo era una gota de cera. Pero, sin duda, la quemadura
que sintió Berengario fue rnucho más intensa para él porque Adelmo lo llamó
maestro. O sea que Adelmo le reprochaba haberle enseñado algo que ahora lo
sumía en una desesperación mortal. Y Berengario lo sabe, y sufre porque sabe
que empujó a Adelmo hacia la muerte haciéndole hacer algo que no debía. Y
después de lo que hemos oído decir de nuestro ayudante de bibliotecario, no
es difícil imaginar, querido Adso, de que puede tratarse.
-Creo que comprendo lo que sucedió entre ambos –dije avergonzándome de mi
sagacidad-, pero, ¿no creemos todos en un Dios de misericordia? Decís que
probablemente Adelmo acababa de confesarse: ¿por qué trató de castigar su
primer pecado con un pecado, sin duda, aún mayor o, al menos, igual de
grave?
-Porque alguien le dijo cosas que lo sumieron en la desesperación. Ya te he
dicho que las palabras que asustaron a Adelmo, y con las que luego éste
asustó a Berengario, procedían de algún libro de los que ahora suelen utilizar
los predicadores, y que alguien se había servido de ellas para amonestar a
Adelmo. Nunca como en estos últimos años los predicadores han ofrecido al
pueblo, para estimular su piedad y su terror (así como su fervor y su respeto
por la ley humana y divina), palabras tan truculentas, tan perturbadoras y tan
rnacabras. Nunca como en nuestros días se han alzado, en medio de las
procesiones de flagelantes, alabanzas más intensas, inspiradas en los dolores
de Cristo y de la Virgen; nunca como hoy se ha insistido en excitar la fe de los
simples describiéndoles las penas del infierno.
-Quizá sea por necesidad de penitencia -dije.
-Adso, nunca he oído invocar más la penitencia que en esta época, en la que ni
los predicadores ni los obispos ni tampoco mis hermanos, los espirituales,
logran ya promover la verdadera penitencia.
-Pero la tercera edad, el papa angélico, el capítulo de Perusa. . . -dije
confundido.
-Nostalgias. La gran época de la penitencia ha terminado. Por esto hasta el
capítulo general de la orden puede hablar de penitencia. Hace cien o
doscientos años soplaron vientos de renovación. Entonces, bastaba hablar de
penitencia para ganarse la hoguera, ya fuese uno santo o hereje. Ahora
cualquiera habla de ella. En cierto sentido, hasta el papa lo hace. No te fíes de
las renovaciones del género humano que se comentan en las curias y en las
cortes.
-Pero fray Dulcino. . . -me atreví a decir, curioso por saber más de aquél cuyo
nombre había oído pronunciar varias veces el día anterior.
-Murió, y mal, como había vivido, porque también él llegó demasiado tarde.
Además, ¿qué sabes tú de él?
-Nada, por eso os pregunto. . .
-Preferiría no hablar nunca de él. Tuve que ocuparme de algunos de los
Ilamados apóstoles, y pude observarlos de cerca. Una historia triste. Te llenaría
de confusión. A1 menos así sucedió en mi caso. Y mayor confusión sentirías al
enterarte de mi incapacidad para juzgar aquellos hechos. Es la
historia de un hombre que cometió insensateces porque puso en práctica lo
que había oído predicar a muchos santos. En determinado momento, ya no
pude saber quién tenía la culpa, me sentí como. . . como obnubilado por el aire
de familia que soplaba en los dos campos enfrentados: el de los santos que
predicaban la penitencia y el de los pecadores que la ponían en práctica, a
menudo a expensas de los otros. . . Pero estaba hablando de otra cosa. O
quizá no, quizá siempre he hablado de lo mismo: acabada la época de la
penitencia, la necesidad de penitencia se transformó para los penitentes en
necesidad de muerte. Y para derrotar a la penitencia verdadera, que
engendraba la muerte, quienes mataron a los penitentes enloquecidos,
devolviendo la muerte a la muerte, reemplazaron la penitencia del alma por una
penitencia de la imaginación, que apela a visiones sobrenaturales de
sufrimiento y de sangre, espejo, según ellos, de la penitencia verdadera. Un
espejo que impone en vida, a la imaginación de los simples, y a veces incluso a
la de los doctos, los tormentos del infierno. Según dicen, para que nadie peque.
Esperando que el miedo aparte a las almas del pecado, y confiando en poder
reemplazar la rebeldía por el miedo.
-Pero; ¿es verdad que así no pecarán? -pregunté ansioso.
-Depende de lo que entiendas por pecar, Adso –dijo mi maestro-. No quisiera
ser injusto con la gente de este país en el que vivo desde hace varios años,
pero me parece que la poca virtud de los italianos se revela en el hecho de
que, si no pecan, es por miedo a algún ídolo, aunque digan que se trata de un
santo. San Sebastián o San Antonio les infunden más miedo que Cristo. Si
alguien desea conservar limpio un lugar, lo que hace en este país para evitar
que lo meen, porque en esto los italianos son como los perros, es grabar con el
buril a cierta altura una imagen de San Antonio, y eso bastar para alejar a los
que quieran mear en dicho sitio. Así los italianos, incitados por sus
predicadores, corren el riesgo de volver a las antiguas supersticiones. Y ya no
creen en la resurrección de la carne; sólo tienen miedo a las heridas corporales
y a las desgracias, y por eso temen más a San Antonio que a Cristo.
-Pero Berengario no es italiano -observé.
-No importa, me refiero al clima que la iglesia y los predicadores han difundido
por esta península, y que desde aquí se difunde a todas partes. Y que llega,
incluso, a una venerable abadía habitada por monjes doctos como éstos.
-Pero, al menos, no pecarán -insistí, porque estaba dispuesto a contentarme
con eso.
-Si esta abadía fuese un speculum mundi, ya tendrías la respuesta.
-Pero, ¿lo es?
-Para que haya un espejo del mundo es preciso que el mundo tenga una forma
-concluyó Guillermo, que era demasiado filósofo para mi mente adolescente.

Segundo día
TERCIA
Donde se asiste a una riña entre personas vulgares, Aymaro d'Alessandria
hace algunas alusiones y Adso medita sobre la santidad y sobre el estiércol del
demonio. Después, Guillermo y Adso regresan al scriptorium, Guillermo ve algo
interesante, mantiene una tercera conversación sobre la licitud de la risa, pero,
en definitiva, no puede mirar donde querría.
Antes de subir al scriptorium pasamos por la cocina para alimentarnos, porque
desde la hora de despertar no habíamos tomado nada. Me recuperé en
seguida con una escudilla de leche caliente. La gran chimenea situada en la
pared sur ardía ya como una fragua, y en el horno se estaba cociendo el pan
para el día. Dos cabreros estaban descargando el cuerpo de una oveja que
acababan de matar. Percibí a Salvatore entre los cocineros, y me sonrió con su
boca de lobo. Y vi que cogía de una mesa un resto del pollo de la noche
pasada, y lo entregaba a escondidas a los cabreros, quienes con un guiño de
satisfacción lo metieron en sus chaquetas. Pero el cocinero jefe se di o cuenta y
regañó a Salvatore:
-¡Cillerero, cillerero -dijo-, debes administrar los bienes de la abadía, no
despilfarrarlos!
-¡Filii Dei son! -dijo Salvatore-. ¡Jesús dijo que facite por él lo que facite a uno
de estos pueri!
-¡Fraticello de mis calzones, franciscano pedorrero! –le gritó entonces el
cocinero-. ¡Ya no estás entre tus frailes mendigos! ¡De proveer a los hijos de
Dios se encargará la misericordia del Abad!
E1 rostro de Salvatore se oscureció, y exclamó revolviéndose en un acceso de
ira:
-¡No soy un fraticello franciscano! ¡Soy un monje Sancti Benedicti! ¡Merdre a
toy, bogomilo de mierda!
-¡Bogomila la ramera que te follas de noche con tu verga herética, cerdo! -gritó
el cocinero.
Salvatore hizo salir aprisa a los cabreros y, al pasar junto a nosotros, nos miró
preocupado:
-¡Fraile -le dijo a Guillermo-, defiende tu orden, que no es la mía, explícale que
los filios Francisci non ereticos esse! -Y después me susurró al oído-: Ille
menteur, pufff -y escupió al suelo.
El cocinero lo echó de mala manera y cerró la puerta tras él.
-Fraile -le dijo a Guillermo con resgeto-, no hablaba mal de vuestra orden y de
los hombres santísimos que la integran. Le hablaba a ese falso franciscano y
falso benedictino que no es ni carne ni pescado.
-Sé de dónde viene -dijo Guillermo con tono conciliador-. Pero ahora es un
monje como tú y le debes fraterno respeto.
-Pero mete las narices donde no debe meterlas, porque lo protege el cillerero, y
cree que él es el cillerero. ¡Dispone de la abadía como si le perteneciese, tanto
de día como de noche!
-¿Por qué de noche? -preguntó Guillermo.
EI cocinero hizo un gesto como para dar a entender que no quería hablar de
cosas poco virtuosas. Guillermo no insistió, y acabó de beber su leche.
Mi curiosidad era cada vez mayor. E1 encuentro con Ubertino, los rumores
sobre e1 pasado de Salvatore y del cillerero, las alusiones cada vez más
frecueates a los fraticelli y a los franciscanos heréticos, la reticencia del
maestro a hablarme de fray Dulcino... En mi mente empezaban a ordenarse
una serie de imágenes. Por ejemplo, mientras viajábamos habíamos
encontrado al menos en dos ocasiones una procesión de flagelantes. A veces
la población los miraba como santos; otras, en cambio, empezaba a correr el
rumor de que eran herejes. Sin embargo, eran siempre los mismos. Caminaban
en fila de a dos por las calles de la ciudad, sólo cubiertos en las partes
pudendas, pues ya no tenían sentido de la vergüenza. Cada uno empuñaba un
flagelo de cuero, y con él se iban azotando las espaldas hasta sacarse sangre;
y vertiendo abundantes lágrimas, como si estuviesen viendo la pasíón del
Salvador, implorahan con un canto lastimero la misericordia del Señor y el
auxilio de la Madre de Dios. No sólo de día, sino también de noche, portando
cirios encendidos, a pesar del rigor del invierno, acudían en tropel a las iglesias
y se arrodillaban humildemente ante los altares, precedidos por sacerdotes con
cirios y estandartes, y no sólo hombres y mujeres del pueblo, sino también
nobles matronas, y mercaderes... Y entonces se producían grandes actos de
penitencia. Los ladrones devolvían lo robado, y otros confesaban sus crimenes.
Pero Guillermo los había mirado con frialdad y me había dicho que aquella no
era verdadera penitencia. Hacía un momento me lo había repetido: el período
de la gran purificación penitencial había acabado, y lo que veíamos era obra de
los propios predicadores, que organizaban la devoción de las muchedumbres
para evitar que éstas fuesen presa de otro deseo de penitencia... Este sí
herético, y al que todos tenían miedo. Pero yo era incapaz de percibir la
diferencia, aunque ezistiese. Me parecía que esa diferencia no residía en lo
que hacían unos y otros, sino en la mirada con que la iglesia juzgaba los actos
de unos y de otros.
Pensé en la discusión con Ubertino. Sin duda, Guillermo había argumentado
bien, había intentado decirle que no era mucha la diferencia entre su fe mística
(y ortodoxa) y la fe perversa de los herejes. Llbertino se había indignado, como
si para él la diferencia estuviese clarísima. Y yo me había quedado con la
impresión de que Ubertino era diferente precisamente porque era el que sabía
percibir la diferencia. Guillermo se había sustraído a los deberes de la
Inquisición porque ya no era capaz de percibirla. Por eso no podía hablarme de
aquel misterioso fray Dulcino. Pero entonces (me
decía) era evidente que Guillermo había perdido la ayuda del Señor, que no
sólo enseña a percibir la diferencia, sino que también, por decirlo así, señala a
sus elegidos otorgándoles tal capacidad de discriminación. Ubertino y Chiara
da Montefalco (a pesar de estar rodeada de pecadores) habían conservado la
santidad justamente porque eran capaces de discriminar. Esa y no otra cosa
era la santidad.
Pero ¿por qué Guillermo no era capaz de discriminar? Sin embargo, era un
hombre muy agudo, y en lo referente a los hechos naturales era capaz de
percibir la mínima desigualdad y el mínimo parentesco entre las cosas. . .
Estaba sumido en estos pensamientos, mientras Guillermo acababa de beber
su leche, cuando oímos un saludo. Era Aymaro d'Alessandria, a quien ya
habíamos conocido en el scriptorium, y cuyo rostro me había llamado la
atención: una sonrisa de mofa permanente, como si la fatuidad de los seres
humanos ya no lo engañase, como si tampoco le pareciera demasiado
importante esa tragedia cósmica.
-¿Entonces, fray Guillermo, ya os habéis acostumbrado a esta cueva de locos?
-Me parece un sitio habitado por hombres admirables en mérito, tanto a su
santidad como a su doctrina –dijo cautamente Guillermo.
-Lo era. Cuando los abades se comportaban como abades y los bibliotecarios
como bibliotecarios. Ahora, ya habéis visto lo que sucede allí arriba -y señaló el
primer piso-, ese alemán medio muerto. con ojos de ciego, sólo tiene oídos
para escuchar devotamente los delirios de ese español ciego, con ojos de
muerto. Pareciera que el Anticristo fuese a llegar cualquiera de estos días, se
rascan pergaminos pero entran poquísimos libros nuevos... Mientras aquí
hacemos eso, all abajo, en las ciudades, se actúa... Hubo tiempos en los que
desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy, ya lo veis, el emperador
nos usa para que sus amigos puedan encontrarse con sus enernigos (algo he
sabido de vuestra misión, los monjes hablan y hablan, no tienen otra cosa que
hacer), pero sabe que el país se gobierna desde las ciudades. Nosotros
seguimos recogiendo el grano y criando gallinas, mientras allí abajo cambian
varas de seda por piezas de lino, y piezas de lino por sacos de especias, y todo
ello por buen dinero. Nosotros custodiamos nuestro tesoro, pero allá abajo se
acumulan tesoros. Y también libros. Y más bellos que los nuestros.
-En el mundo suceden. Sí. muchas cosas nuevas. Pero, ¿por qué pensáis que
la culpa es del Abad?
-Porque ha dejado la biblioteca en manos de extranjeros, y gobierna la abadía
como una fortaleza cuya función fuese defender la biblioteca. Una abadía
benedictina, situada en esta comarca italiana, debería ser un sitio donde
decidieran los italianos, y como italianos. ¿Qué hacen hoy los italianos, que ni
siquiera tienen un papa? Comercian, y fabrican, y son más ricos que el rey de
Francia. Entonces, hagamos lo mismo nosotros: si sabemos hacer bellos libros,
fabriquémoslos para las universidades, e interesémonos por lo que sucede allá
abajo. No me refiero al emperador, con todo el respeto por vuestra misión, fray
Guillermo, sino a lo que hacen los boloñeses a los florentinos. Desde aquí
podríamos controlar el paso de los peregrinos y los mercaderes que van desde
Italia a la Provenza, y viceversa. Abramos la biblioteca a los textos escritos en
lengua vulgar, y subir hasta aquí incluso aquellos que ya no escriben en latín.
En cambio, nos domina un grupo de extranjeros, que siguen dirigiendo la
bibli oteca como si en Cluny fuese todavía abad el buen Odilon.
-Pero el Abad es italiano -dijo Guillermo.
-Aquí el Abad no cuenta para nada -dijo Aymaro, siempre con su sonrisa de
mofa-. En lugar de cabeza tiene un armario de la biblioteca, con carcoma. Para
contrariar al papa, deja que la abadía sea invadida por fraticelli... Me refiero,
fraile, a esos herejes, transfugas de vuestra orden santísirna. Y, para agradar al
emperador, hace venir monjes de todos los monasterios del norte, como si aquí
no tuviésemos excelentes copistas, y hombres que saben griego y árabe, y
como si en Florencia o en Pisa no hubiese hijos de mercaderes, ricos y
generosos, dispuestos a entrar en la orden, si la orden les ofreciera la
posibilidad de acrecentar el poder y el prestigi o de sus padres. Pero aquí sólo
existe indulgencia con las cosas del mundo cuando se trata de permitir a los
alemanes que... ¡Oh, Señor, fulrninad mi lengua porque estoy por decir cosas
poco convenientes!
-¿En la abadía suceden cosas poco convenientes? -preguntó Guillermo, como
quien no quiere la cosa, mientras se servía más leche.
-También el monje es un hombre -sentenció Aymaro.
-Pero aquí son menos hombres que en otros sitios -añadió luego-. Y quede
claro que, si algo he dicho, no he sido yo qui en lo ha dicho.
-Muy interesante. ¿Y son opiniones sólo vuestras o hay muchos que piensan
como vos?
-Muchos, muchos. Muchos que ahora lamentan la desgracia del pobre Adelmo,
pero que no se hubiesen quejado si al precipicio hubiera caído otro, que ronda
por la biblioteca más de lo que debiera.
-¿Qué queréis decir?
-He hablado demasiado. Aquí hablamos demasiado, como ya habréis
advertido. Aquí, de una parte, nadie respeta el silencio. Y, de otra, se lo respeta
demasiado. Aquí, en lugar de hablar o de callar, habría que actuar. En la época
de oro de nuestca orden, cuando un abad no tenía temple de abad, una buena
copa de vino envenenado y ya estaba, a elegir el sucesor. Desde luego, fray
Guillermo, no os he dicho estas cosas para hablar mal del Abad o de los otros
hermanos. Dios me guarde de hacerlo. Por suerte, no tengo el feo vicio de la
maledicencia. Pero no quisiera que el Abad os hubiera pedido que
investigaseis sobre mí o sobre otros monjes, como Pacifico da Tivoli o Pietro de
Sant'Albano. Nosotros no tenemos nada que ver con lo que sucede en la
biblioteca. Aunque ya quisiéramos tener un poco más que ver. Y, ahora,
destapad este nido de víboras vos, que habéis quemado tantos herejes.
-Nunca quemé a nadie -respondió secamente Guillermo.
-Era una manera de decir -admitió Aymaro, con una amplia sonrisa-. Buena
caza, fray Guillermo, pero prestad atención de noche.
-¿Por qué no de día?
-Porque de día se cura el cuerpo con las hierbas buenas y de noche se
enferma la mente con las hierbas malas. No creéis que Adelrno se precipitó al
abismo empujado por las manos de otro, ni que las manos de alguien
hundieron a Venaneio en la sangre. Aquí hay uno que no quiere que los monjes
decidan por sí solos adónde ir, qué hacer y qué leer. Y se recurre a las fuerzas
del infierno, o de los nigromantes amigos del infierno, para confundir las
mentes de los curiosós. . .
-¿Habláis del padre herbolario?
-Severino da Sant'Emmerano es buena persona. Desde luego, alemán él,
alemán Malaquías...
Y, después de haber demostrado una vez más que no estaba dispuesto a
hablar mal de nadie, Aymaro subió a la sala de trabajo.
-¿Qué habrá querido decirnos? –pregunté.
-Todo y nada. Una abadía es siempre un sitio donde los monjes luchan entre sí
para conseguir el gobierno de la comunidad. También ocurre en Melk, aunque,
siendo novicio, puede que aún no hayas tenido tiempo de percibirlo. Pero en tu
país conquistar el gobierno de una abadía significa conquistar una posición
desde la cual se trata directamente con el emperador. En este país, en cambio,
la situación es distinta, el emperador está lejos, incluso cuando baja hasta
Roma. No hay cortes, y ahora ni siquiera existe la del papa. Como ya habrás
visto, lo que hay son ciudades.
-Sí, y me han impresionado mucho. En Italia la ciudad no es como en mi
tierra... No es sólo un sitio para
habitar: es un sitio para tomar decisiones. Siempre están todos en la plaza, los
magistrados de la ciudad importan más que el emperador o que el papa...
Son... reinos aparte.
-Y los reyes son los rnercaderes. Y su arma es el dinero. E1 dinero, en Italia,
no tiene la misma función que en tu país o en el mío. E1 dinero circula en todas
partes, pero allí la vida sigue en gran medida dominada por el intercambio de
bienes, pollos o gavillas de trigo, una hoz o un carro, y el dinero sirve para
obtener esos bienes. En cambio, como habrás advertido, en las ciudades
italianas son los bienes los que sirven para obtener dinero. Y también los curas
y los obispos, y hasta las órdenes religiosas, deben echar cuentas con el
dinero. Así se explica que la rebelión contra el poder se manifieste como
reivindicación de
la pobreza, y se rebelan contra el poder los que están excluidos de la relación
con el dinero, y cada vez que se reivindica la pobreza estallan los conflictos y
los debates, y toda la ciudad, desde el obispo al magistrado, se siente
directamente atacada si alguien insiste demasiado en predicar la pobreza.
Donde alguien reacciona ante el hedor del estiércol del demonio, los
inquisidores huelen el hedor del demonio. Ahora comprenderás también lo que
sugería Aymaro. En los tiempos áureos de la orden, una abadía benedictina
era el sitio desde donde los pastores vigilaban el rebaño de los fieles. Aymaro
quiere que se vuelva a la tradición. Pero la vida del rebaño ha cambiado, y para
volver a la tradición (a la gloria y al poder de otros tiempos) la abadía debe
aceptar que el rebaño ha cambiado, y para ello debe cambiar. Y como hoy en
este país el rebaño no se domina con las armas ni con el esplend or de los ritos,
sino con el control del dinero, Aymaro quiere que el conjunto de la abadía,
incluida la biblioteca, se conviertan en un taller, en una fábrica de dinero.
-¿Y qué tiene que ver esto con los crimenes, o con el crimen?
-Todavía no lo sé. Pero ahora quisiera subir. Ven.
Los monjes ya estaban trabajando. En el scriptorium reinaba el silencio, pero
no era aquel silencio que emana de la laboriosa paz de los corazones.
Berengario, que había llegado poco antes que nosotros, se mostró incómodo al
vernos. Los otros monjes levantaron las cabezas de sus mesas. Sabían que
est bamos allí para descubrir algo relativo a Venancio, y la dirección misma de
sus miradas hizo que nuestra atención se fijara en un sitio vacío, bajo una de
las ventanas que daban al octógono central.
Aunque el día fuese muy frío, la temperatura en el scriptorium era agradable.
No por azar lo habían instalado encima de las cocinas, que irradiaban bastante
calor, entre otras causas, porque los conductos de los dos hornos de abajo
pasaban por el interior de las pilastras en que se apoyaban las dos escaleras
de caracol situadas en los torreones occidental y meridional. En cuanto al
torreón septentrional, en la parte opuesta de la gran sala, no tenía escalera,
pero sí una gran chimenea encendida que irradiaba un calor muy agradable.
Además, el suelo estaba cubierto de paja, por lo que nuestros pasos eran
silenciosos. E1 ángulo menos caldeado era el del torreón oriental, y, en efecto,
noté que, como en aquel momento eran menos los monjes allí presentes que
los puestos de trabajo disponibles, todos tendían a evitar las mesas situadas en
ese sector. Cuando, más tarde, advertí que la escalera de caracol del torreón
oriental era la única que no sólo comunicaba, hacia abajo, con el refectorio,
sino también, hacia arriba, con la biblioteca, me pregunté si acaso la
calefacción de la sala no obedecía a un cálculo cuidadoso, destinado a disuadir
a los monjes del deseo de curiosear por aquella parte, y a facilitarle al
bibliotecario el control del acceso a la biblioteca. Pero quizá fuesen sospechas
exageradas, con las que intentaba imitar malamente a mi maestro, pues no
tardé en advertir que semejante cálculo no hubiese sido de mucha utilidad en
verano. Salvo (me dije) que en verano aquella part e fuera precisamente la más
expuesta al sol, y, por consiguiente, también entonces, Ia menos frecuentada
por los monjes.
La mesa del pobre Venancio estaba situada a espaldas de la gran chimenea y
era, probablemente, una de las más codiciadas. En aquella época yo no había
pasado todavía muchos años en un scriptorium, pero después gran parte de mi
vida transcurriría en ellos, de modo que conozco los sufrimientos que el
copista, el rubricante y el estudioso deben soportar en sus mesas durante las
largas horas invernales, cuando los dedos se entumecen sobre el estilo
(porque ya con una temperatura normal, después de escribir durante seis
horas, los dedos sienten el terrible calambre del monje y el pulgar duele como
si lo estuvieran machacando en un mortero). Y así se explica que a menudo
encontremos al margen de los manuscritos frases dejadas por el copista como
testimonio de su padecimiento (y de su impaciencia), por ejemplo: “¡Gracias a
Dios no falta mucho para que oscurezca!” o “¡Si tuviese un buen vaso de vino!”,
o “Hoy hace frío, hay poca luz, este pergamino tiene pelos, hay algo que no va”
Como dice un antiguo proverbio, tres dedos sostienen la pluma, pero el que
trabaja es todo el cuerpo. Trabaja, es decir, sufre.
Pero estaba hablando de la mesa de Venancio. Como todas las situadas
alrededor del patio octagonal, destinadas a los estudiosos, era más pequeña
que las otras, situadas bajo las ventanas de las paredes externas, y destinadas
a los copistas.y miniaturistas. Sin embargo, también Venancio trabajaba con un
atril, probablemente porque estaba consultando manuscritos que la abadía
había recibido en prestamo para copiar. Encima de la mesa había una
estantería baja en la que se amontonaban unos folios sueltos; como estaban
en latín, deduje que era lo último que había estado
traduciendo. Los folios, cubiertos por una escritura rápida, no estaban
ordenados en páginas, de rnodo que después deberían haber pasado a las
mesas del copista y del miniaturista. Por eso eran bastante ilegibles. Entre los
folios se veía algún libro en griego. Otro libro griego estaba abierto en el atril:
era la obra que Venancio había estado traduciendo los últimos días. En aquella
época yo todavía no sabía griego, pero mi maestro leyó el título y dijo que era
de un tal Luciano y que contaba la historia de un hombre transformado en
asno. Esto me hizo recordar una f ábula análoga de Apuleyo, cuya lectura solía
prohibirse severamente a los novicios.
-¿Cómo es que Venancio estaba traduciendo esto? -preguntó Guillermo a
Berengario, que estaba a nuestro lado.
-Es un pedido que hizo a la abadía el señor de Milán. En compensación, la
abadía obtendría un derecho de prelación sobre el vino que produzcan unas
fincas situadas en la parte de oriente -dijó Berengario, señalando a lo lejos con
la mano. Pero se apresuró a añadir-: No es que la abadía se preste a realizar
trabajos venales para los laicos. Pero el que encargó la traducción consiguió
que el dogo de Venecia nos prestara este precioso manuscrito griego, obsequio
del emperador bizantino. Y, una vez acabado el trabajo de Venancio,
habríamos hecho dos copias: una para el que encargó la traducción y otra para
nuestra biblioteca.
-Que, por tanto, también acoge fábulas paganas –dijo Guillermo.
-La biblioteca es testimonio de la verdad y del error -dijo entonces una voz a
nuestras espaldas.
Era Jorge. También esa vez me asombró (y con frecuencia volvería a hacerlo
en los días sucesivos) la manera inopinada que tenía aquel anciano de
aparecer, como si nosotros no lo viéramos y él sí nos viese. Me preguné,
incluso, qué podía estar haciendo un ciego en el scriptorium.
Pero más tarde me di cuenta de que Jorge era omnipresente en la abadía. Y a
menudo estaba en el scriptorium, sentado en un sillón cerca de la chimenea, y
no parecía escapársele nada de lo que sucedía en la sala. En cierta ocasión le
oí preguntar en alta voz desde aquel sitio: ¿Quién sube?, mientras volvía la
cabeza hacia Malaquías, que, con pasos amortiguados por la paja, se dirigía a
la biblioteca. Los monjes lo estimaban mucho y solían leerle pasajes de difícil
comprensión, consultarlo para redactar algún escolio o pedirle consejos sobre
la manera de representar algún animal o algún santo. Entonces clavaba sus
ojos muertos en el vacío, como. mirando unas páginas que su memoria había
conservado nítidas, y respondía que los falsos profetas van vestidos de obispos
y que de sus labios salen ranas, o cuáles eran las piedras que debían adornar
la muralla de la Jerusalén celeste, o que en los mapas los arimaspos debían
representarse cerca de la tierra del cura Juan, pero cuidando de no excederse
en la pintura de su monstruosidad, porque no debían seducir al que los
contemplara, sino figurar como emblemas, reconocibles pero no
concupiscibles, y tampoco repelentes hasta el punto d e provocar risa.
En cierta ocasión, oí que aconsejaba a un escoliasta sobre la manera de
interpretar la recapitulatio en los textos de Ticonio de acuerdo con las ideas de
San Agustín, para no incurir en la herejía donatista. Otra vez lo escuché
aconsejar sobre la manera de distinguir, en el comentario de un texto, entre los
herejes y los cismáticos. Y en otra ocasión, responder a la pregunta de un
estudioso diciéndole que libro debía buscar en el catálogo de la biblioteca, y
casi en que folio encontraría la referencia, mientras le aseguraba que el
bibliotecario no pondría el menor obstáculo para entregárselo, porque se
trataba de una obra inspirada por Dios. Y otra vez oí que decía que cierto libro
no podía buscarse porque, si bien figuraba en el catálogo, hacía cincuenta
años que las ratas lo habían arruinado, y se pulverizaba entre los dedos con
sólo tocarlo. En resumen: era la memoria misma de la biblioteca, y el alma del
scriptorium. A veces amonestaba a los monjes cuando les oía charlar:
“¡Apresuraos a dejar testimonio de la verdad! ¡Los tiempos están próximos!”, y
aludía a la llegada del Anticristo.
-La biblioteca es testimonio de la verdad y del error -dijo, pues, Jorge.
-Sin duda, Apuleyo de Madaura tuvo fama de mago -dijo Guillermo-. Pero, tras
el velo de la fantasía, esta fábula también contiene una valiosa moraleja,
porque enseña lo caro que se pagan las faltas cometidas. Además, creo que la
historia del hombre transformado en asno alude claramente a la metamorfosis
del alma que cae en el pecado.
-Quizá -dijo Jorge.
-Y ahora también comprendo por qué, durante la conversación que
mencionaron ayer, Venancio se interesó tanto por los problemas de la comedia.
En efecto: también este tipo de fábulas puede asímilarse a las comedias de los
antiguos. A diferencia de las tragedias, no narran hechos sucedidos a hombres
que han existido en la realidad. Como dice Isidoro, son ficciones: “Fabulae
poetae a fando nominaverunt quia non sunt res factae sed tantum loquendo
fictae...”
En un primer momento no comprendí por qué Guillermo se había metido en
aquella discusión erudita, y justo con un hombre que no parecía tener mayor
predilección por dichos temas. Pero la respuesta de Jorge me demostró lo sutil
que había estado mi maestro.
-Aquel día el tema de discusión no eran 'las comedias, sino sólo la licitud de la
risa -dijo frunciendo el ceño.
Yo recordaba muy bien que, justo el día anterior, cuando Venancio se había
referido a aquella discusión, Jorge había dicho que no reeordaba sobre qué
había versado.
-¡Ah! -dijo Guillermo como al descuido-. Creí que habíais hablado de las
mentiras de los poetas y de los enigmas ingeniosos...
-Se habló de la risa -dijo secamente Jorge-. Los paganos escribían comedias
para hacer reír a los espectadores, y hacían mal. Nuestro Señor Jesucristo
nunca contó comedias ni fábulas, sino parábolas transparentes que nos
enseñan alegóricamente cómo ganarnos el paraíso, amen.
-Me pregunto -dijo Guillermo-, por qué rechazáis tanto la idea de que Jesús
pudiera haber reído. Creo que, como los baños, la risa es una buena medicina
para curar los humores y otras afecciones del cuerpo, sobre todo la melancolía.
-Los baños son buenos, y el propio Aquinate los aconseja para quitar la
tristeza, que puede ser una pasíón mala cuando no corresponde a un mal
susceptible de eliminarse a través de la audacia. Los baños restablecen el
equilibrio de los humores. La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la
cara, hace que el hombre parezca un mono.
-Los monos no ríen, la risa es propia del hombre, es signo de su racionalidad.
-También la palabra es signo de la racionalidad humana, y con la palabra
puede insultarse a Dios. No todo lo que es propio del hombre es
necesariamente bueno. La risa es signo de estulticia. E1 que ríe no cree en
aquello de lo que ríe, pero tampoco lo odia. Por tanto, reírse del mal significa
no estar dispuesto a combatirlo, y reírse del bien significa desconocer la fuerza
del bien, que se difunde por Sí solo. Por eso la Regla dice: “Decimus humilitatis
gradus est si non sit facilis ac promptus in risu, quia scriptum est: stultus in risu
exaltat vocem suam.”
-Quintiliano -interrumpió mi maestro - dice que la risa debe reprimirse en el caso
de1 panegírico, por dignidad, pero que en muchas otras circunstancias hay que
estimularla. Tácito alaba la ironía de Calpurnio Pisón. Plinio el Joven escribió:
“Aliquando praeterea rideo, jocor, ludo, homo sum”.
-Eran paganos -replicó Jorge-. La Regla dice: “Scurrilitates vero vel verba
otiosa et risum moventia aeterna clausura in omnibus locis damnamus, et ad
talia eloquia discipulum aperice os non permittimus”.
-Sin embargo, cuando ya el verbo de Cristo había triunfado en la tierra, Sinesio
de Cirene dijo que la divinidad había sabido combinar armoniosamente lo
cómico y lo trágico, y Elio Sparziano dice que el emperador Adriano, hombre de
elevadas costumbres y de ánimo naturaliter cristiano, supo mezclar los
momentos de alegría con los de gravedad. Por último, Ausonio recomienda
dosificar con moderación lo serio y lo jocoso.
-Pero Paolino da Nola y Clemente de Alejandría nos advirtieron del peligro que
encierran esas tonterías, y Sulpicio Severo dice que San Martín nunca se
mostró arrebatado por la ira ni presa de la hilaridad.
-Sin embargo, menciona algunas respuestas del santo spiritualiter salsa -dijo
Guillermo.
-Eran respuestas rápidas y sabias, no risibles. San Efraín escribió una
parénesis contra la risa de los monjes, ¡y en el De habitu et conversatione
monachorum se recomienda evitar las obscenidades y los chistes como si
fuesen veneno de áspid!
-Pero Hildeberto dijo: “Admittenda tibi joca sunt post seria quaedam, sed tamen
et dignis ipsa gerenda modis”. Y Juan de Salisbury autoriza una hilaridad
moderada. Por último, el Eclesiastés, que citabais hace un momento al
mencionar vuestra Regla, si bien dice, en efecto, que la risa es propia del
necio, admite al menos una risa silenciosa, la del ánimo sereno.
-E1 ánimo sólo está sereno cuando contempla la verdad y se deleita con el
bien que ha realizado, y la verdad y el bien no mueven a risa. Por eso Cristo no
reia. La risa fomenta la duda.
-Pero a veces es justo dudar.
-No veo por qué debiera serlo. Cuando se duda hay que acudir a una
autoridad, a las palabras de un padre o de un doctor, y entonces desaparece
todo motivo de duda. Me parece que estáis impregnado de doctrinas
discutibles, como las de los lógicos de París. Pero San Bernardo, con su es así
y no es así, supo oponerse al castrado Abelardo, que quería someter todos los
problemas al examen frío y sin vida de una razón no iluminada por las
Escrituras. Sin duda, el que acepta esas ideas peligrosísimas también puede
valorar el juego del necio que ríe de aquello cuya verdad, denunciada ya de
una vez para siernpre, debe ser el objeto único de nuestro saber. Y así, al reír,
el necio dice implícitamente: “Deus non est”.
-Venerable Jorge -dijo Guillermo-, creo que sois injusto cuando tratáis de
castrado a Abelardo, porque sabéis que fue la iniquidad ajena la que lo sumió
en esa triste condición.
-Fueron sus pecados. Fue la soberbia de su confianza en la razón humana. Así
la fe de los simples fue escarnecida, los misterios de Dios desentrañados
(mejor dicho, se intentó desentrañarlos, ¡necios quienes lo intentaron!),
abordadas con temeridad cuesti ones relativas a las cosas más altas,
escarnecidos los padres por haber considerado que no eran respuestas sino
consuelo lo que esas cuestiones requerían.
-No estoy de acuerdo, venerable Jorge. Dios quiere que ejerzamos nuestra
razón a propósito de muchas cosas oscuras sobre las que la escritura nos ha
dejado en libertad de decidir. Y cuando alguien os incita a creer en determinada
proposición, lo primero que debéis hacer es considerar si la mism es o no
aceptable, porque nuestra razón ha sido creada por Dios, y lo que agrada a
nuestra razón no puede no agradar a la razón divina, sobre la cual, por otra
parte, sólo sabemos lo que, por analogía y a menudo por negación, inferimos
basándonos en las operaciones de nuestra propia razón. Y ahora fijaos en que,
a veces, para minar la falsa autoridad de una proposición absurda, que
repugna a la razón, también la risa puede ser un instrumento idóneo. A menudo
la risa sirve para confundir a los malvados y para poner en evidencia su
necedad. Cuentan que cuando los paganos sumergieron a San Mauro en agua
hirviente, éste se quejó de que el baño estuviese tan frío; el gobernador pagano
puso estúpidamente la mano en el agua para probarla, y se escaldó. Bello acto
de aquel santo mártir, que ridiculizó así a los enemigos de la fe.
Jorge sonrió con malignidad y dijo:
-También en los episodios que cuentan los predicadores hay muchas patrañas.
Un santo sumergido en agua hirviendo sufre por Cristo y se contiene para no
gritar, ¡no tiende trampas infantiles a los paganos!
-¿Veis? ¡Esta historia os parece inaceptable para la razón y la acusáis de ser
ridícula! Aunque tácitamente, y dominando vuestros labios, os estáis riendo de
algo y queréis que tampoco yo lo tome en serio. Reís de la risa, pero reís.
Jorge hizo un gesto de fastidio:
-Jugando con la risa rne estáis arrastrando a hablar de frivolidades. Pero
sabéis bien que Cristo no reía.
-No estoy muy seguro. Cuando invita a los fariseos a que arrojen la primera
piedra, cuando pregunta de quién es la efigie estampada en la moneda con que
ha de pagarse el tributo, cuando juega con las palabras y dice: “Tu es petrus”,
creo que dice cosas ingeniosas, para confundir a los pecadores, para alentar a
los suyos. También habla con ingenio cuando dice a Caifás: “Tú lo has dicho”.
Y Jerónimo, cuando comenta el pasaje de Jeremías en que Dios dice a
Jerusalén “nudavi femora contra faciem tuam”, explica: “Sive nudabo et
relevabo femora et posteriora tua”. De modo que hasta Dios se expresa
mediante agudezas para confundir a los que quiere castigar. Y bien sabéis que,
en el momento más vivo de la disputa entre cluniacenses y cistercienses, los
primeros acusaron a los segundos, para ridiculizarles, de no llevar calzones. Y
en el Speculum stultorum, el asno Brunello se pregunta qué sucedería si por la
noche el viento levantase las mantas y el monje viera sus partes pudendas. . .
Los monjes que estaban alrededor rompieron a reír, y Jorge montó en cólera:
-Estáis arrebatándome a estos hermanos para arrastrarlos a una fiesta de
locos. Ya sé que es común entre los franciscanos conquistarse las simpatías
del pueblo con este tipo de tonterías, pero sobre estos ludi os diré lo que dice
un verso que en cierta ocasión oí en boca de uno de vuestros predicadores:
“Tum podex carmen extulit horridulum”.
La reprimenda era un poco excesiva: Guillermo había estado impertinente, pero
ahora Jorge lo acusaba de emitir pedos por la boca. Me pregunté si con la
severidad de su respuesta el anciano no estaría invitándonos a salir del
scriptorium. Pero vi que Guillermo, tan combativo hacía un momento, adoptaba
la más dócil de las actitudes.
-Os pido perdón, venerable Jorge --dijo-. Mi boca no ha sabido ser fiel a mi
pensamiento; no quise faltaros al respeto. Quizá lo que decís sea justo, y
quizá yo esté equivocado.
Ante este acto de exquisita humildad, Jorge emitió un gruñido, que tanto podía
expresar satisfacción como perdón, y no pudo hacer más que regresar a su
sitio, mientras los monjes, que durante la discusión se habían ido acercando,
fueron refluyendo hacia sus mesas de trabajo. Guillermo volvió a arrodillarse
ante la mesa de Venancio y continuó hurgando entre las hojas. Su respuesta
humildísima le había permitido ganar algunos segundos de tranquilidad. Y lo
que pudo ver en ese brevísimo lapso guió la búsqueda que emprendería
aquella misma noche.
Sin embargo, sólo fueron unos pocos segundos. Venció se acercó en seguida,
fingiendo haber olvidado su estilo sobre la mesa cuando se había aproximado
para escuchar la conversación con Jorge. Le susurró a Guillermo que debía
hablar urgentemente con él, y dijo que lo vería detrás de los baños. Le dijo que
saliese primero, y que por su parte no tardaría en seguirlo.
Guillermo vaciló un instante, después Ilamó a Malaquías, que desde su mesa
de bibliotecario, junto al catálogo, había observado todo lo anterior, y le pidió,
en virtud del mandato que había recibido del Abad (e hizo mucho hincapié en
ese privilegio), que pusiera a alguien de guardia junto a la mesa de Venancio,
porque consideraba conveniente para su investigación que nadie se acercase a
ella durante el resto del día, hasta que él pudiese regresar. Lo dijo en alta voz,
porque así no sólo comprometía a Malaquías para que vigilara a los monjes
sino también a estos últimos para que vigilaran a aquél. E1 bibliotecario no
pudo hacer más que aceptar, y Guillermo se alejó conmigo.
Mientras atravesábamos el huerto en dirección a los baños, que estaban junto
al edificio del hospital, Guillermo observó:
~Parece que a muchos no les gusta que ande tocando algo que hay sobre, o
debajo de, la mesa de Venancio.
-¿Qué será?
-Tengo la impresión de que ni siquiera ellos lo saben.
-Entonces, ¿Bencio no tiene nada que decirnos y sólo hace esto para alejarnos
del scriptorium?
-En seguida lo sabremos-dijo Guillermo.
Y, en efecto, Bencio no se hizo esperar.
Segundo día
SEXTA
Donde, por un extraño relato de Bencio, llegan a saberse cosas poco
edificantes
sobre la vida en la abadía.
Lo que Bencio nos dijo fue un poco confuso. Parecía que, realmente, sólo nos
había atraído hacia allí para alejarnos del scriptorium, pero también que,
incapaz de inventar un pretexto convincente, estaba diciéndonos cosas ciertas,
fragmentos de una verdad más grande que él conocía.
Nos dijo que por la mañana había estado reticente, pero que ahora, después
de una madura reflexión, pensaba que Guillermo debía conocer toda la verdad.
Durante la famosa conversación sobre la risa, Berengario se había referido al
“finis Africae”. ¿De qué se trataba? La biblioteca estaba llena de secretos, y
sobre todo de libros que los monjes nunca habían podido consultar. Las
palabras de Guillermo sobre el examen racional de las proposiciones habían
causado honda impresión en Bencio. Consideraba que un monje estudioso
tenía derecho a conocer todo lo que guardaba la biblioteca. Criticó con ardor el
concilio de Soissons, que había condenado a Abelardo. Y, mientras así
hablaba, fuimos comprendiendo que aquel monje todavía joven, que se
deleitaba en el estudio de la retórica, tenía arrebatos de independencia y
aceptaba con dificultad los límites que la disciplina de la abadía imponía a la
curiosidad de su intelecto. Siempre me han enseñado a desconfiar de esa
clase de curiosidades, pero sé bien que a mi maestro no le disgustaba esa
actitud, y advertí que simpatizaba con Bencio y que creía en lo que éste estaba
diciendo. En resumen: Bencio nos dijo que no sabía de qué secretos habían
hablado Adelmo, Venancio y Berengario, pero que no le hubiese desagradado
que de aquella triste historia surgiera alguna claridad sobre la forma en que se
administraba la biblioteca, y que confiaba en que mi maestro, como quiera que
desenredase la madeja del asunto, extrayera elementos susceptibles de hacer
que el Abad se sintiese inclinado a suavizar la disciplina intelectual que pesaba
sobre los monjes; venidos de tan lejos, como él, añadió, precisamente para
nutrir su intelecto con las maravillas que escondía el amplio vientre de la
biblioteca.
Creo que de verdad Bencio esperaba que la investigación tuviese estos
efectos. Sin embargo, también era probable que al mismo tiempo, devorado
como estaba por la curiosidad, quisiera reservarse, como había previsto
Guillermo, la posibilidad de ser el primero que hurgase en la mesa de
Venancio, y que para mantenernos lejos de ella estuviese dispuesto a darnos
otras informaciones. Que fueron las siguientes.
Berengario, como ya muchos monjes sabían, estaba consumido por una insana
pasión cuyo objeto era Adelmo, la misma pasión que la cólera divina había
castigado en Sodoma y Gomorra. Así se expresó Bencio, quizá por
consideración a mi juventud. Pero quien ha pasado su adolescencia en un
monasterio sabe que, aunque haya mantenido la castidad, ha oído hablar, sin
duda, de esas pasiones, y a veces ha tenido que cuidarse de las acechanzas
de quienes a ellas habían sucumbido. ¿Acaso yo mismo, joven novicio, no
había recibido en Melk misivas de cierto monje ya anciano que me escribía el
tipo de versos que un laico suele dedicar a una mujer? Los votos monacales
nos mantienen apartados de esa sentina de vicios que es el cuerpo de la
hembra, pero a menudo nos acercan muchísimo a otro tipo de errores. Por
último, ¿acaso puedo dejar de ver que mi propia vejez aún conoce la agitación
del demonio meridiano cuando, en ocasiones, estando en el coro, mis ojos se
detienen a contemplar el rostro imberbe de un novicio, puro y fresco como una
muchacha?
No digo esto para poner en duda la decisión de consagrarme a la vida
monástica, sino para justificar el error de muchos a quienes la carga sagrada
les resulta demasiado gravosa. Para justificar, tal vez, el homble delito de
Berengario. Pero, según Bencio, parece que aquel monje cultivaba su vicio de
una manera aún más innoble, porque recurría al chantaje para obtener de otros
lo que la virtud y el decoro les habrían impedido otorgar.
De modo que desde hacía tiempo los monjes ironizaban sobre las tiernas
miradas que Berengario lanzaba a Adelrno, cuya hermosura parecía haber sido
singular. Pero este último, totalmente enamorado de su trabajo, que era quizás
su única fuente de placer, no prestaba mayor atención al apasionamiento de
Berengario. Sin embargo, aunque lo ignorase, puede que su ánimo ocultara
una tendencia profunda hacia esa misma ignominia. EI hecho es que Bencio
dijo que había sorprendido un diálogo entre Adelmo y Berengario en el que
este último, aludiendo a un secreto que Adelmo le pedía que le revelara, le
proponía la vil transacción que hasta el lector más inocente puede imaginar. Y
parece que Bencio oyó en boca de Adelmo palabras de aceptación,
pronunciadas casi con alivio. Corno si, aventuraba Bencio, no otra cosa
desease, y como si para aceptar le hubiera bastado poder invocar una razón
distinta del deseo carnal. Signo, argumentaba Bencio, de que el secreto de
Berengario debía de estar relacionado con algún arcano del saber, para que
así Adelmo pudiera hacerse la ilusión de que se entregaba a un pecado de la
carne para satisfacer una apetencia intelectual. Y, añadió Bencio con una
sonrisa, cuántas veces él mismo no era presa de apetencias intelectuales tan
violentas que para satisfacerlas hubiese aceptado secundar apetencias
carnales ajenas, incluso contrarias a su propia apetencia carnal.
-¿Acaso no hay momentos -preguntó a Guillermo- en los que estaríais
dispuesto a hacer incluso cosas reprobables para tener en vuestras manos un
libro que buscáis desde hace años?
-El sabio y muy virtuoso Silvestre II, hace dos siglos, regaló una preciosísima
esfera armilar a cambio de un manuscrito, creo que de Estacio o de Lucano -
dijo Guillermo. Y luego añadió prudentemente-: Pero se trataba de una esfera
armilar, no de la propia virtud.
Bencio admitió que su entusiasmo lo había hecho exagerar, y retomó Ia
narración. Movido por la curiosidad, la noche en que Adelmo moriría, había
vigilado sus pasos y los de Berengario. Después de completas, los había visto
caminando juntos hacia el dormitorio. Había esperado largo rato en su celda,
que no distaba mucho de las de ellos, con la puerta entreabierta, y había visto
claramente que Adelmo se deslizaba, en medio del silencio que rodeaba el
reposo de los monjes, h:acia la celda de Berengario. Había seguido despierto,
sin poder conciliar el sueño, hasta que oyó que se abría la puerta de
Berengario y que Adelmo escapaba casi a la carrera, mientras su amigo
intentaba retenerlo. Berengario lo había seguido hasta el piso inferior. Bencio
había ido tras ellos, cuidando de no ser visto, y en la entrada del pasillo inferior
había divisado a Berengario que, casi temblando, oculto en un rincón, clavaba
las ojos en la puerta de la celda de Jorge. Bencio había adivinado que Adelmo
se había arrojado a los pies del anciano monje para confesarle su pecado. Y
Berengario temblaba, porque sabía que su secreto estaba descubierto, aunque
fuese a quedar guardado por el sello del sacramento.
Después Adelmo había salido, con el rostro muy pálido, había apartado de sí a
Berengario que intentaba hablarle, y se había precipitado fuera del dormitorio.
Tras rodear el ábside de la iglesia, había entrado en el coro por la puerta
septentrional (que siempre permanece abierta de noche). Probablemente,
quería rezar. Berengario lo había seguido, pero no había entrado en la iglesia,
y se paseaba entre las tumbas del cementerio retorciéndose las manos.
Bencio estuvo vacilando sin saber qué hacer, hasta que de pronto vio a una
cuarta persona moviéndose por los alrededores. También había seguido a
Adelmo y Berengario, y sin duda no había advertido la presencia de Bencio,
que estaba erguido junto al tronco de un roble plantado al borde del
cementerio. Era Venancio. A1 verlo, Berengario se había agachado entre las
tumbas. Tarnbién Venancio había entrado en el coro. En aquel momento,
temiendo que lo descubrieran, Bencio había regresado al dorniitorio. A la
mañana siguiente, el cadáver de Adelmo había aparecido al pie del barranco.
Eso era todo lo que Bencio sabía.
Pronto sería la hora de comer. Bencio nos dejó, y mi maestro no le hizo más
preguntas. Nos quedamos un rato detrás de los baños y después dimos un
breve paseo por el huerto, meditando sobre aquellas extrañas revelaciones.
-Frangula -dijo de pronto Guillermo, inclinándose para observar una planta,
que, como era invierno, había reconocido por el arbusto -. La infusión de su
corteza es buena para las hemorroides. Y aquello es arctium lappa; una buena
cataplasma de raíces frescas cicatriza los eczemas de la piel.
-Sois mejor que Severino -le dije-, pero ahora ¡decidme qué pensáis de lo que
acabamos de oír!
-Querido Adso, deberías aprender a razonar con tu propia cabeza.
Probablemente, Bencio nos ha dicho la verdad. Su relato coincide con el que
hoy temprano nos hizo Berengario, tan mezclado con alucinaciones. Intenta
reconstruir los hechos. Berengario y Adelmo hacen juntos algo muy feo, ya lo
habíamos adivinado. Y Berengario debe de haber revelado a Adelmo algún
secreto que, ¡ay!, sigue siendo un secreto. Después de haber cometido aquel
delito contra la castidad y las reglas de la naturaleza, Adelmo sólo piensa en
franquearse con alguien que pueda absolverle, y corre a la celda de Jorge.
Este, como hemos podido comprobar, tiene un carácter muy severo, y, sin
duda, abruma a Adelmo con reproches que lo Ilenan de. angustia. Quizá no le
da la absolución, quizá le impone una penitencia irrealizable, es algo que
ignoramos, y que Jorge nunca nos dirá. Lo cierto es que Adelmo corre a la
iglesia para arrodillarse ante el altar, pero no consigue calmar sus
remordimientos. En ese momento se le acerca Venancio. No sabemos que se
dijeron. Quizás Adelmo confía a Venancio el secreto que Berengario acaba de
transmitirle (en pago), por el que ya no siente ningún interés, porque ahora
tiene su propio secreto, mucho más terrible y candente. ¿Qué hace entonces
Venancto? Quizá, comido por la misma curiosidad que hoy agitaba a nuestro
Bencio, contento por lo que acaba de saber, se marcha dejando a Adelmo
presa de sus remordimientos. A1 verse abandonado, éste piensa en matarse;
desesperado, se dirige al cementerio, donde encuentra a
Berengario. Le dice palabras tremendas, le echa en cara su responsabilidad, lo
llama maestro y dice que le ha enseñado a hacer cosas ignominiosas. Creo
que, quitando las partes alucinatorias, el relato de Berengario fue exacto.
Adelmo le repitió las mismas palabras atormentadoras que acababa de decirle
a él Jorge. Y es entonces cuando Berengario, muy turbado, se marcha en una
dirección, mientras Adelmo se aleja hacia el otro lado, decidido a matarse. EI
resto casi lo conocemos como si hubiésemos sido testigos de los hechos.
Todos piensan que alguien mató a Adelmo. Venancio lo interpreta como un
signo de que el secreto de la biblioteca es aún más importante de lo que había
creído, y sigue investigando por su cuenta. Hasta que alguien lo detiene, antes
o después de haber descubierto lo que buscaba.
-¿Quién lo mata? ¿Berengario?
-Quizá. O Malaquías, encargado de custodiar el Edificio. O algún otro. Cabe
sospechar de Berengario precisamente porque está asustado, y porque sabía
que Venancio conocía su secreto. O de Malaquías: debe custodiar la integridad
de la biblioteca, descubre que alguien la ha violado, y mata. Jorge lo sabe todo
de todos, conoce el secreto de Adelmo, no quiere que yo descubra lo que tal
vez haya encontrado Venancio. . . Muchos datos aconsejarían dirigir hacia él
las sospechas. Pero dime cómo un hombre ciego puede matar a otro que está
en la plenitud de sus fuerzas, y cómo un anciano, eso sí, robusto, pudo llevar el
cadáver hasta la.tinaja. Y, por último, ¿el asesino no podría ser el propio
Bencio? Podría habernos mentido, podría estar obrando con unos fines
inconfesables. ¿Y por qué limitar las sospechas a los que participaron en
la conversación sobre la risa? Quizás el delito tuvo otros móviles, que nada
tienen que ver con la biblioteca. De todos modos se imponen dos cosas:
averiguar cómo se entra en la biblioteca, y conseguir una lámpara. De esto
último ocúpate tú. Date una vuelta por la cocina a la hora de la comida y coge
una. . .
-¿Un hurto?
-Un prestamo, a la mayor gloria del Señor.
-En tal caso, contad conmigo.
-Muy bien. En cuanto a entrar en el Edificio, ya vimos por donde apareció
Malaquías ayer noche. Hoy haré una visita a la iglesia, y en especial a aquella
capilla. Dentro de una hora iremos a comer. Después tenemos una reunión con
el Abad. Podrás asistir tú también, porque he pedido que haya un secretario
para tomar nota de lo que se diga.
Segundo día
NONA
Donde el Abad se muestra orgulloso de las riquezas de su abadía y temeroso
de los herejes, y al final Adso se pregunta si no habrá hecho mal en salir a
recorrer el mundo.
Encontramos al Abad en la iglesia, frente al altar mayor. Estaba vigilando el
trabajo de unos novicios que habían sacado de algún sitio recóndito una serie
de vasos sagrados, cálices, patenas, custodias, y un crucifijo que no había
visto durante el oficio de la mañana. Ante la refulgente belleza de aquellos
sagrados utensilios, no pude contener una exclamación de asombro. Era pleno
mediodía y la luz penetraba a raudales pór las ventanas del coro, y con más
abandancia aún por las de las fachadas, formando blancos torrentes que, como
místicos arroyos de sustancia divina, iban a cruzarse en diferentes puntos de la
iglesia, inundando incluso el altar.
Los vasos, los cálices, todo revelaba la materia preciosa con que estaba becho:
entre el amarillo del oro, la blancura inmaculada de los marfiles y la
transparencia del cristal, vi brillar gemas de todos los colores y tamaños,
reconocí el jacinto, el topacio, el rubí, el zafiro, la esmeralda, el crisólito, el ónix,
el carbunclo, el jaspe y el ágata. Y al mismo tiempo advertí algo que por la
mañana, arrobado primero en la oración, y confundido luego por el terror, no
había notado: el frontal del altar y otros tres paneles que formaban su corona
eran todos de oro, y de oro parecía el altar por dondequiera que se lo mirase.
E1 Abad sonrió al ver mi asombro:
-Estas riquezas que veis -dijo volviéndose hacia nosotros- y otras que aún
veréis, son la herencia de siglos de piedad y devoción, y el testimonio del poder
y la santidad de esta abadía. Príncipes y poderosos de la tierra, arzobispos y
obispos, han sacrificado a este altar, y a los objetos que le están destinados,
los anillos de sus investiduras, los oros y las piedras que señalaban su
grandeza, y han querido entregarlos para que fuesen fundidos aquí para la
mayor gloria del Señor y de este sitio que es suyo. Aunque hoy la abadía haya
sido profanada por otro acontecimiento luctuoso, no podemos olvidar el poder y
la fuerza del Altísimo, que se alza frente a la evidencia de nuestra fragilidad. Se
avecinan las festividades de la Santa Navidad, y estamos empezando a limpiar
los utensilios sagrados, para que el nacimiento del Salvador pueda festejarse
con todo el fasto y la magnificencia que merece y requiere. Todo deber
manifestarse en su mismo esplendor... -añadió, mirando fijamente a Guillermo,
y luego comprendí por qué insistía con tanto orgullo en justificar su manera de
proceder-, porque pensamos que es útil y conveniente no esconder sino, por el
contrario, exhibir las ofrendas hechas a1 Señor.
-Así es -dijo cortésmente Guillermo-. Si vuestra excelencia estima que así ha
de glorificarse al Señor, qué duda cabe de que vuestra abadía ha alcanzado la
máxima excelencia en esta ofrenda de alabanzas.
-Así debe ser. Si por voluntad de Dios o por imposición de los profetas, se
utilizaban ánforas y jarras de oro y pequeños morteros áureos para recoger la
sangre de cabras, terneros o terneras en el templo de Salomón, ¡con mayor
razón, llenos de reverencia y devoción, hemos de utilizar, para recibir la sangre
de Cristo, vasos de oro y piedras preciosas, escogiendo para ello lo más
valioso de entre las cosas creadas! Si se produjese una segunda creación y
nuestra sustancia llegara a igualarse con la de los querubines y serafines,
seguiría siendo indigno el servicio que podría rendir a una víctima tan inefable. .
-Así sea -dije.
Muchos objetan que una mente santamente inspirada, un corazón puro, una
intención llena de fe deberían bastar para esta sagrada función. Somos los
primeros en afirmar en forma explícita y decidida que eso es lo esencial, pero
estamos persuadidos de que también debe rendirse homenaje a través del
ornamento exterior de los utensilios sagrados, porque es sumamente juzto y
conveniente
que sirvamos a nuestro Salvador en todo y sin restricciones, puesto que E1 ha
querido asistirnos en todo sin restricciones ni excepciones.
-Esta ha sido siempre la opinión de los grandes de vuestra orden -admitió
Guillermo-. Recuerdo haber leído páginas muy bellas sobre los ornamentos de
las iglesias en las obras d el grandísimo y venerable abate Suger.
-Así es -dijo el Abad-. ¿Veis este crucifijo? Aún no está completo... -lo cogió
con infinito amor y lo contempló con el rostro iluminado por la beatitud-:
Todavía faltan unas perlas aquí; no he encontrado aún las que se ajusten a sus
dimensiones. San Andrés dijo que en la cruz del Gólgota los miembros de
Cristo eran como otros tantos adornos de perlas. Y de perlas han de ser los
adornos de
este humilde simulacro de aquel gran prodigio. Aunque también me ha
parecido conveniente hacer engastar aquí, justo sobre la cabeza del Salvador,
el más bello diamante que jamás hayáis visto -con sus manos devotas, con los
largos dedos blancos, acarició las partes más preciosas del santo madero,
mejor dicho, del santo marfil, porque de esa espléndida materia estaban
hechos los brazos de la cruz-. Cuando me deleito contemplando todas las
bellezas de esta casa de Dios, y el encanto de las piedras multicolores borra
las preocupaciones externas, y una digna meditación me lleva a considerar,
transfiriendo lo material a lo inmaterial, la diversidad de las virtudes sagradas,
tengo la impresión de hallarme, por decirlo así, en una extraña región del
universo, aún no del todo libre en la pureza del cielo, pero ya en parte liberada
del fango de la tierra. Y me parece que, por gracia de Dios, puedo alejarme de
este mundo inferior para alcanzar el superior, por vía anagógica...
Mientras así hablaba había vuelto el rostro hacia la nave. Una ola de luz que
penetraba desde lo alto lo estaba iluminando -especial benevolencia del astro
diurno- en el rostro y en las manos, que, arrobado de fervor, tenía abiertas y
extendidas en forma de cruz.
-Toda criatura -dijo-, ya sea visible o invisible, es una luz, hija del padre de las
luces. Este marfil, este ónix, pero también la piedra que nos rodea, son una luz,
porque yo percibo que son buenos y bellos, que existen según sus propias
reglas de proporción, que difieren en género y especie del resto de los géneros
y especies, que están definidos por sus correspondientes números, que se
ajustan a sus respectivos órdenes, que buscan los lugares que les son propios,
de acuerdo con sus diferencias de gravedad. Y mejor se me revelan estas
cosas cuanto más preciosa es la materia que contemplo, pues, si para
remontarme a la sublimidad de la causa, cuya plenitud me es inaccesible, debo
partir de la sublimidad del efecto, y si ya el estiércol y el insecto consiguen
hablarme de la divina causalidad, ¡cuánto mejor lo harán efectos tan
admirables como el oro y el diamante, cuánto mejor brillará en ellos la potencia
creadora de Dios! Y entonces, cuando percibo en las piedras esas cosas
superiores, mi alma llora conmovida de júbilo, y no por vanidad terrenal o por
amor a las riquezas, sino por amor purísimo de la causa primera no causada.
-En verdad ésta es la más dulce de las teologías –dijo Guillermo con perfecta
humildad.
Y pensé que estaba utilizando aquella insidiosa figura de pensamiento que los
retóricos llaman ironía, y que siempre debe usarse precedida por la
pronunciatio, que es su señal y justificación.
Pero Guillermo nunca 1o hacía, de modo que el Abad, más propenso a utilizar
las figuras del discurso, tomó a Guillermo al pie de la letra, y añadió, llevado
aún por su rapto místico:
-Es la vía más inmediata para entrar en contacto con el Altísimo, teofanía
material.
Guillermo tosió educadamente : “Eh... oh...”, dijo. Eso hacía cada vez que
quería cambiar de tema. Logró hacerlo con mucha gentileza, porque tenía la
costumbre -típica, creo, de los hombres de su tierra- de emitir una serie de
gemidos preliminares cada vez que se proponía hablar, como si emprender la
exposición de un pensamiento acabado constituyera un gran esfuerzo para su
mente. Sin embargo, yo me había dado cuenta de que cuanto más duraban
esos gemidos preliminares más seguro estaba de la bondad de la proposición
que después expresaría.
-Eh... oh... -dijo, pues, Guillermo-. Hemos de hablar del encuentro y del debate
sobre la pobreza...
-La pobreza... -dijo, aún absorto, el Abad, como si le costase descender de la
hermosa región del universo adonde lo habían transportado sus gemas-. Es
cierto, el encuentro...
Y empezaron a discutir minuciosamente sobre cosas que en parte yo conocía y
que en parte logré entender al escuchar su conversación. Se trataba, como ya
he dicho al comienzo de este fiel relato, de la doble querella que oponía de una
parte al emperador y al papa, y de la otra al papa y a los franciscanos, que en
el capítulo de Perusa, si bien con muchos años de atraso, habían adoptado las
tesis de los espirituales acerca de la pobreza de Cristo; y del enredo que se
había originado al unirse los franciscanos al imperio, triángulo de oposiciones y
de alianzas que ahora se había convertido en cuadrado por la intervención -
todavía incomprensible para mí- de los abades de la orden de San Benito.
Nunca he acabado de comprender por qué los abades benedictinos habían
dado protección y asilo a los franciscanos espirituales, incluso antes de que su
propia orden adoptase, hasta cierto punto, sus opiniones. Porque si los
espirituales predicaban la renuncia a todos los bienes de este mundo, los
abades de mi orden, en cambio, seguían una vía no menos virtuosa pero del
todo opuesta, como claramente había podido comprobar aquel mismo día. Pero
creo que los abades consideraban que un poder excesivo del papa equivalía a
un poder excesivo de los obispos y las ciudades, y mi orden había conservado
intacto su poder a través de los siglos precisamente contra el clero secular y los
mercaderes de las ciudades, presentándose como mediadora directa entre el
cielo y la tierra, y consejera de los soberanos.
Muchas veces había oído yo repetir la frase según la cual el pueblo de Dios se
divide en pastores (o sea los clérigos), perros (o sea los guerreros) y ovejas, el
pueblo. Pero más tarde he aprendido que esa frase puede repetirse de
diferentes maneras. Los benedictinos habían hablado a menudo no de tres sino
de dos grandes divisiones, una relacionada con la administración de las cosas
terrenales y otra relacionada con la administración de las cosas celestes. En lo
referente a las cosas terrenales valía la división entre el clero, los señores
laicos y tripartición dominaba la
el pueblo, pero por encima de esa presencia del ordo monachorum, vínculo
directo entre el pueblo de Dios y el cielo, y los monjes no tenían nada que ver
con los pastores seculares que eran los curas y los obispos, ignorantes y
corruptos, que ahora servían los intereses de las ciudades, donde las ovejas ya
no eran los buenos y fieles campesinos sino los mercaderes y los artesanos. La
orden benedictina no veía mal que el gobierno de los simples estuviese a cargo
de los clérigos seculares, siempre y cuando el establecimiento de la regla
definitiva de aquella relación incumbiese a los monjes, que estaban en contacto
directo con la fuente de todo poder terrenal, el imperio, así como lo estaban con
la fuente de todo poder celeste. Y creo que fue por eso que muchos abades
benedictinos, para afirmar la dignidad del imperio frente al poder de las
ciudades (donde los obispos y los mercaderes se habían unido), estuvieron
incluso dispuestos a brindar protección a los franciscanos espirituales, cuyas
ideas no compartían, pero cuya presencia les era útil, porque proporcionaban
buenos argumentos al imperio en su lucha contra el poder excesivo del papa.
Deduje que aquellas debían de ser las razones por las que Abbone estaba
dispuesto a colaborar con Guillermo, enviado del emperador para mediar entre
la orden franciscana y la sede pontificia. En efecto: a pesar de la violencia de la
querella, que tanto hacía peligrar la unidad de la iglesia, Michele da Cesena, a
quien el papa Juan había llamado en reiteradas ocasiones a Aviñón, se había
decidido finalmente a aceptar la invitación, porque no deseaba una ruptura
definitiva entre su orden y el pontífice. Como general de los franciscanos quería
que triunfaran las posiciones de su orden, pero al miismo tiempo le interesaba
obtener el consenso papal, entre otras razones porque intuía que sin ese
consenso no podría durar demasiado a la cabeza de la orden.
Pero muchos le habían hecho ver que el papa lo esperaría en Francia para
tenderle una celada, acusarlo de herejía y procesarlo. Por eso aconsejaban
que antes del viaje se hicieran algunos tratos. Marsilio había tenido una idea
mejor: enviar junto a Michele un legado imperial que expusiese al papa el punto
de vista de los partidarios del emperador. No tanto para convencer al viejo
Cahors como para reforzar la posición de Michele, quien, al formar parte de
una legación imperial, ya no podría ser una presa tan fácil para la venganza
pontificia.
Sin embargo, también esa idea presentaba numerosos inconvenientes, y no
podía realizarse en forma inmediata. De allí había surgido la idea de un
encuentro preliminar entre los miembros de la legación imperial y algunos
enviados del papa, a fin de probar las respectivas posiciones y redactar los
acuerdos para un encuentro en que la seguridad de los visitantes italianos
estuviese garantizada. La organización de ese primer encuentro había sido
confiada precisamente a Guillerrno de Baskerville. Quien luego debería
exponer en Aviñón el punto de vista de los teólogos imperiales, si hubiese
estimado que el viaje era posible sin peligro. Empresa nada fácil, porque se
suponía que el papa, que deseaba que Michele fuese solo para poder reducirlo
más fácilmente a la obediencia, enviaría a Italia una legación con el propósito
de hacer todo lo posible para que el viaje de los emisarios imperiales a su corte
no llegara a realizarse. Hasta ese momento Guillermo se había movido con
gran habilidad. Después de largas consultas con varios abades benedictinos
(por eso nuestro viaje había tenido tantas etapas) había elegido la abadía en la
que nos encontrábamos, precisamente porque se sabía que el Abad era
devotísimo del imperio, y, sin embargo, dada su gran habilidad diplomática,
tampoco era mal visto en la corte pontificia. Territorio neutral, pues, la abadía,
donde los dos grupos habrían podido encontrarse.
Pero las resistencias del pontífice no habían acabado allí. Sabía que, una vez
en el terreno de la abadía, su legación quedaría sometida a la jurisdicción del
Abad, y como en ella también habría algunos miembros del clero secular, se
negaba a aceptar esa cláusula porque temía una celada por parte del imperio.
De modo que había puesto como condición que la indemnidad de sus enviados
estuviese garantizada por la preseneia de una compañía de arqueros del rey
de Francia al mando de una persona de su confianza. Algo había escuchado yo
sobre esto cuando en Bobbio Guillermo se reunió con un embajador del papa:
habían tratado de definir la fórmula que determinara la misión de dicha
compañía, o sea que quería decir garantizar la indemnidad de los legados
pontificios. A1 final se había aceptado una fórmula propuesta por los
aviñoneses, que había parecido razonable: los hombres armados y el que los
mandara tendrían jurisdicción sobre todos aquellos que de alguna manera
tratasen de atentar contra la vida de los miembros de la legación pontificia y de
influir sobre su comportamiento y sobre su juicio mediante actos violentos. En
aquel momento, el acuerdo había respondido a puras preocupaciones
formales. Pero ahora, después de los hechos que acababan de producirse en
la abadía, el Abad estaba inquieto, y comunicó sus dudas a Guillermo. Si la
legación llegaba a la abadía antes de que se descubriera al autor de los dos
crimenes (al día siguiente las preocupaciones del Abad habrían de crecer,
porque los crímenes serían ya tres), habría que reconocer que en aquel recinto
circulaba alguien capaz de influir mediante actos violentos sobre el juicio y el
comportamiento de los legados pontificios.
De nada valía tratar de ocultar los crimenes que se habían cometido, porque, si
llegara a suceder alguna otra cosa, los legados pontificios pensarían que
existía una conjura contra ellos. Por tanto, sólo quedaban dos soluciones. O
bien Guillermo descubría al asesino antes de que llegase la legación (y aquí el
Abad lo miró fijamente, como reprochándole sin palabras que aún no hubiera
aclarado el asunto), o bien se imponía informar directamente de lo que estaba
sucediendo al representante del papa, y pedirle que, mientras durasen las
sesiones, se ocupara de que la abadía estuviese bajo estricta vigilancia. Pero
el Abad hubiera preferido no hacerlo, porque eso significaba renunciar a una
parte de su soberanía, y dejar, incluso, que los franceses controlasen a sus
monjes. Sin embargo, no podía arriesgarse. Tanto Guillermo como el Abad
lamentaban el cariz que estaban tomando las cosas, pero no tenían
demasiadas alternativas. De modo que quedaron en verse al día siguiente para
tomar una decisión definitiva. Entre tanto sólo podían confiar en la misericordia
divina y en la sagacidad de Guillerrno.
-Haré lo posible, vuestra excelencia -dijo Guillermo-. Sin embargo, no veo cómo
este asunto podría comprometer el éxito de la reunión. Incluso el representante
pontificio tendrá que comprender que hay una diferencia entre la obra de un
loco, de un ser sanguinario o quizá sólo de un alma extraviada, y los graves
problemas que vendrán a discutir esos hombres de probada rectitud.
-¿Os parece? -preguntó el Abad, mir ndolo fijamente-. No olvidéis que los de
Aviñón están acostumbrados a encontrarse con los franciscanos o sea con
personas peligrosamente próximas a los fraticelli y a otros aún más insensatos
que los fraticelli, herejes peligrosos que se han manchado con crimenes -y aquí
el Abad bajó el tono de su voz-, en comparación con los cuales los hechos aquí
acaecidos, sin duda horribles, empalidecen como el sol cuando hay niebla.
-¡No es lo mismo! -exclamó Guillermo excitado-. No podéis medir con el mismo
rasero a los franciscanos del capítulo de Perusa y a cualquier banda de herejes
que ha entendido mal el mensaje del evangelio convirtiendo la lucha contra las
riquezas en una serie de venganzas privadas o de locuras sanguinarias.
-No hace muchos años que, a pocas millas de aquí, una de esas bandas, como
las Ilamáis, arrasó a hierro y fuego las tierras del obispo de Vercelli y las
montañas del novarés -dijo secamente el Abad.
-Est is hablando de frazy Dulcino y de los apóstoles. . .
-De los pseudo apóstoles -corrigió el Abad.
Y otra vez oía mencionar yo a fray Dulcino y a los pseudo apóstoles, y otra vez
con tono circunspecto, y casi con un matiz de terror.
-De los seudo apóstoles -admitió de buen grado Guillermo-. Pero no tenían
nada que ver con los franciscanos.
-Con quienes compartían la veneración por Joaquín de Calabria -dijo sin darle
respiro el Abad-. Preguntádselo a vuestro hermano Ubertino.
-Me permito señalar a vuestra excelencia que ahora es hermano vuestro -dijo
Guillermo sonriendo y haciendo una especie de reverencia, como para felicitar
al Abad por la adquisición que había hecho su orden al acoger a un hombre tan
afamado.
-Ló sé, lo sé -respondió también sonriendo el Abad-. Y vos sabéis con cuánta
solicitud fraternal nuestra orden acogió a los espirituales cuando cayó sobre
ellos la ira del papa. No hablo sólo de Ubertino, sino tarnbién de muchos otros
hermanos más humildes, de los que poco se sabe, y de los que quizá debería
saberse más. Porque a veces ha sucedido que transfugas vestidos con el sayo
de los franciscanos buscaron asilo entre nosotros, pero luego he sabido que
sus vidas azarosas los habían llevado, durante cierto tiempo, bastante cerca de
los dulcinianos.
-¿También aquí?
-También aquí. Os estoy revelando algo que en verdad conozco muy poco, y
en todo caso no lo suficiente como para formular acusaciones. Pero, como
estáis investigando sobre la vida de esta abadía, conviene que también vos
coonzcáis eiertas cosas. Así pues, os diré que sospecho (atención, sospecho
sobre la base de lo que he oído o adivinado) que hubo una etapa muy oscura
en la vida de nuestro cillerero, que precisamente llegó aquí hace años,
siguiendo el éxodo de los franciscanos.
-¿E1 cillerero? ¿Remigio da Varagine un dulciniano? Me parece el ser más
apacible, y en todo caso menos preocupado por nuestra señora la pobreza,
que jamás haya visto. . . -dijo Guillermo.
-Y, en efecto, no puedo reprocharle nada, y le estoy agradecido por sus buenos
servicios, que le han valido el reconocimiento de toda la comunidad. Pero digo
esto para que comprendáis lo fácil que es encontrar relaciones entre un fraile y
un fraticello.
-De nuevo vuestra excelencia es injusta, si puedo permitirme esta palabra -lo
interrumpió Guillermo-. Estábamos hablando de los dulcinianos, no de los
fraticelli. De los que podrá decirse cualquier cosa (sin saber tampoco de
quiénes se habla, porque los hay de muchas clases), salvo que
sean sanguinarios. Lo más que podrá reprochárseles es haber puesto en
práctica sin dernasiada sensatez lo que los espirituales han predicado con
mayor mesura y animados por el auténtico amor a Dios, y en este sentido
admito que el límite entre unos y otros es bastante tenue.
-¡Pero los fraticelli son herejes! -lo interrumpió secamente el Abad-. No se
limitan a afirmar la tesis de la pobreza de Cristo y los apóstoles, doctrina que, si
bien no tiendo a compartir, me parece un arma útil para contrarrestar la
soberbia de los de Aviñón. Los fraticelli extraen de esa doctrina una
consecuencia práctica, se valen de ella para legitimar la rebelión, el saqueo, la
perversión de las costumbres.
-Pero, ¿qué fraticelli?
-Todos en general. Sabéis que se han manchado con crimenes innombrables,
que no reconocen el matrimonio, que niegan el infierno, que cometen sodomía,
que abrazan la herejía bogomila del ordo Bulgarie y del ordo Drygonthie. . .
-¡Por favor, no confundáis cosas distintas! ¡Habláis de los fraticelli, de los
patarinos, de los valdenses, de los cátaros, y entre éstos de los bogomilos de
Bulgaria y herejes de Dragovitsa, como si todos fuesen iguales!
-Lo son -dijo secamente el Abad-, lo son porque son herejes y lo son porque
ponen en peligro el orden mismo del mundo civil, incluido el orden del imperio
que al parecer vos defendéis. Hace más de cien años, los secuaces de Arnaldo
da Brescia incendiaron las casas de los nobles y de los cardenales, y eso
fueron los frutos de la herejía lombarda de los patarinos. Conozco historias
terribles sobre aquellos herejes, y las he leído en Cesario de Eisterbach. En
Verona, el canónigo de San Gedeón, Everardo, advirtió en cierta ocasión que el
dueño de la casa donde se hospedaba salía todas las noches junto con su
mujer y su hija. Interrogó a uno de los tres para saber adónde iban y qué
hacían. Ven y verás, fue la respuesta, y los siguió hasta una easa subterránea
muy grande, donde estaban reunidas muchas personas de ambos sexos. En
medio del silencio general, un heresiarca pronunció un discurso plagado de
blasfemias, con la intención de corromper sus vidas y sus costumbres.
Después, apagadas las velas, cada cual se echó sobre su vecina, sin hacer
distinciones entre la esposa legítima y la mujer soltera, entre la viuda y la
virgen, entre la patrona y la sierva, como tampoco (¡aún peor!, ¡que el Señor
me perdone por hablar de cosas tan horribles!) entre la hija y la hermana. A1
ver todo eso, Everardo, joven frívolo y lujurioso, fingiéndose discípulo, se
acercó no sé si a la hija del dueño de su casa o a otra muchacha, y cuando se
apagaron las velas pecó con ella. Desgraciadamente, siguió participando en
esas reuniones durante más de un año, hasta que un día el maestro dijo que
aquel joven frecuentaba con tanto provecho sus sesiones que no tardaría en
poder iniciar a los neófitos. Fue entonces cuando Everardo comprendió en qué
abismo había caído, y consiguió librarse de su seducción diciendo que no
había frecuentado aquella casa porque lo atrajese la herejía, sino porque lo
atraían las muchachas. Fue expulsado. Pero así, como veis, es la ley y la vida
de los herejes, patarinos, cátaros, joaquinistas, espirituales de toda calaña. Y
no hay que asombrarse de que así sea: no creen en la resurrección de la carne
ni en el infierno como castigo de los malvados, y consideran que pueden hacer
cualquier cosa impunemente. En efecto, se llaman a sí mismos catharoi, o sea
puros.
-Abbone, vivís aislado en esta espléndida y santa abadía, alejada de las
iniquidades del mundo. La vida de las ciudades es mucho más compleja de lo
que creéis, y, como sabéis, también en el error y en el mal hay grados. Lot fue
mucho menos pecador que sus conciudadanos, que concibieron pensamientos
inmundos incluso sobre los ángeles enviados por Dios, y la traición de Pedro
fue nada comparada con la traición de Judas; en efecto, uno fue perdonado y el
otro no. No podéis considerar que los patarinos y los cátaros sean lo mismo.
Los patarinos son un movimiento de reforma de las costumbres dentro de las
leyes de la santa madre iglesia. Lo que siempre quisieron fue mejorar el modo
de vida de los eclesiásticos.
-Afirmando que no debían tomarse los sacramentos impartidos por sacerdotes
impuros...
-En lo que erraron, pero este fue su único error de doctrina. Porque ellos nunca
se propusieron alterar la ley de Dios.
-Pero la prédica patarina de Arnaldo da Brescia, en Roma, hace más de
doscientos años, lanzó a la turba de los campesinos a incendiar las casas de
los nobles y de los cardenales.
-Arnaldo intentó atraer hacia su movimiento de reforma a los magistrados de la
ciudad. Estos no lo siguieron. Quienes sí lo escucharon fueron los pobres y los
desheredados. El no fue responsable de la energía y la furia con que estos
últimos respondieron a sus llamamientos en pro de una ciudad menos corrupta.
-La ciudad siempre es corrupta.
-La ciudad es el sitio donde hoy vive el pueblo de Dios, del que vos, del que
nosotros somos los pastores. Es el sitio del escándalo, donde el prelado rico
predica la virtud al pueblo pobre y hambriento. Los desórdenes de los patarinos
nacen de esa situación. Son dolorosos, pero no son incomprensibles. Los
cátaros son otra cosa. Es una herejía oriental, ajena a la doctrina de la iglesia.
No sé si realmente cometen o han cometido los crímenes que se les imputan.
Sé que rechazan el matrimonio, que niegan el infierno. Me pregunto si muchas
de las falsas imputaciones que se les han hecho no se basan sólo en el
carácter (sin duda, abominable) de sus ideas.
-¿Me estáis diciend o que los cátaros no se mezclaron
con los patarinos, y que ambos no son sino dos de las innumerábles caras de
la misma manifestación demoníaca?
-Digo que muchas de esas herejías, independientemente de las doctrinas que
defienden, tienen éxito entre los simples porque les sugieren la posibilidad de
una vida distinta. Digo que en general los simples no saben mucho de doctrina.
Digo que a menudo ha sucedido que las masas de simples confundieran la
predicación cátara con la de los patarinos, y ésta en general con la de los
espirituales. La vida de los simples, Abbone, no está iluminada por el saber y el
sentido agudo de las distinciones, propios de los hombres sabios como
nosotros. Además, es una vida obsesionada por la enfermedad y la pobreza, y
por la ignorancia, que les impide expresarlas en forma inteligible. A menudo,
para muchos de ellos, la adhesión a un grupo herético es sólo una manera
como cualquier otra de gritar su desesperación. La casa de un cardenal puede
quemarse porque se desea perfeccionar la vida del clero, o bien porque se
considera inexistente el infierno que éste predica. Pero siempre se quema
porque existe el infierno de este mundo, donde vive el rebaño que debemos
cuidar. Y sabéis muy bien que, si ellos no distinguen entre la iglesia búlg ara y
los secuaces del cura Liprando, a menudo ha sucedido que las autoridades
imperiales y sus partidarios tampoco han distinguido entre los espirituales y los
herejes. No pocas veces grupos de gibelinos han apoyado movimientos
populares de inspiración cátara, porque les convenía en su lucha política.
Considero que obraron mal. Pero luego he sabido que a menudo esos mismos
grupos, para deshacerse de esos adversarios inquietos y peligrosos, y
demasiado «simples», atribuyeron a unos las herejías de los otros, y los
empujaron a todos a la hoguera. He visto, os juro Abbone, he visto con mis
propios ojos, hombres de vida virtuosa, partidarios sinceros de la pobreza y la
castidad, pero enemigos de los obispos, a quienes estos últimos entregaron al
brazo secular, estuviese éste al servicio del imperio o de las ciudades libres,
acusándolos de promiscuidad sexual y sodomía, prácticas abominables en las
que otros, quizá, pero no ellos habían incurrido. Los simples son carne de
matadero: se los utiliza cuando sirven para debilitar al poder enemigo, y se los
sacrifica cuando ya no sirven.
-O sea que -dijo el Abad con evidente malicia-, entre Dulcino y sus locos, y
entre Gherardo Segalelli y aquellos infames asesinos, hubo cátaros malvados o
fraticelli virtuosos, bogomilos sodomitas o patarinos reformadores. ¿Mé diréis,
entonces, Guillermo, vos que todo lo sabéis sobre
los herejes, hasta el punto de parecer uno de ellos, quién tiene la verdad?
-A veces ninguna de las partes -dijo con tristeza GuiIlermo.
-¿Veis como tampoco vos sabéis distinguir entre los diferentes tipos de
herejes? Yo al menos tengo una regla. Sé que son herejes los que ponen en
peligro el orden que gobierna al pueblo de Dios. Y defiendo al imperio porque
me asegura la vigencia de ese orden. Combato al papa porque está
entregando el poder espiritual a los obispos de las ciudades, que se alían con
los rnercaderes y las corporaciones, y serán incapaces de mantener ese orden.
Nosotros lo hemos mantenido durante siglos. Y en cuanto a los herejes,
también tengo una regla, que se resume en la respuesta de Arnaldo Amalrico,
abad de Citeaux, cuando le preguntaron qué había que hacer con los
ciudadanos de Beziers, ciudad sospechosa de herejía: “Matadlos a todos; Dios
reconocerá a los suyos”.
Guillermo bajó la mirada y permaneció un momento en silencio. Después dijo:
-La ciudad de Beziers fue tomada, y los nuestros no hicieron diferencias de
dignidad ni de sexo ni de edad, y pasaron por las armas a casi veinte mil
hombres. Después de la matanza, la ciudad fue saqueada y quemada.
-Una guerra santa sigue siendo una guerra.
-Una guerra santa sigue siendo una guerra. Quizá por eso no deberían existir
guerras santas. Pero, ¿qué estoy diciendo?, he venido para defender los
derechos de Ludovico, quien, sin embargo, está arrasando Italia. También yo
me encuentro atrapado en un extraño juego de alianzas. Extraña la alianza de
los espirituales con el imperio; extraña la del imperio con Marsilio, que reclama
la soberanía para el pueblo; extraña también la de nosotros dos, tan distintos
por nuestros objetivos y nuestras tradiciones. Pero tenemos dos tareas en
común. E1 éxito del encuentro, y el descubrimiento de un asesino. Tratemos de
realizarlas en paz.
EI Abad abrió los brazos:
-Dadme el beso de la paz, fray Guillermo. Con un hombre de vuestro saber
podríamos discutir largamente de sutiles cuestiones teológicas y morales. Pero
no debemos caer en la tentación de discutir por mero gusto, como hacen los
maestros de París. Es cierto, hay una tarea importante que nos espera, y
debemos proceder de común acuerdo. Pero he hablado de estas cosas porque
creo que existe una relación, ¿comprendéis?, una posible relación, o bien la
posibilidad de que otros puedan establecer una relación, entre los crimenes
que se han producido y las tesis de vuestros hermanos. Por eso os he avisado,
para que evitemos cualquier sospecha o insinuación por parte de los
aviñoneses.
-¿No debería suponer también que vuestra sublimidad me ha sugerido además
una pista para mi investigación? ¿Pensáis que en el fondo de los
acontecimientos recientes puede haber alguna historia oscura, relacionada con
el pasado herético de algún monje?
El Abad calló unos instantes, mirando a Guillermo, y sin que su rostro mostrara
expresión alguna. Después dijo:
-En este triste asunto el inquisidor sois vos. A vos incumbe abrigar sospechas y
arriesgaros incluso a que no sean justas. Yo sólo soy aquí el padre común. Y,
añado, si hubiese sabido que el pasado de alguno de mis monjes permitía
abrigar sospechas fundadas, ya habría procedido a arrancar esa mala hierba.
Os he dicho todo lo que sé. Es justo que lo que no sé surja a la luz gracias a
vuestra sagacidad. En todo caso, no dejéis de informarme, y a mí en primer
lugar.
Saludó y salió de la iglesia.
-La historia se complica, querido Adso -dijo Guillermo con gesto sombrío-.
Corremos detrás de un manuscrito, nos interesamos en las diatribas de
algunos monjes demasiado curiosos y en el comportamiento de otros monjes
demasiado lujuriosos, y de pronto se perfila, cada vez con mayor nitidez, otra
pista, totalmente distinta. EI cillerero, pues... Y con él vino ese extraño animal,
Salvatore... Pero ahora debemos ir a descansar, porque hemos decidido no
dormir durante la noche.
-Entonces, ¿todavía pensáis entrar en la biblioteca esta noche? ¿Créeis que
esta historia del cillerero es una mera sospecha del Abad?
Guillermo caminó haeia el albergue de los peregrinos. AI llegar al umbral se
detuvo y retomó lo que estaba diciendo:
-En el fondo; el Abad me pidió que investigara sobre la muerte de Adelmo
cuando pensaba que algo turbio sucedía entre sus monjes jóvenes. Pero ahora
la muerte de Venancio despierta otras sospechas. Quizás el Abad ha intuido
que la clave del misterio se encuentra en la biblioteca, y no quiere que
investigue sobre eso. Y entonces me ofrece la pista del cillerero precisamente
para apartar mi atención del Edificio.
-Pero, ¿por qué no querría que...?
-No preguntes demasiado. E1 Abad me dijo desde el principio que la biblioteca
no se toca. Sus razones tendrá. Quizá también él está envuelto en algo que al
principio no creía vinculado con la muerte de Adelmo, y ahora ve que el
escándalo se va extendiendo y que él misrno puede resultar implicado. Y no
quiere que se descubra la verdad, o al menos no quiere que sea yo quien la
descubra. . .
-Pero entonces vivimos en un sitio abandonado por Dios -dije con desánimo.
-¿Acaso has conocido alzuno en el que Dios se sintiese a sus anchas? -me
preguntó Guillermo, mirándome desde la cima de su estatura.
Después me dijo que fuese a descansar. Mientras me acostaba, pensé que mi
padre no debería haberme enviado a recorrer el mundo, pues era más
complejo de lo que yo creía. Estaba aprendiendo demasiado.
-Salva me ab ore leonis -recé mientras me quedaba dormido.
Segundo día
DESPUES DE VISPERAS
Donde, a pesar de la brevedad del capitulo, el venerable Alinardo dice cosas
bastante
interesantes sobre el laberinto y sobre el modo de entrar en él
Me desperté cuando estaba por sonar la hora de la cena. Me sentía atontado
por el sueño, porque el sueño diurno es como el pecado carnal: cuanto más
dura mayor es el deseo que se siente de él, pero la sensación que se tiene no
es de felicidad, sino una mezcla de hartazgo y de insatisfacción. Guillermo no
estaba en su celda; era evidente que hacía mucho que se había levantado.
Después de
dar unas vueltas, lo encontré cuando salía del Edificio. Me dijo que había
estado en el scriptorium, hojeando el catálogo y observando el trabajo de los
rnonjes, siempre con la idea de acercarse a la mesa de Venancio para seguir
revisándola. Sin embargo, por uno u otro motivo, todos parecían interesados en
no dejar que curioseara entre aquellos folios. Primero se le había acercado
Malaquías, para mostrarle unas miniaturas muy exquisitas. Después, Bencio lo
había tenido ocupado con cualquier pretexto. A continuación, cuando estaba ya
inclinado para proseguir su inspección, Berengario se había puesto a revolotear
a su alrededor ofreciéndose a ayudarle.
Por último, Malaquías, al ver que mi maestro parecía firmemente decidido a
ocuparse de las cosas de Venancio, le había dicho con toda claridad que, antes
de hurgar entre los folios del muerto, quizá convenía obtener la autorización
del Abad; que él mismo, a pesar de ser el bibliotecario, se había abstenido de
hacerlo, por respeto y disciplina; y que en todo caso nadie se había acercado a
aquella mesa, tal como Guillermo le había pedido, y nadie se acercaría a ella
hasta que interviniese el Abad. Guillermo le había recordado la autorización del
Abad para investigar en toda la abadía; y Malaquías le había preguntado, no
sin malicia, si acaso el Abad también lo había autorizado para que se moviera
libremente por el scriptorium o, Dios no lo quisiese, por la biblioteca. Guillermo
había comprendido que no era cuestión de enfrentarse con Malaquías, por más
que todos aquellos movimientos y temores alrededor de los folios de Venancio
habían reforzado, desde luego, su interés por conocerlos. Pero tan decidido
estaba a regresar allí durante la noche, aunque todavía no supiese cómo, que
había preferido evitar incidentes. Se veía, sin embargo, que pensaba en el
modo de desquitarse, y, si no hubiese estado buscando la verdad, su actitud
habría parecido muy obstinada y quizá reprobable.
Antes de entrar al refectorio dimos otro paseíto por el claustro, para disipar las
nieblas del sueño en el aire frío de la tarde. Aún habia algunos monjes que se
paseaban meditando. En el jardín que daba al claustro percibimos la figura
centenaria de Alinardo da Grottaferrata, que, ya físicamente inútil, pasaba gran
parte del día entre las plantas, cuando no estaba rezando en la iglesia. Parecía
totalmente insensible al frío, y estaba sentado sobre la parte externa del
pórtico.
Guillermo le dirigió unas palabras de saludo y el viejo pareció alegrarse de que
alguien le hablara.
-Un día sereno -dijo Guillermo.
-Por gracia de Dios -respondió el viejo.
-Sereno en el cielo, pero oscuro en la tierra. ¿Conocíais bien a Venancio?
-¿Qué Venancio? -dijo el viejo. Después se encendió una luz en sus ojos-. Ah,
el muchacho que murió. La bestia se pasea por la abadía. . .
-¿Qué bestia?
-La gran bestia que viene del mar. . . Siete cabezas diez cuetnos y en los
cuernos diez diademas y en las cabezas tres nombres de blasfemia. La bestia
que parece un leopardo, con pies como de oso y boca como de león. . . Yo la
he visto.
-¿Dónde la habéis visto? ¿En la biblioteca?
-¿Biblioteca? ¿Por qué? Hace años que no voy al scriptorium, y nunca he visto
la biblioteca. Nadie va a la biblioteca. Conocí a los que subían a la biblioteca. . .
-¿A quiénes? ¿A Malaquías, a Berengario?
-Oh, no. . . -dijo el viejo riendo con voz ronca-. Antes. E1 bibliotecario que hubo
antes de Malaquías, hace muchos años. . .
-¿Quién era?
-No recuerdo, murió, cuando Malaquías era todavía muy joven. Y el que hubo
antes del maestro de Malaquías, y era joven ayudante de bibliotecario cuando
yo era joven... Pero yo nunca pisé la biblioteca. Laberinto. . .
-¿La biblioteca es un laberinto?
-Hunc mundum tipice laberinthus denotat ille –recitó absorto el anciano-. Intranti
largus, redeunti sed nimis artus. La biblioteca es un gran laberinto, signo del
laberinto que es el rnundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás. No es
necesario violar las columnas de Hércules.
-¿De modo que no sabéis cómo se entra en la biblioteca cuando están
cerradas las puertas del Edificio?
-;Oh, Sí! -dijo riendo el viejo-. Muchos lo saben. Pasa por el osario. Puedes
pasar por el osario, pero no quieres pasar por el osario. Los monjes muertos
vigilan.
-¿Esos son los monjes muertos que vigilan, y no los que recorren de noche con
una luz la biblioteca?
-¿Con una luz? -E1 viejo pareció asombrado-. Nunca oí hablar de eso. Los
monjes muertos están en el osario, los huesos bajan poco a poco desde el
cementerio y se reúnen allí para vigilar el pasadizo. ¿Nunca viste el altar de la
capilla por la que se llega al osario?
-Es la tercera de la izquierda después del transepto, ¿verdad?
-¿La tercera? Puede ser. Es la que tiene la piedra del altar esculpida con mil
esqueletos. La cuarta calavera de la derecha; le hundes los ojos... y estás en el
osario. Pero no vamos, yo nunca he ido. E1 Abad no quiere.
-¿Y la bestia? ¿Dónde habéis visto la bestia?
- ¿La bestia? Ah, el Anticristo. . . Ya llega, se ha cumplido el milenio, lo
esperamos. . .
-Pero el milenio se ha cumplido hace trescientos años, y en aquel momento no
Ilegó. . .
-El Anticristo no llega cuando se cumplen los mil años. Cuando se cumplen los
mi1 años se inicia el reino de los justos, después llega el Anticristo para
confundir a los justos, y luego se producirá la batalla final.
-Pero los justos reinarán durante mil años -dijo Guillermo-. O bien han reinado
desde la muerte de Cristo hasta el final del primer milenio, y entonces fue
precisamente en ese momento cuando debió Ilegar el Anticristo, o bien todavía
no han reinado y entonces el Anticristo está muy lejos.
-E1 milenio no se calcula desde la muerte de Cristo sino desde la donación de
Constantino. Los mil años se cumplen ahora.
-¿Y entonces es ahora cuando acaba el reino de los justos?
-No 1o sé, ya no lo sé. . . Estoy fatigado. Es un cálculo difícil. Beato de Liebana
lo hizo, pregúntale a Jorge, él es joven, tiene buena memoria. . . Pero los
tiempos están maduros. ¿No has oído las siete trompetas?
-¿Por qué las siete trompetas?
-¿No te han dicho cómo murió el otro muchacho, el miniaturista? EI primer
ángel ha soplado por la primera trompeta y ha habido granizo y fuego mezclado
con sangre. Y el segundo ángel ha soplado por la segunda trompeta y la
tercera parte del mar se ha convertido en sangre. . . ¿Acaso el segundo
muchacho no murió en un mar de sangre? ¡Cuidado con la tercera trompeta!
Morirá la tercera parte de las criaturas que viven en el mar. Dios nos castiga.
Todo el mundo alrededor de la abadía está infestado de herejía, me han dicho
que en el trono de Roma hay un papa perverso que usa hostias para prácticas
de nigromancia, y con ellas alimenta a sus morenas. . . Y aquí hay alguien que
ha violado la interdicción y ha roto los sellos del laberinto.
-¿Quién os lo ha dicho?
-Lo he oído, todos murmuran y dicen quc el pecado ha entrado en la abadía.
¿Tienes garbanzos?
La pregunta, dirigida a mí, me cogió de sorpresa.
-No, no tengo garbanzos -dije confundido.
-La próxima vez tráeme garbanzos. Los tengo en la boca, mira mi pobre boca
desdentada, hasta que se ablandan. Estimulan la saliva, aqua fons vitae.
¿Mañana me traerás garbanzos?
-Mañana os traeré garbanzos --le dije.
Pero se había adormecido. Lo dejamos y nos dirigimos al refectorio.
-¿Qué pensáis de lo que nos ha dicho? -pregunté a mi maestro.
-Goza de la divina locura de los centenarios. En sus palabras es difícil distinguir
lo verdadero de lo falso. Sin embargo, creo que nos ha dicho algo sobre cómo
entrar en el Edificio. He examinado la capilla por la que apareció Malaquías la
noche pasada. Es cierto que hay un altar de piedra, y en su base hay
esculpidas calaveras. Esta noche probaremos.
Segundo día
COMPLETAS
Donde se entra en el Edificio, se descubre un visitante misterioso, se encuentra
un mensaje secreto escrito con signos de nigromante, y desaparece, en
seguida después de haber sido encontrado, un libro que luego se buscará en
muchos otros capítulos, sin olvidar el robo de las preciosas lentes de Guillermo.
La cena fue triste y silenciosa. Habían pasado poco más de doce horas desde
el descubrimiento del cadáver de Venancio. Todos miraban a hurtadillas su sitio
vacío. Cuando fue la hora de completas, la procesión que se dirigió al coro
parecía un cortejo fúnebre. Nosotros participamos en el oficio desde !a nave,
sin perder de vista la tercera capilla. Había poca luz, y, cuando vimos que
'Malaquías surgía de la oscuridad para dirigirse a su asiento, no pudimos
descubrir el sitio exacto por el que había entrado. En todo caso nos
mantuvimos ocultos en la sombra de la nave lateral, para que nadie viese que
nos quedábamos al acabar el oficio. En mi escapulario tenía la lámpara que
había cogido en la cocina durante la cena. Después la encenderíamos con la
llama del gran trípode de bronce. que ardía durante toda la noche. Tenía una
mecha nueva. y mucho aceite. De modo que no nos faltaría luz.
Estaha demasiado excitado por lo que ibamos a hacer como para prestar
atención al rito, y casi no me di cuenta de que éste había acabado. Los monjes
se bajaron las capuchas y con el rostro cubierto salieron en lenta fila hacia sus
celdas. La iglesia quedó vacía. iluminada por los resplandores del trípode.
-¡Vamos! -dijo Guillermo-. ¡A trabajar!
Nos acercamos a la tercera capilla. La base del altar parecia realmente un
osario: talladas con singular maestría, se veía, encima de un montón de tibias,
una serie de calaveras que, con sus órbitas huecas y profundas, infundían
temor a cualquiera que las contemplase. Guillermo repitió en
voz baja las palabras que había pronunciado Alinardo (cuarta calavera a la
derecha, hundirle los ojos). Introdujo los dedos en las órbitas de aquel rostro
descarnado y en seguida oímos como un chirrido ronco. El altar se movió,
girando sobre un gozne secreto, y ante nosotros apareció una negra abertura
donde, al levantar mi lámpara, divisamos unos escalones cubiertos de
humedad. Decidimos bajar, no sin antes haber discutido sobre la eventual
conveniencia de cerrar la entrada al pasadizo. Mejor no hacerlo, dijo Guillermo,
porque no estábamos seguros de saber cómo abrirla al regresar. Y en cuanto
al peligro de que nos descubrieran, si a aquella hora Ilegase alguien con la
intención de poner en funcionamiento dicho mecanismo, sin duda sabría cómo
entrar, y no por encontrarse con el acceso cerrado dejaría de penetrar en el
pasadizo.
Despu‚s de bajar algo más de diez escalones, llegamos a un pasillo a cuyos
lados estaban dispuestos unos nichos horizontales, similares a los que más
tarde pude observar en muchas catacumbas. Pero aquella era la primera vez
que entraba en un osario, y sentí un miedo enorme. Durante siglos se habían
depositado allí los huesos de los monjes: una vez desenterrados, los habían
ido amontonando en los nichos sin intentar recomponer la figura de sus
cuerpos. Sin embargo, en algunos nichos sólo había huesos pequeños, y en
otros sólo calaveras, dispuestas con cuidado, casi en forma de pirámide, para
que no se desparramasen, y, en verdad, el espectáculo era terrorífico, sobre
todo por el juego de sombras y de luces que creaba nuestra lámpara a medida
que nos desplazábamos. En un nicho vi sólo manos, montones de manos, ya
irremediablemente enlazadas entre sí, una maraña de dedos muertos. Lancé
un grito, en aquel sitio de muertos, porque por un momento tuve la impresión
de que ocultaba algo vivo, un chillido y un movimiento rápido en la sombra.
-Ratas -me tranquilizó Guillermo.
-¿Qué hacen aquí las ratas?
-Pasan, como nosotros, porque el osario conduce al Edificio y, por tanto, a la
cocina. Y a los sabrosos libros de la biblioteca. Y ahora comprenderás por qué
es tan severa la expresión de Malaquías. Su oficio lo obliga a pasar por aquí
dos veces al día, al anochecer y por la mañana. E1 Sí que no tiene de qué reír.
-Pero, ¿por qué el evangelio no dice en ninguna parte que Cristo rió? -pregunté
sin estar demasiado seguro de que así fuera -. ¿Es verdad lo que dice Jorge?
-Han sido legiones los que se han preguntado si Cristo rió. E1 asunto no me
interesa demasiado. Creo que nunca rió porque, como hijo de Dios, era
omnisciente y sabía lo que haríamos los cristianos. Pero, ya hemos llegado.
En efecto, gracias a Dios el pasillo había acabado y estábamos ante una nueva
serie de escalones, al final de los cuales sólo tuvimos que empujar una puerta
de madera dura con refuerzos de hierro para salir detrás de la chimenea de la
cocina, justo debajo de la escalera de caracol que conducía al scriptorium.
Mientras subíamos nos pareció ezcuchar un ruido arriba.
Permanecimos un instante en silencio, y luego dije:
-Es imposible. Nadie ha entrado antes que nosotros. . .
-Suponiendo que ésta sea la única vía de acceso al Edificio. Durante siglos fue
una fortaleza, de modo que deben de existir otros accesos secretos además
del que conocemos. Subamos despacio. Pero no tenemos demasiadas
alternativas. Si apagamos la lámpara, no sabremos por dónde vamos; si la
mantenemos encendida, avisaremos al que está arriba. Sólo nos queda la
esperanza de que, si hay alguien, su miedo sea mayor que el nuestro.
Llegamos al scriptorium por el torreón meridional. La mesa de Venancio estaba
justo del lado opuesto. A1 desplazarnos ibamos iluminando sólo partes de la
pared, porque la sala era demasiado grande. Confiamos en que no habría
nadie en la explanada, porque hubiese visto la luz a través de las ventanas. La
mesa parecía en orden, pero Guillermo se inclinó en seguida para examinar los
folios de la estantería, y lanzó una exclamación de contrariedad.
-¿Falta algo? -pregunt‚.
-Hoy he visto aquí dos libros, y uno era en griego. Ese es el que falta. Alguien
se lo ha llevado, y a toda prisa, porque un pergamino cayó al suelo.
-Pero la mesa estaba vigilada. . .
-Sí. Quizás alguien lo cogió hace muy poco. Quizás aún esté aquí. -Se volvió
hacia las sombras y su voz resonó entre las columnas-: ¡Si estás aquí, ten
cuidado!
Me pareció una buena idea: como ya había dicho mi maestro, siempre es mejor
que el que nos infunde miedo tenga más miedo que nosotros.
Guillermo puso encima de la mesa el folio que había encontrado en el suelo, y
se inclinó sobre él. Me pidió que lo iluminase. Acerqué la lámpara y vi una
página que hasta la mitad estaba en blanco, y que luego estaba cubierta por
unos caracteres muy pequeños cuyo origen me costó mucho reconocer.
-¿Es griego? -pregunté.
-Sí, pero no entiendo bien-. Extrajo del sayo sus lentes, se los encajó en la
nariz y despuès se inclinó aún más sobre el pergamino-. Es griego. La letra es
muy pequeña, pero irregular. A pesar de las lentes me cuesta trabajo leer.
Necesitaría más luz. Acércate. . .
Mi maestro había cogido el folio y lo tenía delante de los ojos. En lugar de
ponerme detrás de él y levantar la lámpara por encima de su cabeza, lo que
hice, tontamente, fue colocarme delante. Me pidió que me hiciese a un lado y al
moverme rocé con la llama el dorso del folio. Guillermo me apartó de un
empujón, mientras me preguntaba si quería quemar el manuscrito. Después
lanzó una exclamación. Vi con claridad que en la parte superior de la página
habían aparecido unos signos borrosos de color amarillo oscuro. Guillermo me
pidió la lámpara y la desplazó por detrás del folio, acercando la llama a la
superficie del pergamino para calentarla, cuidando de no rozarla. Poco a poco,
como si una mano invisible estuviese escribiendo “Mane, Tekel, Fares”, vi
dibujarse en la página blanca, uno a uno, a medida que Guillermo iba
desplazando la lámpara, y mientras el humo
que se desprendía de la punta de la llama ennegrecía el dorso del folio, unos
rasgos que no se parecían a los de ningún alfabeto, salvo a los de los
nigromantes.
-¡Fantástico! -dijo Guillermo-. ¡Esto se pone cada vez más interesante! -Echó
una ojeada alrededor, y dijo-: Será mejor no exponer este descubrimiento a la
curiosidad de nuestro misterioso huésped, suponiendo que aún esté aquí. . .
Se quitó las lentes y las dejó sobre la mesa. Después enrolló con cuzdado el
pergamino y lo guardó en el sayo. Todavía aturdido tras aquella secuencia de
acontecimientos por demás milagrosos, estaba ya a punto de pedirle otras
explicaciones cuando de pronto un ruido seco nos distrajo. Procedía del pie de
la escalera oriental, por donde se subía a la biblioteca.
-Nuestro hombre está allí, ¡atrápalo! -gritó Guillermo.
Y nos lanzamos en aquella dirección, él más rápido y yo no tanto, por la
lámpara. Oí un ruido como de alguien que tropezaba y caía; al llegar vi a
Guillermo al pie de la escalera, observando un pesado volumen de tapas
reforzadas con bullones metálicos. En ese momento oímos otro ruido, pero del
lado donde estábamos antes.
-¡Qué tonto soy! -gritó Guillermo-. ¡Rápido, a la mesa de Venancio!
Me di cuenta de que alguien situado en la sombra detrás de nosotros había
arrojado el libro para alejarnos del lugar.
De nuevo Guillermo fue más rápido y Ilegó antes a la mesa. Yo, que venía
detrás, alcancé a ver entre las columnas una sombra que huía y embocaba la
escalera del torreón occidental.
Encendido de coraje, pasé la lámpara a Guillermo y me lancé a ciegas hacia la
escalera por la que había bajado el fugitivo. En aquel momento me sentía como
un soldado de Cristo en lucha contra todas las legiones del infierno, y ardía de
ganas de atrapar al desconocido para entregarlo a mi maestro. Casi rodé por la
escalera de caracol tropezando con el ruedo de mi hábito (¡juro que aquella fue
la única ocasión de mi vida en que lamenté haber entrado en una orden
monástica!), pero en el mismo instante -la idea me vino como un relámpagome
consolé pensando que mi adversario también debía de sufrir el mismo
impedimento. Y además, si había robado el libro, sus manos debían de estar
ocupadas. Casi me precipité en la cocina, detrás del horno del pan, y a la luz
de la noche estrellada que iluminaba pálidamente el vasto atrio, vi la sombra
fugitiva, que salía por
la puerta del refectorio, cerrándola detrás de sí. Me lancé hacia ella, tardé unos
segundos en poder abrirla, entré, miré alrededor, y no vi a nadie. La puerta que
daba al exterior seguía atrancada. Me volví. Sombra y silencio. Percibí un
resplandor en la cocina. Me aplasté contra una pared. En el umbral que
comunicaba los dos ambientes apareció una figura iluminada por una lámpara.
Grité. Era Guillermo.
-¿Ya no hay nadie? Me lo imaginaba. Ese no ha salido por una puerta. ¿No ha
cogido el pasadizo del osario?
-¡No, ha salido por aquí, pero no sé por dónde!
-Ya te lo he dicho, hay otros pasadizos, y es inútil que los busquemos. Quizás
en este momento nuestro hombre esté saliendo al exterior en algún sitio
alejado del Edificio. Y con él mis lentes.
-¿Vuestras lentes?
-Como lo oyes. Nuestro amigo no ha podido quitarme el folio, pero, con gran
presencia de ánimo, al pasar por la mesa ha cogido mis lentes.
-¿Y por qué?
-Porque no es tonto. Ha oído lo que dije sobre estas notas, ha comprendido
que eran importantes, ha pensado que sin las lentes no podría descifrarlas, y
sabe muy bien que no confiaré en nadie como para mostrárselas. De hecho, es
como si no las tuviese.
-Pero ¿cómo sabía que teníais esas lentes?
-¡Vamos! Aparte del hecho de que ayer hablamos de ellas con el maestro
vidriero, esta mañana en el scriptorium las he usado mientras estaba hurgando
entre los folios de Venancio. De modo que hay muchas personas que podrían
conocer el valor de ese objeto. En efecto: todavía podría leer un manuscrito
normal, pero éste no -y empezó a desenrollar el misterioso pergamino-, porque
la parte escrita en griego está en letra demasiado pequeña, y la parte superior
es demasiado borrosa...
Me mostró los signos misteriosos que habían aparecido como por encanto al
calor de la llama:
-Venancio quería ocultar un secreto importante y utilizó una de aquellas tintas
que escriben sin dejar huella y reaparecen con el calor. O, si no, usó zum o de
limón. En todo caso, como no sé qué sustancia utilizó y los signos podrían
volver a desaparecer, date prisa, tú que tienes buenos ojos, y cópialos en
seguida, lo más parecidos que puedas, y no estaría mal que los agrandaras un
poco.
Esto hice, sin saber lo que copiaba. Era una serie de cuatro o cinco líneas que
en verdad parecían de brujería. Aquí sólo reproduzco los primeros signos, para
dar al lector una idea del enigma que teníamos ante nuestros ojos:
Cuando hube acabado de copiar, Guillermo cogió mi tablilla y, a pesar de estar
sin lentes, la mantuvo lejos de sus ojos para poderla examinar.
-Sin duda se trata de un alfabeto secreto, que habrá que descifrar -dijo-. Los
trazos no son muy firmes, y es probable que tu copia tampoco los haya
mejorado, pero es evidente que los signos pertenecen a un alfabeto zodiacal.
¿Ves? En la primera líneas tenemos... -Alejó aún más la tablilla, entrecerró los
ojos en un esfuerzo de concentración dijo-: Sagitario, Sol, Mercurio,
Escorpión...
-¿Qué significan?
-Si Venancio hubiese sido un ingenuo, habría usado el alfabeto zodiacal más
corriente: A igual a Sol, B igual a Júpiter... Entonces la primera línea se leería
así... intenta transcribirla: RAIOASVL... -Se interrumpió-. No, no quiere decir
nada, y Venancio no era ningún ingenuo. Se valió de otra clave para
transformar el alfabeto. Tendré que descubrirla.
-¿Se puede? -pregunté admirado.
-Sí, cuando se conoce un poco la sabiduría de los árabes. Los mejores tratados
de criptografía son obra de sabios infieles, y en Oxford he podido hacerme leer
alguno de ellos. Bacon tenía razón cuando decía que la conquista del saber
pasa por el conocimiento de las lenguas. Hace siglos Abu Bakr Ahmad ben Ali
ben Washiyya an-Nabati escribió un Libro del frenético deseo del devoto por
aprender los enigmas de las escrituras antiguas, donde expuso muchas reglas
para componer y descifrar alfabetos misteriosos, útiles para las prácticas
mágicas, pero también para la correspondencia entre los ejércitos o entre un
rey y sus embajadores. He visto asimismo otros libros árabes donde se
enumera una serie de artificios bastante ingeniosos. Por ejemplo, puedes
remplazar una letra por otra, puedes escribir una palabra al revés, puedes
invertir el orden de las letras, pero tomando una sí y otra no, y volviendo a
empezar luego desde el principio, puedes, como en este caso, remplazar las
letras por signos zodiacales, pero atribuyendo a las letras ocultas su valor
numérico, para después, según otro alfabeto, transformar los números en otras
letras...
-¿Y cuál de esos sistemas habrá utilizado Venancio?
-Habría que probar todos éstos, y también otros. Pero la primera regla para
descifrar un mensaje consiste en adivinar lo que quiere decir.
-¡Pero entonces ya no es preciso descifrarlo! -exclamé riendo.
-No quise decir eso. Lo que hay que hacer es formular hipótesis sobre cuáles
podrían ser las primeras palabras del mensaje, y después ver si la regla que de
allí se infiere vale para el resto del texto. Por ejemplo, aquí Venancio ha cifrado
sin duda la clave para entrar en el finis Africae. Si trato de pensar que el
mensaje habla de eso, de pronto descubro un ritmo... Trata de mirar las
primeras tres palabras, sin considerar las letras, atendiendo sólo a la cantidad
de signos IIIIIIII IIIII IIIIIII... Ahora trata de dividir los grupos en sílabas de al
menos dos símbolos cada una, y recita en voz alta: ta-ta-ta, ta-ta, ta-ta-ta...
¿No se te ocurre nada?
-A mí no.
-Pero a mí sí. Secretum finis Africae. .. Si es así, en la última palabra la primera
y la sexta letra deberían ser iguales; y así es, el símbolo de la Tierra aparece
dos veces. Y la primera letra de la primera palabra, la S, debería ser igual a la
última de la segunda: y, en efecto, el signo de la Virgen se repite. Tal vez
estemos en el buen camino. Sin embargo, también podría tratarse de una serie
de coincidencias. Hay que descubrir una regla de correspondencia...
-¿Pero dónde?
-En la cabeza. Inventarla. Y después ver si es la correcta. Pero podría pasarme
un día entero probando. No más tiempo, sin embargo, porque, recuérdalo, con
un poco de paciencia cualquier escritura secreta puede descifrarse. Pero ahora
se nos haría tarde y lo que queremos es visitar la biblioteca. Además, sin las
lentes no podré leer la segunda parte del mensaje, y en eso tú no puedes
ayudarme porque estos signos, para tus ojos...
--Graecum est, non legitur -completé sintiéndome humillado.
-Eso mismo. Ya ves que Bacon tenía razón. ¡Estudia! Pero no nos
desanimemos. Subamos a la biblioteca. Esta noche ni diez legiones infernales
conseguirían detenemos.
Me persigné:
-Pero ¿quién puede haber sido el que se nos adelantó? ¿Bencio?
-Bencio ardía en deseos de saber qué había entre los folios de Venancio, pero
no me pareció que pudiese jugamos una mala pasada como ésta. En el fondo,
nos propuso una alianza. Además me dio la impresión de que no tenía valor
para entrar de noche en el Edificio.
-¿Entonces Berengario? ¿0 Malaquías?
-Me parece que Berengario sí es capaz de este tipo de cosas. En el fondo,
comparte la responsabilidad de la biblioteca, lo corroe el remordimiento por
haber traicionado uno de sus secretos, pensaba que Venancio había sustraído
aquel libro y quizá quería volver a colocarlo en su lugar. Como no pudo subir,
ahora debe de estar escondiéndolo en alguna parte y podremos cogerlo con las
manos en la masa, si Dios nos asiste, cuando trate de ponerlo de nuevo en su
sitio.
-Pero también pudo haber sido Malaquías, movido por las mismas intenciones.
-Yo diría que no. Malaquías dispuso de todo el tiempo que quiso para hurgar en
la mesa de Venancio cuando se quedó solo para cerrar el Edificio. Eso yo ya lo
sabía, pero era algo inevitable. Ahora sabemos precisamente que no lo hizo. Y
si piensas un poco advertirás que no teníamos razones para sospechar que
Malaquías supiese que Venancio había entrado en la biblioteca y que había
cogido algo. Eso lo saben Berengario y Bencio, y lo sabemos tú y yo. Después
de la confesión de Adelmo, también Jorge podría saberlo, pero sin duda no era
él el hombre que se precipitó con tanto ímpetu por la escalera de caracol...
-Entonces, Berengario o Bencio...
-¿Y por qué no Pacifico da Tivoli u otro de los monjes que hemos visto hoy? ¿0
Nicola el vidriero, que sabe de la existencia de mis anteojos? ¿0 ese personaje
extravagante, Salvatore, que, según nos han dicho, anda por las noches metido
en vaya a saber qué cosas? Debemos tener cuidado y no reducir el número de
los sospechosos sólo porque las revelaciones de Bencio nos hayan orientado
en una dirección determinada. Quizá Bencio quería confundimos.
-Pero nos pareció que era sincero.
-Sí, pero recuerda que el primer deber de un buen inquisidor es el de
sospechar ante todo de los que le parecen sinceros.
-Feo trabajo el del inquisidor -dije.
-Por eso lo abandoné. Pero ya ves que ahora debo volver a él. Bueno, vamos,
a la biblioteca.
Segundo día
NOCHE
Donde se penetra por fin en el laberinto, se tienen extrañas visiones, y, como
suele suceder en los laberintos, una vez en él se pierde la orientación.
Enarbolando la lámpara delante de nosotros, volvimos a subir al scriptorium,
ahora por la escalera oriental, que después continuaba hasta el piso prohibido.
Yo pensaba en las palabras de Alinardo sobre el laberinto y esperaba cosas
espantosas.
Cuando salimos de la escalera para entrar en el sitio donde no habríamos
debido penetrar, me sorprendió encontrarme en una sala de siete lados, no
muy grande, sin ventanas, en la que reinaba, como por lo demás en todo aquel
piso, un fuerte olor a cerrado o a moho. Nada terrible, pues.
Como he dicho, la sala tenía siete paredes, pero sólo en cuatro de ellas se
abría, entre dos columnitas empotradas, un paso bastante ancho sobre el que
había un arco de medio punto. Arrimados a las otras paredes se veían unos
enormes armarios llenos de libros dispuestos en orden. En cada armario había
una etiqueta con un número, y lo mismo en cada anaquel: a todas luces se
trataba de los números que habíamos visto en el catálogo. En el centro de la
habitación había una gran mesa, también cargada de libros. Todos los
volúmenes estaban cubiertos por una capa de polvo bastante tenue, signo de
que los libros se limpiaban con cierta frecuencia. Tampoco en el suelo se veían
muestras de suciedad. Sobre el arco de una de las puertas había una
inscripción, pintada en la pared, con las siguientes palabras: Apocalypsis Iesu
Christi. A pesar de que los caracteres eran antiguos, no
parecía descolorida. Después, al examinar las que encontramos en las otras
habitaciones, vimos que en realidad las letras estaban grabadas en la piedra, y
con bastante profundidad, y que las cavidades habían sido rellenadas con tinte,
como en los frescos de las iglesias.
Salimos por una de las puertas. Nos encontramos en otra habitación en la que
había una ventana, pero no con vidrios sino con lajas de alabastro. Dos
paredes eran continuas y en otra se veía un arco, similar al que acabábamos
de atravesar, que daba a otra habitación, también con dos paredes continuas,
una con una ventana, y otra puerta situada frente a nosotros. En las dos
habitaciones había inscripciones similares a la que ya habíamos visto, pero con
textos diferentes: Super thronos viginti quatuor, rezaba la de la primera; Nomen
illi mors, la de la segunda. En cuanto a lo demás, aunque las dos habitaciones
fuesen más pequeñas que aquella por la que habíamos entrado en la biblioteca
(de hecho, aquélla era heptagonal y éstas rectangulares), el mobiliario era
similar: armarios con libros y mesa en el centro.
Pasamos a la tercera habitación. En ella no había libros ni inscripción. Bajo la
ventana se veía un altar de piedra. Además de la puerta por la que habíamos
entrado, había otras dos: una que daba a la habitación heptagonal del
comienzo, y otra por la que nos introdujimos en una nueva habitación, similar a
las demás, salvo por la inscripción que rezaba: Obscuratus est sol et aer. De
allí se accedía a una nueva habitación, cuya inscripción. rezaba: Facta est
grando et ignis. No había más puertas, o sea que no se podía seguir
avanzando y para salir había que retroceder.
-Veamos un poco -dijo Guillermo-. Cinco, habitaciones cuadrangulares o más o
menos trapezoidales, cada una de ellas con una ventana, dispuestas alrededor
de una habitación heptagonal, sin ventanas, hasta la que se llega por la
escalera. Me parece elemental. Estamos en el torreón oriental; desde fuera
cada torreón presenta cinco ventanas y cinco paredes. El cálculo es exacto. La
habitación vacía es justo la que mira hacia oriente, como el coro de la iglesia, y
al alba la luz del sol ilumina el altar, cosa que me parece muy apropiada y
devota. La única idea que considero astuta es la de las lajas de alabastro. De
día filtran una luz muy bonita, pero de noche ni siquiera dejan pasar los rayos
lunares. De modo que no es un gran laberinto. Ahora veamos adónde dan las
otras dos puertas de la habitación heptagonal. Creo que no tendremos
dificultades para orientarnos.
Mi maestro se equivocaba, pues los constructores de la biblioteca habían sido
más hábiles de lo que imaginábamos. No sé cómo explicar lo que sucedió,
pero cuando salimos del torreón el orden de las habitaciones se volvió más
confuso. Unas tenían dos puertas; otras, tres. Todas tenían una ventana,
incluso aquellas a las que entrábamos desde habitaciones con ventana,
convencidos de que nos dirigíamos hacia el interior del Edificio. En cada una el
mismo tipo de armarios y de mesas; los libros, agrupados siempre en buen
orden, parecían todos iguales, y ni que decir tiene que no nos ayudaban a
reconocer el sitio de un vistazo. Tratamos de orientarnos por las inscripciones.
En cierto momento pasamos por una habitación donde se leía In diebus illis;
después de dar algunas vueltas nos pareció que habíamos regresado a ella.
Pero recordábamos que la puerta situada frente a la ventana daba a una
habitación donde se leía Primogenitus mortuorum, y ahora, en cambio, daba a
otra que de nuevo tenía la inscripción Apocalypsis Iesu Christi, pero que no era
la sala heptagonal de la que habíamos partido. Eso nos hizo pensar que a
veces las inscripciones se repetían. Encontramos dos habitaciones adyacentes
con la inscripción Apocalypsis, y enseguida otra con la inscripción Cecidit de
coelo stella magna.
No había dudas sobre la fuente de todas esas frases: eran versículos del
Apocalipsis de Juan, pero ¿por qué estaban pintadas en las paredes? ¿A qué
lógica obedecía su colocación? Para colmo de confusiones, descubrimos que
algunas frases, no muchas, no estaban escritas en negro sino en rojo. En
determinado momento volvimos a la sala heptagonal de la que habíamos
partido (podía reconocerse por la entrada de la escalera), y otra vez salimos
hacia la derecha, tratando de pasar de una habitación a otra sin desviarnos.
Atravesamos tres habitaciones y llegamos ante una pared sin aberturas. Sólo
había otra puerta, que comunicaba con otra habitación, también con otra sola
puerta, por la que accedimos a una serie de cuatro habitaciones al cabo de las
cuales llegamos de nuevo ante una pared. Retrocedimos hasta la habitación
anterior, que tenía dos salidas; atravesamos la que antes habíamos descartado
y llegamos a una nueva habitación, y volvimos a encontrarnos en la sala
heptagonal de la que habíamos partido.
-¿Cómo se llamaba la habitación desde la que acabamos de retroceder? -
preguntó
Guillermo.
-Equus albus -dije tratando de recordar.
-Bueno, regresemos a ella.
Enseguida la encontramos. Una vez allí, salvo retroceder, sólo quedaba la
posibilidad de pasar a la habitación llamada Gratia vobis et pax, donde nos
pareció que, saliendo por la derecha, tampoco retrocederíamos. En efecto,
encontramos otras dos habitaciones, In diebus illis y Primogenitus mortuorum
(pero ¿no serían las que habíamos encontrado antes?), y finalmente, llegamos
a una habitación donde nos pareció que aún no habíamos estado: Tertaem
pars terrae combosta est. Pero para entonces ya éramos incapaces de
situarnos respecto del torreón oriental.
Adelantando la lámpara, me lancé hacia las siguientes habitaciones. Un
gigante de proporciones amenazadoras, y cuyo cuerpo ondeante y fluido
parecía el de un fantasma, salió a mi encuentro.
-¡Un diablo! -grité, y poco faltó para que se me cayese la lámpara, mientras
corría a refugiarme entre los brazos de Guillermo.
Este cogió la lámpara y haciéndome a un lado avanzó con una determinación
que me pareció sublime. También él vio algo, porque se detuvo bruscamente.
Después volvió a asomarse y alzó la lámpara. Se echó a reír.
-Realmente ingenioso. ¡Un espejo!
-¿Un espejo?
-Sí, mi audaz guerrero -dijo Guillermo-. Hace poco, en el scriptorium, te has
arrojado con tanto valor sobre un enemigo real, y ahora te asustas de tu propia
imagen. Un espejo, que te devuelve tu propia imagen, agrandada y deformada.
Cogiéndome de la mano me llevó hasta la pared situada frente a la entrada de
la habitación. Ahora que la lámpara estaba más cerca podía ver, en una hoja
de vidrio con ondulaciones, nuestras dos imágenes, grotescamente
deformadas, cuya forma y altura variaba según nos acercásemos o nos
alejásemos.
-Léete algún tratado de óptica -dijo Guillermo con tono burlón-. Sin duda, los
fundadores de la biblioteca lo han hecho. Los mejores son los de los árabes.
Alhazen compuso un tratado De aspectibus donde, con rigurosas
demostraciones geométricas, describe la fuerza de los espejos. Según la
ondulación de su superficie, los hay capaces de agrandar las cosas más
minúsculas (¿y qué hacen si no mis lentes?), mientras que otros presentan las
imágenes invertidas, u oblicuas, o muestran dos objetos en lugar de uno, o
cuatro en lugar de dos. Otros, como éste, convierten a un enano en un gigante,
o a un gigante en un enano.
-¡Jesús! -exclamé-. Entonces, ¿son éstas las visiones que algunos dicen
haber tenido en la biblioteca?
-Quizá. La idea es realmente ingeniosa. -Leyó la inscripción situada sobre el
espejo: Super thronos viginti quatuor-. Ya la hemos encontrado, pero en una
sala sin espejo. Además, ésta no tiene ventanas, y tampoco es heptagonal.
¿Dónde estamos? -Miró alrededor y después se acercó a un armario-. Adso,
sin aquellos benditos oculi ad legendum no logro comprender lo que hay escrito
en estos libros. Léeme algunos títulos.
Cogí un libro al azar:
-¡Maestro, no está escrito!
-¿Cómo? Veo que está escrito. ¿Qué lees en él?
-No leo. No son letras del alfabeto, y no es griego, no podríais reconocerlo.
Parecen gusanillos, sierpes, cagaditas de mosca. . .
-¡Ah! es árabe. ¿Qué más hay?
-Varios más. Aquí hay uno en latín, gracias a Dios. . . Al. . . Al Kuwarizmi,
Tabulae.
-¡Las tablas astronómicas de Al Kuwarizmi, traducidas por Adelardo de Bath!
¡Una obra rarísima! ¿Qué más?
-Isa ibn Ali, De oculis, Alkindi, De radiis stellatis. . .
-Ahora mira lo que hay en la mesa.
Abrí un gran volumen que había sobre la mesa, un De bestiis, y ante mis ojos
apareció una exquisita miniatura que representaba un bellísimo unicornio.
-Muy bien pintado -comentó Guillermo, que podía ver las imágenes-. ¿Y aquél?
-Liber monstruorum de diversis generibus -leí-. Este también tiene bellas
imágenes, pero me parece que son más antiguas.
Guillermo inclinó el rostro sobre el texto:
-Iluminado por monjes irlandeses, hace por lo menos un par de siglos. En
cambio, el libro del unicornio es mucho más reciente; creo que está iluminado a
la manera de los franceses.
Otra vez tuve ocasión de admirar la sabiduría de mi maestro. Pasamos a la
siguiente habitación, y luego a las cuatro posteriores, todas con ventanas, y
todas llenas de libros en lenguas desconocidas, junto con otros de ciencias
ocultas, y finalmente llegamos a una pared que nos obligó a volver sobre
nuestros pasos, porque las últimas cinco habitaciones sólo comunicaban entre
sí, y de ninguna de ellas podía salirse hacia otra dirección.
-Por la inclinación de las paredes, deberíamos de estar en el pentágono de otro
torreón -dijo Guillermo-, pero falta la sala heptagonal del centro, de modo que,
quizá nos equivoquemos.
-¿Y las ventanas? ¿Cómo puede haber tantas ventanas? Es imposible que
todas las habitaciones den al exterior.
-Olvidas el pozo central. Muchas de las ventanas que hemos visto dan al
octógono del pozo. Si fuese de día, la diferencia de luminosidad nos permitiría
distinguir las ventanas externas de las internas, e incluso, reconocer quizá la
posición de las habitaciones respecto al sol. Pero por la noche no se ven esas
diferencias. Retrocedamos.
Regresamos a la habitación del espejo y nos dirigimos hacia la tercera puerta,
por la que nos pareció que aún no habíamos pasado. Vimos una sucesión de
tres o cuatro habitaciones, y en el fondo vislumbramos un resplandor.
-¡Hay alguien! –exclamé ahogando la voz.
-Si lo hay, ya ha percibido nuestra lámpara -dijo Guillermo, cubriendo, sin
embargo, la llama con la mano. Permanecimos quietos durante uno o dos
minutos. EI resplandor seguía oscilando levemente, pero sin aumentar ni
disminuir.
-Quizá sólo sea una lámpara -siguió Guillermo-, de las que se ponen para
convencer a los monjes de que la biblioteca está habitada por las almas de los
muertos. Pero hay que averiguarlo. Tú quédate aquí cubriendo la lámpara,
mientras yo me adelanto con cautela.
Todavía avergonzado por el triste papel que había hecho delante del espejo,
quise redimirme ante los ojos de Guillermo:
-No, voy yo -dije-, vos quedaos aquí. Avanzaré con cautela, soy más pequeño y
más ágil. Tan pronto como compruebe que no hay peligro os llamaré.
Así lo hice. Atravesé tres habitaciones caminando pegado a las paredes, ágil
como un gato (o como un novicio que baja a la cocina para robar queso de la
despensa, empresa en la que había tenido ocasión de destacarme en Melk).
Llegué‚ hasta el umbral de la habitación de donde procedía el resplandor,
bastante débil, y pegándome a la pared en que se apoyaba la columna de la
derecha, me asomé‚ para espiar. No había nadie. Sobre la mesa había una
especie de lámpara que, casi extinguida, despedía abundante humo. No era
una linterna como la nuestra. Parecía más bien un turíbolo descubierto no tenía
llama, pero bajo una tenue capa de ceniza algo se quemaba. Me armé‚ de valor
y entré. Junto al turbolo, sobre la mesa, había un libro abierto en el que se
veían imágenes de colores muy vivos. Me acerqué y vi cuatro franjas de
diferentes colores: amarillo, bermellón, turquesa y tierra quemada. Destacaba
la figura de una bestia horrible, un dragón de diez cabezas, que con la cola
barría las estrellas del cielo y las arrojaba hacia la tierra. De pronto vi que el
dragón se multiplicaba, y las escamas se separaban de la piel para formar un
anillo rutilante que giraba alrededor de mi cabeza. Me eché hacia atrás y vi que
el techo de la habitación se inclinaba y bajaba hacia mí. Después escuché
como un silbido de mil serpientes, pero no terrorífico, sino casi seductor, y
apareció una mujer rodeada de luz, que acercó su rostro al mío echándome el
aliento. Extendí los brazos para alejarla y me pareció que mis manos tocaban
los libros del armario de enfrente, o que éstos se agrandaban enormemente.
Ya no sabía dónde me encontraba, ni dónde estaba la tierra ni el cielo. En el
centro de la habitación vi a Berengario, que me miraba con una sonrisa
desagradable, rebosante de lujuria. Me cubrí el rostro con las manos y mis
manos me parecieron viscosas y palmeadas como patas de escuerzo. Grité,
creo, y sentí un sabor ligeramente ácido en la boca. Y entonces me hundí en
una oscuridad infinita, que parecía abrirse más y más bajo mis pies, y perdí el
conocimiento.
Después de lo que me parecieron siglos, desperté al sentir unos golpes que
retumbaban en mi cabeza. Estaba tendido en el suelo y Guillermo me estaba
dando bofetadas en las mejillas. Ya no me encontraba en aquella habitación, y
mis ojos descubrieron una inscripción que rezaba Requiescant a laboribus suis.
-Vamos, vamos, Adso -me susurraba mi maestro- No es nada.
-Las cosas. . . -dije, todavía delirando-. Allí, la bestia...
-Ninguna bestia. Te he encontrado delirando al pie de una mesa sobre la que
había un bello apocalipsis mozárabe, abierto en la página de la mulier amicta
sole enfrente del dragón. Pero por el olor me di cuenta de que habías respirado
algo malo, y en seguida te saqué de allí. También a mí me duele la cabeza.
-Pero ¿qué he visto?
-No has visto nada. Lo que sucede es que en aquella habitación se quemaban
unas sustancias capaces de provocar visiones. Las reconocí por el olor. Es
algo de los árabes; quizá lo mismo que el Viejo de la Montaña hacía aspirar a
sus asesinos antes de cada misión. Así se explica el misterio de las visiones.
Alguien pone hierbas mágicas durante la noche para hacer creer a los
visitantes inoportunos que la biblioteca está protegida por presencias
diabólicas. En definitiva, ¿qué sentiste?
Confusamente, por lo que fui capaz de recordar, le describí mi visión.
Guillermo se echó a reír:
-La mitad es una ampliación de lo que habías visto en el libro, y la otra mitad
es la expresión de tus deseos y de tus miedos. Esos son los efectos que
provocan dichas hierbas. Mañana tendremos que hablar con Severino; creo
que sabe más de lo que quiere hacernos creer. Son hierbas, sólo hierbas, sin
necesidad de las operaciones nigrománticas que mencionaba el vidriero.
Hierbas, espejos. . . Son muchos y muy sabios los artificios que se utilizan para
defender este sitio consagrado al saber prohibido. La ciencia usada, no para
iluminar, sino para ocultar. La santa defensa de la biblioteca está en manos de
una mente perversa. Pero la noche ha sido dura. Ahora hay que salir de aquí.
Estás descompuesto y necesitas agua y aire fresco. Es inútil tratar de abrir
estas ventanas; están demasiado altas y probablemente hace décadas qué no
se abren. ¿Cómo han podido pensar que Adelmo se arrojó por una de ellas?
Salir, dijo Guillermo. Como si fuese fácil. Sabíamos que a la biblioteca sólo
podía llegarse por un torreón, el oriental. Pero ¿dónde estábamos en aquel
momento? Habíamos perdido totalmente la orientación. Mientras
deambulábamos temiendo no poder salir nunca de allí, yo tambaleándome aún
y a punto de vomitar, Guillermo bastante preocupado por mí y enfadado
consigo mismo por la insuficiencia de sus conocimientos, tuvimos, mejor dicho
tuvo él, una idea para el día siguiente. Suponiendo que lográsemos salir,
deberíamos regresar a la biblioteca con un tizón de madera quemada o con
otra sustancia apta para marcar signos en las paredes.
-Sólo hay una manera -recitó, en efecto, Guillermo- de encontrar la salida de un
laberinto. Al llegar a cada nudo nuevo, o sea hasta el momento no visitado, se
harán tres signos en el camino de llegada. Si se observan signos en alguno de
los caminos del nudo, ello indicará que el mismo ya ha sido visitado, y entonces
sólo se marcará un signo en el camino de llegada. Cuando todos los pasos de
un nudo ya estén marcados, habrá que retroceder. Pero si todavía quedan uno
o dos pasos sin marcar, se escogerá uno al azar, y se lo marcará con dos
signos. Cuando se escoja un paso marcado con un solo signo, se marcarán
dos más, para que ya tenga tres. Si al llegar a un nudo sólo se encuentran
pasos marcados con tres signos, o sea, si no quedan pasos que aún falte
marcar, ello indicará que ya se han recorrido todas las partes del laberinto.
-¿Cómo lo sabéis? ¿Sois experto en laberintos?
-No, recito lo que dice un texto antiguo que leí en cierta ocasión.
-¿Y con esa regla se puede encontrar la salida?
-Que yo sepa, casi nunca. Pero igual probaremos. Además, en los próximos
días tendré lentes y dispondré de más tiempo para examinar los libros. Quizás
donde el itinerario de las inscripciones nos confunde, el de los libros, en
cambio, nos proporcione una regla de orientación.
-¿Tendréis las lentes? ¿Cómo haréis para recuperarlas?
-He dicho que tendré lentes. Haré unas nuevas. Creo que el Vidriero está
esperando una ocasión como ésta para probar algo nuevo. Suponiendo que
disponga de instrumentos adecuados para tallar los vidrios. Porque estos
últimos no faltan en su taller.
Mientras deambulábamos buscando el camino, sentí de pronto, en medio de
una habitación, una mano invisible que me acariciaba el rostro, al tiempo que
un gemido, que no era humano ni animal, resonaba en aquel cuarto y en el de
al lado, como si un espíritu vagase por las salas. Debería de haber estado
preparado para las sorpresas de la biblioteca, pero de nuevo me aterroricé y di
un salto hacia atrás. También Guillermo debía de haber sentido lo mismo que
yo, porque se estaba tocando la mejilla, y, con la lámpara en alto, miraba a su
alrededor. Alzó una mano, después observó la llama, que ahora parecía más
viva. Entonces se humedeció un dedo y lo mantuvo vertical delante de sí.
-¡Claro! -exclamó después.
Y me mostró dos sitios, en dos paredes enfrentadas, donde, a la altura de un
hombre, se abrían dos troneras muy estrechas. Bastaba acercar la mano para
sentir el aire frío que llegaba del exterior. Y al acercar la oreja se oía un
murmullo, como si ahora soplase viento afuera.
-Algún sistema de ventilación debía tener la biblioteca -dijo Guillermo-. Si no la
atmósfera sería irrespirable, sobre todo en verano. Además, estas troneras
también aseguran una dosis adecuada de humedad, para que los pergaminos
no se sequen. Pero los fundadores fueron aún más ingeniosos. Dispusieron las
troneras de tal modo que, en las noches de viento, el aire que penetra por
estas aberturas forme corrientes cruzadas que, al atascarse en las sucesivas
habitaciones, produzcan los sonidos que acabamos de oír. Sumados a los
espejos y a las hierbas, estos últimos infunden aún más miedo a los incautos
que, como nosotros, penetran en la biblioteca sin conocer bien su disposición.
Por un instante hemos pensado que unos fantasmas nos estaban echando su
aliento sobre el rostro. Hasta ahora no lo habíamos sentido porque sólo ahora
se ha levantado viento. Otro misterio resuelto. ¡Pero todavía no sabemos cómo
salir!
Mientras hablábamos seguíamos deambulando, extraviados, sin ni siquiera
leer las inscripciones, que parecían todas iguales. Nos topamos con una nueva
sala heptagonal, recorrimos las habitaciones adyacentes, y tampoco
encontramos la salida. Retrocedimos. Pasó casi una hora. No intentábamos
saber dónde podíamos estar. En determinado momento, Guillermo decidió que
debíamos darnos por vencidos y que sólo quedaba echarse a dormir en alguna
sala, y esperar que al otro día Malaquías nos encontrase. Mientras nos
lamentábamos por el miserable final de nuestra hermosa empresa,
reencontramos de pronto la sala donde estaba la escalera. Agradecimos al
cielo con fervor, y bajamos llenos de alegría.
Una vez en la cocina, nos lanzamos hacia la chimenea. Entramos en el
pasadizo del osario, y juro que la mueca mortuoria de aquellas cabezas
descarnadas me pareció dulce como la sonrisa de alguien querido.
Regresamos a la iglesia y salimos por la puerta septentrional, para ir a
sentarnos, felices, entre las lápidas. EI agradable aire de la noche me pareció
un bálsamo divino. Las estrellas brillaban a nuestro alrededor, y las visiones de
la biblioteca me parecieron bastante lejanas
-¡Qué hermoso es el mundo y qué feos son los laberintos! -dije aliviado.
-¡Qué hermoso sería el mundo si existiese una regla para orientarse en los
laberintos! -respondió mi maestro.
-¿Qué hora será? -preguntó.
-He perdido la noción del tiempo. Pero convendría que estemos en nuestras
celdas antes de que llamen a maitines.
Caminamos junto a la pared izquierda de la iglesia, pasamos frente a la
portada (giré la cabeza porque no quería ver a los ancianos del Apocalipsis,
super thronos viginti quatuor!) y atravesamos el claustro para llegar al albergue
de los peregrinos. En el umbral del edificio estaba el Abad, que nos miró con
gesto severo.
-Os he buscado durante toda la noche -dijo, dirigiéndose a Guillermo-. No os
he encontrado en vuestra celda ni en la iglesia...
-Estábamos siguiendo una pista -dijo vagamente Guillermo, con visible
incomodidad.
El Abad lo miró un momento y luego dijo con voz grave y pausada:
-Os busco desde que acabó el oficio de completas. Berengario no estaba en
el coro.
-¡Qué me estáis diciendo! -exclamó Guillermo con aire risueño. En efecto:
acababa de convencerse de que había estado escondido en el scriptorium.
-No estaba en el coro durante el oficio de completas -repitió el Abad-, y no ha
regresado a su celda. Estáán por llamar a maitines. Veremos si aparece ahora.
Si no, me temo que haya sucedido otra desgracia.
Cuando llamaron a maitines, Berengario no estaba.
TERCER DIA
ENTRE LAUDES Y PRIMA
Donde se encuentra un paño manchado de sangre en la celda
del desaparecido Berengario, y eso es todo.
Mientras escribo vuelvo a sentir el cansancio de aquella noche, mejor dicho, de
aquella mañana. Después del oficio, el Abad ordenó a la mayoría de los
monjes, ya alarmados, que buscaran por todas partes. Búsqueda infructuosa.
Cuando estaban por llamar a laudes, un monje que buscaba en la celda de
Berengario encontró, bajo el jergón, un paño manchado de sangre. Al verlo, el
Abad pensó que era un mal presagio. Estaba presente Jorge, quien, una vez
enterado, dijo: ¿Sangre?, como si le pareciera inverosímil. Cuando se lo dijeron
a Alinardo, éste movió la cabeza y comentó:
-No, no, con la tercera trompeta la muerte viene por agua. . .
-Ahora todo está claro -dijo Guillermo al observar el paño.
-¿Entonces dónde está Berengario? -le preguntaron.
-No lo sé -respondió.
Al oírlo, Aymaro alzó los ojos al cielo y dijo por lo bajo a Pietro da San Albano:
-Así son los ingleses.
Ya cerca de próxima, cuando el sol había salido, se enviaron sirvientes a
explorar al pie del barranco, a todo lo largo de la muralla. Regresaron a la hora
tercia, sin haber encontrado nada.
Guillermo me dijo que no podíamos hacer nada útil, que había que esperar los
acontecimientos. Dicho eso, se dirigió a la herrería, donde se enfrascó en una
sesuda conversación con Nicola, el maestro vidriero. Yo me senté en la iglesia,
cerca de la puerta central, mientras se celebraban las misas. Así, devotamente,
me quedé dormido, y por mucho tiempo, porque, al parecer, los jóvenes
necesitan dormir más que los viejos, quienes ya han dormido mucho y se
disponen a hacerlo para toda la eternidad.
Tercer día
TERCIA
Donde Adso reflexiona en el scriptorium sobre la historia de su orden
y sobre el destino de los libros
Salí de la iglesia menos fatigado pero con la mente confusa, porque sólo en las
horas nocturnas el cuerpo goza de un descanso tranquilo. Subí al scriptorium,
pedí permiso a Malaquías y me puse a hojear el catálogo. Mientras miraba
distraído los folios que iban pasando ante mis ojos, lo que en realidad hacía era
observar a los monjes.
Me impresionó la calma y la serenidad con que estaban entregados a sus
tareas, como si no hubiese desaparecido uno de sus hermanos y no lo
estuvieran buscando afanosamente por todo el recinto, y como si ya no
hubiesen muerto otros dos en circunstancias espantosas. Aquí se ve, dije para
mí, la grandeza de nuestra orden: durante siglos y siglos, hombres como éstos
han asistido a la irrupción de los bárbaros, al saqueo de sus abadías. Han visto
precipitarse reinos en vórtices de fuego, y, sin embargo, han seguido
ocupándose con amor de sus pergaminos y sus tintas, y han seguido leyendo
en voz baja unas palabras transmitidas a través de los siglos y que ellos
transmitirían a los siglos venideros. Si habían seguido leyendo y copiando
cuando se acercaba el milenio, ¿por qué dejarían de hacerlo ahora?
El día anterior, Bencio había dicho que con tal de conseguir un libro raro estaba
dispuesto a cometer actos pecaminosos. No mentía ni bromeaba. Sin duda, un
monje debería amar humildemente sus libros, por el bien de estos últimos y no
para complacer su curiosidad personal, pero lo que para los legos es la
tentación del adulterio, y para el clero secular la avidez de riquezas, es para los
monjes la seducción del conocimiento.
Hojeé el catálogo y empezó un baile de títulos misteriosos: Quinti Sereni de
medicamentis, Phaenomena, Liber Aesopi de natura animalium, Liber Aethici
peronymi de cosmographia, Libri tres quos Arculphus episcopus Adamnano
escipiente de locis sanctis ultramarinis designavit conscribendos, Libellus Q.
Lulii Hilarionis de origine mundi, Solini Polyhistor de situ orbis terrarum et
mirabilibus, A lmagestáhus. . .
No me asombré de que el misterio de los crímenes girase en torno a la
biblioteca. Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era
al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la
frontera de la tierra desconocida y el infierno. Estaban dominados por la
biblioteca, por sus promesas y sus interdicciones. Vivían con ella, por ella y,
quizá, también contra ella, esperando, pecaminosamente, poder arrancarle
algún día todos sus secretos. ¿Por qué no iban a arriesgarse a morir para
satisfacer alguna curiosidad de su mente, o a matar para impedir que alguien
se apoderase de cierto secreto celosamente custodiado?
Tentaciones, sin duda, soberbia del intelecto. Muy distinto era el monje
escribiente que había imaginado nuestro santo fundador: capaz de copiar sin
entender, entregado a la voluntad de Dios, escribiente en cuanto orante, y
orante en cuanto escribiente. ¿Qué había sucedido? ¡Oh, sin duda, no sólo en
eso había degenerado nuestra orden! Se había vuelto demasiado poderosa,
sus abades rivalizaban con los reyes. ¿Acaso Abbone no era un ejemplo de
monarca que con ademán de monarca intentaba dirimir las controversias entre
los monarcas? Hasta el saber que las abadías habían acumulado se usaba
ahora como mercancía para el intercambio era motivo de orgullo, de jactancia,
y fuente de prestigio. Así como los caballeros ostentaban armaduras y
pendones, nuestros abades ostentaban códices con miniaturas. Y aún más
(¡qué locura!) Desde que nuestros monasterios habían perdido la palma del
saber: porque ahora las escuelas catedralicias, las corporaciones urbanas y las
universidades copiaban quizás más y mejor que nosotros, y producían libros
nuevos... y tal vez fuese esta la causa de tantas desgracias.
La abadía donde me encontraba era, quizás la última capaz de alardear por la
excelencia en la producción y reproducción del saber. Pero precisamente por
eso sus monjes ya no se conformaban con la santa actividad de copiar:
también ellos, movidos por la avidez de novedades, querían producir nuevos
complementos de la naturaleza. No se daban cuenta, entonces lo intuí
confusamente, y ahora, cargado ya de años y experiencia, lo sé con seguridadde
que al obrar de ese modo estaban decretando la ruina de lo que constituía
su propia excelencia. Porque si el nuevo saber que querían producir llegaba a
atravesar libremente aquella muralla, con ello desaparecería toda diferencia
entre ese lugar sagrado y una escuela catedralicia o una universidad
ciudadana. En cambio, mientras permaneciera oculto, su prestigio y su fuerza
seguirían intactos, a salvo de la corrupción de las disputas, de la soberbia
cuodlibetal que pretende someter todo misterio y toda grandeza a la criba del
sic et non. Por eso, dije para mí, la biblioteca está rodeada de un halo de
silencio y oscuridad: es una reserva de saber, pero sólo puede preservar ese
saber impidiendo que llegue a cualquiera, incluidos los propios monjes. El
saber no es como la moneda, que se mantiene físicamente intacta incluso a
través de los intercambios más infames; se parece más bien a un traje de gran
hermosura, que el uso y la ostentación van desgastando. ¿Acaso no sucede ya
eso con el propio libro, cuyas páginas se deshacen, cuyas tintas y oros se
vuelven opacos, cuando demasiadas manos lo tocan? Precisamente, cerca de
mí, Pacifico da Tivoli hojeaba un volumen antiguo, cuyos folios parecían
pegados entre sí por efecto de la humedad. Para poder hojearlo debía mojarse
con la lengua el índice y el pulgar, y su saliva iba mermando el vigor de
aquellas páginas. Abrirlas significaba doblarlas, exponerlas a la severa acción
del aire y del polvo, que roerían las delicadas nervaduras del pergamino,
encrespado por el esfuerzo, y producirían nuevo moho en los sitios donde la
saliva había ablandado, pero al mismo tiempo debilitado, el borde de los folios.
Así como un exceso de ternura ablanda y entorpece al guerrero, aquel exceso
de amor posesivo y lleno de curiosidad exponía el libro a la enfermedad que
acabaría por matarlo.
¿Qué había que hacer? ¿Dejar de leer y limitarse a conservar? ¿Eran fundados
mis temores? ¿Qué habría dicho mi maestro?
No lejos de mí, el rubricante Magnus de Iona estaba blandando con yeso un
pergamino que antes había raspado con piedra pómez, y que luego acabaría
de alisar con la plana. A su lado, Rábano de Toledo había fijado su pergamino
a la mesa y con un estilo de metal estaba trazando líneas horizontales muy
finas entre unos agujeritos que había practicado a ambos lados del folio. Pronto
las dos láminas se llenarían de colores y de formas, y cada página sería como
un relicario, resplandeciente de gemas engastadas en la piadosa trama de la
escritura. Estos dos hermanos míos, dije para mí, viven ahora su paraíso en la
tierra. Estaban produciendo nuevos libros, iguales a los que luego el tiempo
destruiría inexorable. . . Por tanto, ninguna fuerza terrenal podía destruir la
biblioteca, puesto que era algo vivo. Pero, si era algo vivo, ¿por qué no se abría
al riesgo del conocimiento? ¿Era eso lo que deseaba Bencio y lo que quizás
también había deseado Venancio? Me sentí confundido y tuve miedo de mis
propios pensamientos. Quizás no fuesen los más adecuados para un novicio
cuya única obligación era respetar humilde y escrupulosamente la regla,
entonces y en los años que siguieran. . . como siempre he hecho, sin
plantearme otras preguntas, mientras a mí alrededor el mundo se hundía más y
más en una tormenta de sangre y de locura.
Era la hora de la comida matinal. Me dirigí a la cocina. Los cocineros, de
quienes ya era amigo, me dieron algunos de los bocados más exquisitos.
Tercer día
SEXTA
Donde Adso escucha las confidencias de Salvatore, que no pueden resumirse
en
pocas palabras pero que le sugieren muchas e inquietantes reflexiones.
Mientras comía, vi en un rincón a Salvatore. Era evidente que ya había hecho,
las paces con el cocinero, pues estaba devorando con entusiasmo un pastel de
carne de oveja. Comía como si nunca lo hubiese hecho en su vida: no dejaba
caer ni una migaja. Parecía estar dando gracias al cielo por aquel alimento
extraordinario.
Se me acercó y me dijo en su lenguaje estrafalario, que comía por todos los
años en que había ayunado. Le pedí que me contara. Me describió una infancia
muy penosa en una aldea donde el aire era malsano, las lluvias excesivas y los
campos pútridos, en medio de un aire viciado por miasmas mortíferos. Por lo
que alcancé a entender, algunos años, los aluviones que corrían por el campo,
estación tras estación habían borrado los surcos. de modo que un moyo de
semillas daba un sextario, y después ese sextario se reducía aún, hasta
desaparecer. Los señores tenían los rostros blancos como los pobres, aunque -
observó Salvatore - muriesen muchos más de éstos que de aquellos, quizás -
añadió con una sonrisa- porque pobres había más. . . Un sextario costaba
quince sueldos, un moyo sesenta sueldos, los predicadores anunciaban el fin
de los tiempos, pero los padres y los abuelos de Salvatore recordaban que no
era la primera vez que esto sucedía de modo que concluyeron que los tiempos
siempre estaban a punto de acabar. Y cuando hubieron comido todas las
carroñas de los pájaros, y todos los animales inmundos que pudieron
encontrar, corrió la voz de que en la aldea alguien había empezado a
desenterrar a los muertos. Como un histrión, Salvatore se esforzaba por
explicar cómo hacían aquellos “homines malísimos” que cavaban con los dedos
en el suelo de los cementerios al día siguiente de algún entierro. “¡Yam!”,
decía, e hincaba el diente en su pastel de oveja, pero en su rostro yo veía la
mueca del desesperado que devoraba un cadáver. Y además había otros
peores, que, no contentos con cavar en la tierra consagrada, se escondían en
el bosque, como ladrones, para sorprender a los caminantes. “¡Zas!”, decía
Salvatore, poniéndose el cuchillo en el cuello, y “¡Yam!”. Y los peores de todos
atraían a los niños con huevos o manzanas, y se los comían, pero, aclaró
Salvatore con mucha seriedad, no sin antes cocerlos. Me contó que en cierta
ocasión había llegado a la aldea un hombre vendiendo carne cocida a un
precio muy barato, y que nadie comprendía tanta suerte de golpe, pero
después el cura dijo que era carne humana, y la muchedumbre enfurecida se
arrojó sobre el hombre y lo destrozó. Pero aquella misma noche alguien de la
aldea cavó en la tumba del caníbal y comió su carne, y cuando lo
descubrieron, la aldea también lo condenó a muerte.
Pero no fue esto lo único que me contó Salvatore. Con palabras truncadas,
obligándome a recordar lo poco que sabía de provenzal y de algunos dialectos
italianos, me contó la historia de su fuga de la aldea natal, y su vagabundeo por
el mundo. Y en su relato reconocí a muchos que ya había conocido o
encontrado por el camino, y ahora reconozco a muchos otros que conocí más
tarde, de modo que quizá, después de tantos años, le atribuya aventuras y
delitos de otros, que conocí antes o después de él, y que ahora en mi mente
fatigada se funden en una sola imagen, precisamente por la fuerza de la
imaginación, que, combinando el recuerdo del oro con el de la montaña, sabe
producir la idea de una montaña de oro.
Durante el viaje, Guillermo había hablado a menudo de los simples; algunos de
sus hermanos designaban así a la gente del pueblo y a las personas incultas.
El término siempre me pareció vago, porque en las ciudades italianas había
encontrado mercaderes y artesanos que no eran letrados pero que tampoco
eran incultos, aunque sus conocimientos se manifestasen a través de la lengua
vulgar. Y por ejemplo, algunos de los tiranos que en aquella época gobernaban
la península nada sabían de teología, de medicina, de lógica y de latín, pero,
sin duda, no era simples ni menesterosos. Por eso creo que también mi
maestro, al hablar de los simples, usaba un concepto más bien simple. Pero,
sin duda, Salvatore era un simple, procedía de una tierra castigada durante
siglos por la miseria y por la prepotencia de los señores feudales. Era un
simple, pero no un necio. Soñaba con un mundo distinto, que en la época en
que huyó de casa de sus padres, se identificaba, por lo que me dijo, con el país
de Jauja, donde los árboles segregan miel y dan hormas de queso y olorosos
chorizos.
Impulsado por esa esperanza -como si no quisiese reconocer que este mundo
es un valle de lágrimas, donde (según me han enseñado) hasta la injusticia ha
sido prevista, para mantener el justo equilibrio, por una providencia cuyos
designios quieren ocultársenos-, Salvatore viajó por diversos países, desde su
Monferrate natal hacia la Liguria, y después a Provenza para subir luego hacia
las tierras del rey de Francia.
Salvatore vagó por el mundo, mendigando, sisando, fingiéndose enfermo,
sirviendo cada tanto a algún señor, para volver después al bosque y al camino
real. Por el relato que me hizo, lo imaginó unido a aquellas bandas de
vagabundos que luego, en los años que siguieron, vería pulular cada vez más
por toda Europa: falsos monjes, charlatanes, tramposos, truhanes, perdularios
y harapientos, leprosos y tullidos, caminantes, vagabundos, cantores
ambulantes, clérigos, apátridas, estudiantes que iban de un sitio a otro,
tahúres, malabaristas, mercenarios inválidos, judíos errantes, antiguos cautivos
de los infieles que vagaban con la mente perturbada, locos, desterrados,
malhechores con las orejas cortadas, sodomitas, y mezclados con ellos,
artesanos ambulantes, tejedores, caldereros, silleros, afiladores, empajadores,
albañiles, junto con pícaros de toda calaña, tahúres, bribones, pillos, granujas,
bellacos, tunantes, faramalleros, saltimbanquis, trotamundos, buscones, y
canónigos y curas simoníacos y prevaricadores, y gente que ya sólo vivía de la
inocencia ajena, falsificadores de bulas y sellos papales, vendedores de
indulgencias, falsos paralíticos que se echaban a la puerta de las iglesias,
tránsfugas de los conventos, vendedores de reliquias, perdonadores, adivinos y
quiromantes, nigromantes, curanderos, falsos mendicantes, y fornicadores de
toda calaña, corruptores de monjas y muchachas por el engaño o la violencia,
falsos hidrópicos, epilépticos fingidos, seudo hemorróidicos, simuladores de
gota, falsos llagados, e incluso falsos dementes, melancólicos ficticios. Algunos
se aplicaban emplastos en el cuerpo para fingir llagas incurables, otros se
llenaban la boca con una sustancia del color de la sangre para simular esputos
de tuberculoso, y había pícaros que simulaban la invalidez de alguno de sus
miembros, que llevaban bastones sin necesitarlos, que imitaban ataques de
epilepsia, que se fingían sarnosos, con falsos bubones, con tumores simulados,
llenos de vendas, pintados con tintura de azafrán, con hierros en las manos y
vendajes en la cabeza, colándose hediondos en las iglesias y dejándose caer
de golpe en las plazas, escupiendo baba y con los ojos en blanco, echando por
la nariz una sangre hecha con zumo de moras y bermellón, para robar comida
o dinero a las gentes atemorizadas que recordaban la invitación de los santos
padres a la limosna: comparte tu pan con el hambriento, ofrece tu casa al que
no tiene techo, visitemos a Cristo, recibamos a Cristo, vistamos a Cristo,
porque así como el agua purga al fuego, la limosna purga nuestros pecados.
También después de la época a la que me estoy refiriendo he visto y sigo
viendo, a lo largo del Danubio, muchos de aquellos charlatanes que, como los
demonios, tenían sus propios nombres y sus propias subdivisiones: biantes,
affratres, falsibordones, affarfantes, acapones, alacrimantes, asciones,
acadentes, mutuatores, cagnabaldi, atrementes, admiracti, acconi, apezentes,
affarinati, spectini, iucchi, falpatores, confitentes, compatrizantes.
Eran como légamo que se derramaba por los senderos de nuestro mundo, y
entre ellos se mezclaban predicadores de buena fe, herejes en busca de
nuevas presas, sembradores de discordia. Había sido precisamente el papa
Juan, siempre temeroso de los movimientos de los simples que se dedicaban a
la predicación, y a la práctica de la pobreza, quien arremetiera contra los
predicadores mendicantes, quienes, según él, atraían a los curiosos
enarbolando estandartes con figuras pintadas, predicaban y se hacían entregar
dinero valiéndose de amenazas. ¿Tenía razón el papa simoníaco y corrupto
cuando equiparaba a los frailes mendicantes que predicaban la pobreza con
aquellas bandas de desheredados y saqueadores? En aquella época, después
de haber viajado un poco por la península italiana, ya no tenía muy claras mis
ideas: había oído hablar de los frailes de Altopascio, que en su predicación
amenazaban con excomuniones y prometían indulgencias, que por dinero
absolvían a fratricidas y a ladrones, a perjuros y a asesinos, que iban diciendo
que en su hospital se celebraban hasta cien misas diarias, y que recaudaban
donativos para sufragarlas, y que decían que con sus bienes se dotaba a
doscientas muchachas pobres.
También había oído hablar de fray Pablo El Cojo, eremita del bosque de Rieti
que se jactaba de haber sabido por revelación directa del Espíritu Santo que el
acto carnal no era pecado, y así seducía a sus víctimas, a las que llamaba
hermanas, obligándolas a desnudarse y recibir azotes y a hacer cinco
genuflexiones en forma de cruz, para después ofrendarlas a Dios, no sin
instarlas a que se prestaran a lo que llamaba el beso de la paz. Pero, ¿qué
había de cierto en todo eso? ¿Qué tenían que ver aquellos eremitas
supuestamente iluminados con los frailes de vida pobre que recorrían los
caminos de la península haciendo verdadera penitencia, ante la mirada hostil
de unos clérigos y obispos cuyos vicios y rapiñas flagelaban?
El relato de Salvatore, que se iba mezclando con las cosas que yo ya sabía, no
revelaba diferencia alguna: todo parecía igual a todo. Algunas veces lo
imaginaba como uno de aquellos mendigos inválidos de Turena que, según se
cuenta, al aparecer el cadáver milagroso de San Martín, salieron huyendo por
miedo a que el santo los curara, arrebatándoles así su fuente de ganancias,
pero el santo, implacable, les concedió su gracia antes de que lograsen
alejarse, devolviéndoles el uso de los miembros en castigo por el mal que
habían hecho. Otras veces, en cambio, el rostro animalesco del monje se
iluminaba con una dulce claridad, mientras me contaba cómo, en medio de su
vagabundeo con aquellas bandas, había escuchado la palabra de ciertos
predicadores franciscanos, también ellos fugitivos, y había comprendido que la
vida pobre y errabunda que llevaba no debía padecerse como una triste
fatalidad, sino como un acto gozoso de entrega. Y así había pasado a formar
parte de unas sectas y grupos de penitentes cuyos nombres no sabía repetir y
cuyas doctrinas apenas lograba explicar. Deduje que se había encontrado con
patarinos y valdenses, y quizás también con cátaros, arnaldistas y humillados,
y que vagando por el mundo había pasado de un grupo a otro, asumiendo poco
a poco como misión su vida errante, y haciendo por el Señor lo que hasta
entonces había hecho por su vientre.
Pero, ¿cómo y hasta cuándo había estado con aquellos grupos? Por lo que
pude entender, unos treinta años atrás había sido acogido en un convento
franciscano de Toscana, donde había adoptado el sayo de San Francisco,
aunque sin haber recibido las órdenes. Allí, creo, había aprendido el poco latín
que hablaba, mezclándolo con las lenguas de todos los sitios en que, pobre
apátrida, había estado, y de todos los compañeros de vagabundeo que había
ido encontrando, desde mercenarios de mi tierra hasta bogomilos dálmatas.
Allí, según decía, se había entregado a la vida de penitencia (penitenciegite,
me repetía con mirada ardiente, y otra vez oí aquella palabra que tanta
curiosidad había despertado en Guillermo) pero al parecer tampoco aquellos
franciscanos tenían muy claras las ideas, porque en cierta ocasión invadieron
la casa del canónigo de la iglesia cercana, al que acusaban de robar y de otras
ignominias, y lo arrojaron escaleras abajo, causando así la muerte del pecador,
y luego saquearon la iglesia. Enterado el obispo, envió gente armada, y así fue
como los frailes se dispersaron y Salvatore vagó largo tiempo por la Alta Italia
unido a una banda de fraticelli, o sea de franciscanos mendicantes, al margen
ya de toda ley y disciplina.
Buscó luego refugio en la región de Toulouse, donde le sucedió algo extraño,
en una época en que, enardecido, escuchaba el relato de las grandes hazañas
de los cruzados. Sucedió que una muchedumbre de pastores y de gente
humilde se congregó en gran número para cruzar el mar e ir a combatir contra
los enemigos de la fe. Se les dio el nombre de pastorcillos. Lo que en realidad
querían era huir de aquellas infelices tierras. Tenían dos jefes, que les
inculcaban falsas teorías: un sacerdote que por su conducta se había quedado
sin iglesia, y un monje apóstata de la orden de San Benito. Hasta tal punto
habían enloquecido a aquellos miserables, que incluso muchachos de dieciséis
años, contra la voluntad de sus padres, llevando consigo sólo una alforja y un
bastón, sin dinero, abandonaron los campos para correr tras ellos, formando
todos una gran muchedumbre que los seguía como un rebaño. Ya no los movía
la razón ni la justicia, sino sólo la fuerza y la voluntad de sus jefes. Se sentían
como embriagados por el hecho de estar juntos, finalmente libres y con una
vaga esperanza de tierras prometidas. Recorrían aldeas y ciudades cogiendo
todo lo que encontraban, y si alguno era arrestado, asaltaban la cárcel para
liberarlo. Cuando entraron en la fortaleza de París para liberar a algunos de sus
compañeros arrestados por orden de los señores, viendo que el preboste de la
ciudad intentaba resistir, lo golpearon y lo arrojaron por la escalinata, y después
echaron abajo las puertas de la cárcel. Ocuparon luego el prado de San
Germán, donde se desplegaron en posición de combate. Pero nadie se atrevió
a hacerles frente, de modo que salieron de París y se dirigieron hacia
Aquitania. E iban matando a todos los judíos que encontraban a su paso, y se
apoderaban de sus bienes. . .
-¿Por qué a los judíos? –pregunté.
Y Salvatore me respondió:
-¿Por qué no?
Entonces me explicó que toda la vida habían oído decir a los predicadores que
los judíos eran los enemigos de la cristiandad y que acumulaban los bienes que
a ellos les eran negados. Yo le pregunté si no eran los señores y los obispos
quienes acumulaban esos bienes a través del diezmo, y si, por tanto, los
pastorcillos no se equivocaban de enemigos. Me respondió que, cuando los
verdaderos enemigos son demasiado fuertes, hay que buscarse otros
enemigos más débiles. Pensé que por eso los simples reciben tal
denominación. Sólo los poderosos saben siempre con toda claridad cuáles son
sus verdaderos enemigos. Los señores no querían que los pastorcillos pusieran
en peligro sus bienes, y tuvieron la inmensa suerte de que los jefes de los
pastorcillos insinuasen la idea de que muchas de las riquezas estaban en
poder de los judíos.
Le pregunté quién había convencido a la muchedumbre de que era necesario
atacar a los judíos. Salvatore no lo recordaba. Creo que cuando tanta gente se
congrega para correr tras una promesa, y de pronto surge una exigencia,
nunca puede saberse quién es el que habla. Pensé que sus jefes se habían
educado en los conventos y en las escuelas obispales, y que hablaban el
lenguaje de los señores, aunque lo tradujeran en palabras comprensibles para
los pastores. Y los pastores no sabían dónde estaba el papa, pero sí dónde
estaban los judíos. En suma, pusieron sitio a una torre alta y sólida,
perteneciente al rey de Francia, donde los judíos, aterrorizados, habían ido en
masa a refugiarse. Y con valor y tenacidad éstos se defendían arrojando leños
y piedras. Pero los pastorcillos prendieron fuego a la puerta de la torre,
acorralándolos con las llamas y el humo. Y al ver que no podían salvarse, los
judíos prefirieron matarse antes que morir a manos de los incircuncisos, y
pidieron a uno de ellos, que parecía el más valiente, que los matara con su
espada. Este dijo que sí y mató como a quinientos. Después salió de la torre
con los hijos de los judíos y pidió a los pastorcillos que lo bautizaran. Pero los
pastorcillos le respondieron: “¿Has hecho tal matanza entre tu gente y ahora
quieres salvarte de morir?” Y lo destrozaron. Pero respetaron la vida de los
niños, y los hicieron bautizar. Después se dirigieron hacia Carcasona, y a su
paso perpetraron otros crímenes sangrientos. Entonces el rey de Francia
comprendió que habían pasado ya los límites y ordenó que se les opusiese
resistencia en toda ciudad por la que pasaran, y que se defendiese incluso a
los judíos como si fueran hombres del rey. . .
¿Por qué aquella súbita preocupación del rey por los judíos? Quizás porque se
dio cuenta de lo que podrían llegar a hacer los pastorcillos en todo el reino, y
vio que su número era cada vez mayor. Entonces se apiadó incluso de los
judíos, ya fuese porque éstos eran útiles para el comercio del reino, ya porque
había que destruir a los pastorcillos y era necesario que todos los buenos
cristianos encontraran motivos para deplorar sus crímenes. Pero muchos
cristianos no obedecieron al rey, porque pensaron que no era justo defender a
los judíos, enemigos constantes de la fe cristiana.
Y en muchas ciudades las gentes del pueblo, que habían tenido que pagar
usura a los judíos, se sentían felices de que los pastorcillos los castigaran por
su riqueza. Entonces el rey ordenó bajo pena de muerte que no se diera ayuda
a los pastorcillos. Reunió un numeroso ejército y los atacó y muchos murieron,
mientras que otros se salvaron refugiándose en los bosques, donde acabaron
pereciendo de hambre. En poco tiempo fueron aniquilados. Y el enviado del rey
los iba apresando y los hacía colgar en grupos de veinte o de treinta,
escogiendo los árboles más grandes, para que el espectáculo de sus
cadáveres sirviese de ejemplo eterno y ya nadie se atreviera a perturbar la paz
del reino.
Lo extraño es que Salvatore me contó esta historia como si se tratase de una
empresa muy virtuosa. Y de hecho seguía convencido de que la muchedumbre
de los pastorcillos se había puesto en marcha para conquistar el sepulcro de
Cristo y liberarlo de los infieles. Y no logré persuadirlo de que esa sublime
conquista ya se había logrado en la época de Pedro el Ermitaño y de San
Bernardo, durante el reinado de Luis el Santo, de Francia. De todos modos,
Salvatore no partió a luchar contra los infieles, porque tuvo que retirarse a toda
prisa de las tierras francesas. Me dijo que se había dirigido hacia la región de
Novara, pero no me aclaró demasiado lo que le sucedió allí. Por último, llegó a
Casale, donde logró que lo admitieran en el convento de los franciscanos (creo
que fue allí donde encontró a Remigio), justo en la época en que muchos de
ellos, perseguidos por el papa, cambiaban de sayo y buscaban refugio en
monasterios de otras órdenes, para no morir en la hoguera, tal como había
contado Ubertino. Dada su larga experiencia en diversos trabajos manuales
(que había realizado tanto con fines deshonestos, cuando vagaba libremente,
como con fines santos, cuando vagaba por el amor de Cristo), el cillerero lo
convirtió en su ayudante. Y por eso justamente hacía tantos años que estaba
en aquel sitio, menos interesado por los fastos de la orden que por la
administración del almacén y la despensa, libre de comer sin necesidad de
robar y de alabar al Señor sin que lo quemaran.
Todo esto me lo fue contando entre bocado y bocado, y me pregunté qué parte
había añadido su imaginación, y qué parte había guardado para sí. Lo miré
con curiosidad, no porque me asombrara su experiencia particular, sino al
contrario, porque lo que le había sucedido me parecía una espléndida síntesis
de muchos hechos y movimientos que hacían de la Italia de entonces un país
fascinante e incomprensible.
¿Qué emergía de ese relato? La imagen de un hombre de vida aventurera,
capaz incluso de matar a un semejante sin ser consciente de su crimen. Pero,
si bien en aquella época cualquier ofensa a la ley divina me parecía igual a
otra, ya empezaba a comprender algunos de los fenómenos que oía comentar,
y me daba cuenta de que una cosa es la masacre que una muchedumbre, en
arrebato casi ascético, y confundiendo las leyes del Señor con las del diablo,
puede realizar, y otra cosa es el crimen individual perpetrado a sangre fría,
astuta y calladamente. Y no me parecía que Salvatore pudiera haberse
manchado con semejante crimen.
Por otra parte, quería saber algo sobre lo que había insinuado el Abad, y me
obsesionaba la figura de fray Dulcino, para mí casi desconocida. Sin embargo,
su fantasma parecía presente en muchas conversaciones que había
escuchado durante aquellos dos días. De modo que le pregunté a bocajarro:
-¿En tus viajes nunca encontraste a fray Dulcino?
Su reacción fue muy extraña. Sus ojos, ya muy abiertos, parecieron salirse de
las órbitas; se persignó varias veces; murmuró unas frases entrecortadas, en
un lenguaje que esa vez me resultó del todo ininteligible. Creí entender, sin
embargo, que eran negaciones. Hasta aquel momento me había mirado con
simpatía y confianza, casi diría que con amistad. En cambio, la mirada que
entonces me dirigí fue casi de odio. Después pretextó cualquier cosa y se
marchó.
A aquellas alturas yo me moría de curiosidad. ¿Quién era ese fraile que
infundía terror a cualquiera que oyese su nombre? Decidí que debía apagar lo
antes posible mi sed de saber. Una idea atravesó mi mente. ¡Ubertino! Era él
quien había pronunciado ese nombre la primera noche que lo encontramos.
Conocía todas las vicisitudes, claras y oscuras, de los frailes, de los fraticelli y
de otra gentuza que pululaba por entonces. ¿Dónde podía encontrarlo a
aquella hora? Sin duda, en la iglesia, sumergido en sus oraciones. Y hacia allí,
puesto que gozaba de un momento de libertad, dirigí mis pasos.
No lo encontré, ni lograría encontrarlo hasta la noche. De modo que mi
curiosidad siguió insatisfecha, mientras sucedían los acontecimientos que
ahora debo narrar.
Tercer día
NONA
Donde Guillermo habla con Adso del gran río de la herejía, de la función de los
simples
en la iglesia, de sus decidas acerca de la cognoscibilidad de las leyes
generales,
y casi de pasada le comenta cómo han descifrado los signos nigrománticos
que decía Venancio
Encontré a Guillermo en la herrería, trabajando con Nicola, los dos bastante
enfrascados en su trabajo. Habían dispuesto sobre la mesa un montón de
pequeños discos de vidrio, quizás ya listos para ser insertados en una vidriera,
y con instrumentos idóneos habían reducido el espesor de algunos a la medida
deseada. Guillermo los estaba probando poniéndoselos delante de los ojos.
Por su parte, Nicola estaba dando instrucciones a los herreros para que
fabricaran la horquilla donde habrían de engastarse los vidrios adecuados.
Guillermo refunfuñaba irritado, porque la lente que más le satisfacía hasta ese
momento era de color esmeralda, y decía que no le interesaba ver los
pergaminos como si fuesen
prados. Nicola se alejó para vigilar el trabajo de los herreros. Mientras trajinaba
con sus vidrios, le conté a mi maestro la conversación con Salvatore.
-Se ve que el hombre ha tenido una vida muy variada -dijo-, quizás sea cierto
que ha estado con los dulcinianos. Esta abadía es un verdadero microcosmos;
cuando lleguen
los enviados del papa Juan y de fray Michele el cuadro estará completo.
-Maestro -le dije- ya no entiendo nada.
-¿A propósito de qué Adso?
-Ante todo, a propósito de las diferencias entre los grupos heréticos. Pero sobre
esto os preguntaré después. Lo que me preocupa ahora es el problema mismo
de la diferencia: Cuando hablasteis con Ubertino me dio la impresión de que
tratabais de demostrarle que los santos y los herejes son todos iguales. En
cambio, cuando hablasteis con el Abad os esforzasteis por explicarle la
diferencia que va de hereje a hereje, y de hereje a ortodoxo. O sea que a
Ubertino lo censurasteis por considerar distintos a los que en el fondo son
iguales, y al Abad por considerar iguales a los que en el fondo son distintos.
Guillermo dejó un momento las lentes sobre la mesa:
-Mi buen Adso, tratemos de hacer algunas distinciones, incluso a la manera de
las escuelas de París. Pues bien, allí dicen que todos los hombres tienen una
misma forma sustancial, ¿verdad?
-Así es -dije, orgulloso de mi saber-. Son animales, pero racionales, y se
distinguen por la capacidad de reír.
-Muy bien. Sin embargo, Tomás es distinto de Buenaventura, y el primero es
gordo mientras que el segundo es flaco, e incluso puede suceder que
Uguccione sea malo mientras que Francesco es bueno, y que Aldemaro sea
flemático mientras que Agilulfo es bilioso. ¿O no?
-Qué duda cabe.
-Entonces, esto significa que hay identidad, entre hombres distintos, en cuanto
a su forma sustancial, y diversidad en cuanto a los accidentes, o sea en cuanto
a sus terminaciones superficiales.
-Me parece evidente.
-Entonces, cuando digo a Ubertino que la misma naturaleza humana, con sus
complejas operaciones, se aplica tanto al amor del bien como al amor del mal,
intento convencerlo de la identidad de dicha naturaleza humana. Cuando luego
digo al Abad que hay diferencia entre un cátaro y un valdense, hago hincapié
en la variedad de sus accidentes.
E insisto en esa diferencia porque a veces sucede que se quema a un valdense
atribuyéndole los accidentes propios de un cátaro y viceversa. Y cuando se
quema a un hombre se quema su sustancia individual, y se reduce a pura nada
lo que era un acto concreto de existir, bueno de por sí, al menos para los ojos
de Dios, que lo mantenía en la existencia. ¿Te parece que es una buena razón
para hacer hincapié en las diferencias?
-Sí, maestro -respondí entusiasmado- ¡Ahora comprendo por qué hablasteis
así, y valoro vuestra buena filosofía!
-No es la mía, y ni siquiera sé si es la buena. Pero lo importante es que hayas
comprendido. Veamos ahora tu segunda pregunta.
-Sucede que me siento un inútil. Ya no logro distinguir cuáles son las
diferencias accidentales de los valdenses, los cátaros, los pobres de Lyon, los
humillados, los begardos, los terciarios, los lombardos, los joaquinistas, los
patarinos, los apostólicos, los pobres de Lombardía, los arnaldistas, los
guillermitas, los seguidores del espíritu libre y los luciferinos. ¿Qué debo hacer?
-¡Oh, pobre Adso! -exclamó riendo Guillermo, y me dio una palmadita afectuosa
en la nuca- ¡La culpa no es en absoluto tuya! Mira, es como si durante estos
dos últimos siglos, e incluso antes, este mundo nuestro hubiese sido barrido
por rachas de impaciencia, de esperanza y de desesperación, todo al mismo
tiempo. . . Pero no, la analogía no es buena. Piensa mejor en un río, caudaloso
e imponente, que recorre millas y millas entre firmes terraplenes, de modo que
se ve muy bien dónde está el río, dónde el terraplén y dónde la tierra firme. En
cierto momento, el río, por cansancio, porque ha corrido demasiado tiempo y
recorrido demasiada distancia, porque ya está cerca del mar, que anula en sí a
todos los ríos, ya no sabe qué es. Se convierte en su propio delta. Quizás
subsiste un brazo principal pero de él surgen muchos otros, en todas
direcciones, y algunos se comunican entre sí, y ya no se sabe dónde acaba
uno y dónde empieza otro, y a veces es imposible saber si algo sigue siendo
río o ya es mar. . .
-Si no interpreto mal vuestra alegoría el río es la ciudad de Dios, o el reino de
los justos, que se estaba acercando al milenio, y en medio de aquella
incertidumbre ya no pudo contenerse, y surgieron falsos y verdaderos profetas.
y todo desembocó en la gran llanura donde habrá de producirse el
Harmagedón. . .
-No era en eso en lo que estaba pensando. Pero también es verdad que los
franciscanos siempre tenemos presente la idea de una tercera edad y del
advenimiento del reino del Espíritu Santo. Pero no, lo que quería era que
comprendieses cómo el cuerpo de la iglesia, que durante siglos también ha
sido el cuerpo de la sociedad, el pueblo de Dios, se ha vuelto demasiado rico, y
caudaloso, y arrastra las escorias de todos los sitios por los que ha pasado, y
ha perdido su pureza. Los brazos del delta son, por decirlo así, otros tantos
intentos del río por llegar lo más rápidamente posible al mar, o sea al momento
de la purificación. Pero mi alegoría era imperfecta, sólo servía para explicarte
que, cuando el río ya no se contiene, los brazos de la herejía y de los
movimientos de renovación son numerosísimos y se confunden entre sí. Si lo
deseas, puedes añadir a mi pésima alegoría la imagen de alguien empeñado
en reconstruir los terraplenes del río, pero infructuosamente. De modo que
algunos brazos del delta quedan cubiertos de tierra, otros son desviados hacia
el río a través de canales artificiales, mientras que los restantes quedan en
libertad, porque es imposible conservar todo el caudal y conviene que el río
pierda una parte de sus aguas si quiere seguir discurriendo por su cauce, si
quiere que su cauce sea reconocible.
-Cada vez entiendo menos.
-Y yo igual. No soy muy bueno para las parábolas. Mejor olvida esta historia del
río e intenta comprender que muchos de los movimientos a que te has referido
nacieron hace
doscientos años o quizás más, y que ya han desaparecido, mientras que otros
son recientes. . .
-Sin embargo, cuando se habla de herejes se los menciona a todos juntos.
-Es cierto, pero esta es una de las formas en que se difunde la herejía, y al
mismo tiempo una de las formas en que se destruye.
-Otra vez no os entiendo.
-¡Dios mío, qué difícil es! Bueno. Supón que eres un reformador de las
costumbres y que marchas con un grupo de compañeros a la cima de una
montaña, para vivir en la pobreza, y que después de cierto tiempo muchos
acuden a ti, incluso desde tierras lejanas, y te consideran un profeta, o un
nuevo apóstol, y te siguen. ¿Es verdad que vienen por ti, o por lo que tú dices?
-No sé, supongo que sí. Si no, ¿por qué vendrían?
-Porque han oído de boca de sus padres historias sobre otros reformadores, y
leyendas sobre comunidades más o menos perfectas, y piensan que se trata
de lo mismo.
-De modo que cada movimiento hereda los hijos de los otros.
-Sí, porque la mayoría de los que se suman a ellos son simples, personas que
carecen de sutileza doctrinal. Sin embargo, los movimientos de reforma de las
costumbres surgen en sitios diferentes, de maneras diferentes y con doctrinas
diferentes. Por ejemplo, a menudo se confunden los cátaros con los valdenses.
Sin embargo, hay mucha diferencia entre unos y otros. Los valdenses
predicaban a favor de una reforma de las costumbres dentro de la iglesia; los
cátaros predicaban a favor de un iglesia distinta, predicaban una visión distinta
de Dios y de la moral. Los cátaros pensaban que el mundo estaba dividido
entre las fuerzas opuestas del bien y del mal, y construyeron una iglesia donde
existía una distinción entre los perfectos y los simples creyentes, y tenían sus
propios sacramentos y sus propios ritos. Establecieron una jerarquía muy
rígida, casi tanto como la de nuestra santa madre iglesia, y en modo alguno
pensaban en destruir toda forma de poder. Eso explica por qué se adhirieron a
ese movimiento hombres con poder, hacendados y feudatarios. Tampoco
pensaban en reformar el mundo, porque según ellos la oposición entre el bien y
el mal nunca podrá superarse. Los valdenses, en cambio (y con ellos los
arnaldistas o los pobres de Lombardía), querían construir un mundo distinto,
basado en el ideal de la pobreza. Por eso acogían a los desheredados y vivían
en comunidad, manteniéndose con el trabajo de sus manos. Los cátaros
rechazaban los sacramentos de la iglesia; los valdenses no: sólo rechazaban la
confesión auricular.
-Pero entonces, ¿por qué se los confunde y se habla de ellos como si fuesen la
misma mala hierba?
-Ya te lo he dicho: lo que les da vida también les da muerte. Se desarrollan por
el aflujo de los simples, ya estimulados por otros movimientos, y persuadidos
de que se trata de una misma corriente de rebelión y de esperanza son
destruidos por los inquisidores, que atribuyen a unos los errores de los otros,
de modo que, si los seguidores de un movimiento han cometido determinado
crimen, ese crimen será atribuido a los seguidores de cualquier otro
movimiento. Los inquisidores yerran según la razón, porque confunden
doctrinas diferentes; y tienen razón porque los otros yerran, pues, cuando en
cierta ciudad surge un movimiento, digamos, de arnaldistas, hacia él convergen
también aquellos que hubiesen sido, o han sido, cátaros o valdenses en otras
partes. Los apóstoles de fray Dulcino predicaban la destrucción física de los
clérigos y señores, y cometieron muchos actos de violencia; los valdenses se
oponían a la violencia, al igual que los fraticelli. Pero estoy seguro de que en la
época de fray Dulcino convergieron en su grupo muchos que antes habían
secundado a los fraticelli o a los valdenses. Los simples, Adso, no pueden
escoger libremente su herejía: se aferran al que predica en su tierra, al que
pasa por la aldea o por la plaza. Es con eso con lo que juegan sus enemigos.
El hábil predicador sabe presentar a los ojos del pueblo una sola herejía, que
quizás propicie al mismo tiempo la negación del placer sexual y la comunión de
los cuerpos; de ese modo logra mostrar a los herejes como una sola maraña de
contradicciones diabólicas que ofenden al sentido común.
-¿O sea que no están relacionados entre sí y sólo por engaño del demonio un
simple que desearía ser joaquinista o espiritual acaba cayendo en manos de
los cátaros, o viceversa?
-No, no es eso. A ver, Adso, intentemos empezar de nuevo. Te aseguro que
estoy tratando de explicarte algo sobre lo que yo tampoco estoy muy seguro.
Pienso que el error consiste en creer que primero viene la herejía y después
los simples que la abrazan (y por ella acaban abrasados). En realidad, primero
viene la situación en que se encuentran los simples, y después la herejía.
-¿Cómo es eso?
-Ya conoces la constitución del pueblo de Dios. Un gran rebaño, ovejas
buenas y ovejas malas, vigiladas por unos mastines, que son los guerreros, o
sea el poder temporal, el emperador y los señores, y guiadas por los pastores,
los clérigos, los intérpretes de la palabra divina. La imagen es clara.
-Pero no es veraz. Los pastores luchan con los perros, porque unos quieren
tener los derechos de los otros.
-Así es, y precisamente por eso no se ve muy bien cómo es el rebaño.
Ocupados en destrozarse mutuamente, los perros y los pastores ya no se
cuidan del rebaño. Hay una parte que está afuera.
-¿Afuera?
-Sí, al margen. Campesinos que no son campesinos de Dios porque carecen
de tierra, o porque la que tienen no basta para alimentarlos. Ciudadanos que
no son ciudadanos porque no pertenecen a ningún gremio ni corporación:
plebe, gente a merced de cualquiera. ¿Alguna vez has visto un grupo de
leprosos en el campo?
-Sí, en cierta ocasión vi uno. Eran como cien, deformes, con la carne blancuzca
que se les caía a pedazos. Andaban con muletas; los ojos sangrantes, los
párpados hinchados. No hablaban ni gritaban: chillaban como ratas.
-Para el pueblo cristiano, son los otros los que están fuera del rebaño. El
rebaño los odia, y ellos odian al rebaño. Querían que todos estuviésemos
muertos, que todos fuésemos leprosos como ellos.
-Sí, recuerdo una historia del rey Marco, que debía condenar a la bella Isolda, y
ya estaba por darla a las llamas cuando vinieron los leprosos y le dijeron que
había peor castigo que la hoguera. Y le gritaban: “¡Entréganos a Isolda,
déjanos poseerla, la enfermedad aviva nuestros deseos, entrégala a tus
leprosos! ¡Mira cómo se pegan lo s andrajos a nuestras llagas purulentas! ¡Ella,
que junto a ti se envolvía en ricas telas forradas de armiño y se adornaba con
exquisitas joyas, verá la corte de los leprosos, entonces sí que reconocerá su
pecado y echará de menos entrar en nuestros tugurios, se acostará con
nosotros, y este hermoso fuego de espino!”
-Veo que para ser un novicio de San Benito tienes lecturas bastante curiosas -
comentó burlándose Guillermo, y yo me ruboricé, porque sabía que un novicio
no debe leer novelas de amor, pero en el monasterio de Melk los más jóvenes
nos las pasábamos, y las leíamos de noche a la luz de la vela- No importa -
siguió diciendo Guillermo- veo que has comprendido lo que quería decirte. Los
leprosos, excluidos, querrían arrastrar a todos a su ruina. Y cuanto más se los
excluya más malos se volverán, y cuanto más se los represente como una
corte de lémures que desean la ruina de todos, más excluidos quedarán. San
Francisco lo vio claro; por eso lo primero que hizo fue irse a vivir con los
leprosos. Es imposible cambiar al pueblo sin reincorporar a los marginados.
-Pero estabais hablando de otros excluidos; los movimientos heréticos no están
compuestos de leprosos.
-El rebaño es como una serie de círculos concéntricos que van desde las zonas
más alejadas del rebaño hasta su periferia inmediata. Los leprosos significan la
exclusión en general. San Francisco lo vio claro. No quería sólo ayudar a los
leprosos, pues en tal caso su acción se hubiese limitado a un acto de caridad,
bastante pobre e impotente. Con su acción quería significar otra cosa. ¿Has
oído hablar de cuando predicó a los pájaros?
-¡Oh sí! Me han contado esa historia bellísima, y he sentido admiración por el
santo que gozaba de la compañía de esas tiernas criaturas de Dios -dije
henchido de fervor.
-Pues bien, no te han contado la verdadera historia, sino la que ahora está
reconstruyendo la orden. Cuando Francisco habló al pueblo de la ciudad y a
sus magistrados y vio que no lo entendían, se dirigió al cementerio y se puso a
predicar a los cuervos y a las urracas, a los gavilanes, a las aves de rapiña que
se alimentaban de cadáveres.
-¡Qué horrible! ¿Entonces no eran pájaros buenos?
-Eran aves de presa, pájaros excluidos, como los leprosos. Sin duda,
Francisco estaba pensando en aquel pasaje del Apocalipsis que dice: Vi un
ángel puesto de pie en el sol, que gritó con una gran voz, diciendo a todas las
aves que vuelan por lo alto del cielo: “¡Venid, congregaos al gran festín de
Dios, para comer las carnes de los reyes, las carnes de los tribunos, las carnes
de los valientes, las carnes de los caballos y de los que cabalgan en ellos, las
carnes de todos los libres y de los esclavos, de los pequeños y de los grandes!”
-¿De modo que Francisco quería soliviantar a los excluidos?
-No; eso fue lo que hicieron Dulcino y los suyos. Francisco quería que los
excluidos, dispuestos a la rebelión, se reincorporasen al pueblo de Dios. Para
reconstruir el rebaño había que recuperar a los excluidos. Francisco no pudo
hacerlo, y te lo digo con mucha amargura. Para reincorporar a los excluidos
tenía que actuar dentro de la iglesia, para actuar dentro de la iglesia tenía que
obtener el reconocimiento de su regla, que entonces engendraría una orden, y
una orden, como la que, de hecho, engendró, reconstruiría la figura del círculo,
fuera del cual se encuentran los excluidos. Y ahora comprenderás por qué
existen las bandas de los fraticelli y de los joaquinistas, a cuyo alrededor
vuelven a reunirse los excluidos.
-Pero no estábamos hablando de Francisco, sino de la herejía como producto
de los simples y de los excluidos.
-Así es. Hablábamos de los excluidos del rebaño de las ovejas. Durante
siglos, mientras el papa y el emperador se destrozaban entre sí por cuestiones
de poder, aquellos siguieron viviendo al margen, los verdaderos leprosos, de
quienes los leprosos sólo son la figura dispuesta por Dios para que pudiésemos
comprender esta admirable parábola y al decir “leprosos” entendiéramos
excluidos, pobres, simples, desheredados, desarraigados del campo,
humillados en las ciudades. Pero no hemos entendido, el misterio de la lepra
sigue obsesionándonos porque no supimos reconocer que se trataba de un
signo. Al encontrarse excluidos del rebaño, todos estaban dispuestos a
escuchar, o a producir, cualquier tipo de prédica que, invocando la palabra de
Cristo, de hecho denunciara la conducta de los perros y de los pastores y
prometiese que algún día serían castigados. Los poderosos siempre lo
supieron. La reincorporación de los excluidos entrañaba una reducción de sus
privilegios. Por eso a los excluidos que tomaban conciencia de su exclusión los
señalaban como herejes, cualesquiera que fuesen sus doctrinas. En cuanto a
éstos, hasta tal punto los cegaba el hecho de su exclusión que realmente no
tenían el menor interés por doctrina alguna. En esto consiste la ilusión de la
herejía. Cualquiera es hereje, cualquiera es ortodoxo. No importa la fe que
ofrece determinado movimiento, sino la esperanza que propone. Las herejías
son siempre expresión del hecho concreto de que existen excluidos. Si rascas
un poco la superficie de la herejía, siempre aparecerá el leproso. Y lo único
que se busca al luchar contra la herejía es asegurarse de que el leproso siga
siendo tal. En cuanto a los leprosos, ¿qué quieres pedirles? ¿Qué sean
capaces de distinguir lo correcto y lo incorrecto que pueda haber en el dogma
de la Trinidad o en la definición de la Eucaristía? ¡Vamos, Adso! Estos son
juegos para nosotros, que somos hombres de doctrina. Los simples tienen
otros problemas. Y fíjate en que nunca consiguen resolverlos. Por eso se
convierten en herejes.
-Pero ¿por qué algunos los apoyan?
-Porque les conviene para sus asuntos, que raramente se relacionan con la fe y
las más de las veces se reducen a la conquista del poder.
-¿Por eso la iglesia de Roma acusa de herejes a todos sus enemigos?
-Por eso. Y por eso también considera ortodoxa toda herejía que puede
someter a su control, o que debe aceptar porque se ha vuelto demasiado
poderosa y sería inoportuno tenerla en contra. Pero no hay una regla estricta,
depende de los hombres y de las circunstancias. Y lo mismo vale en el caso de
los señores laicos. Hace cincuenta años la comuna de Padua emitió una
ordenanza que imponía una multa de un denario fuerte a quien matase a un
clérigo.
-¡Eso es nada!
-Justamente. Era una manera de atizar el odio del pueblo contra los clérigos; la
ciudad estaba enfrentada con el obispo. Entonces comprenderás por qué hace
tiempo, en Cremona, los partidarios del imperio ayudaron a los cátaros, no por
razones de fe, sino para perjudicar a la iglesia de Roma. A veces las
magistraturas de las ciudades apoyan a los herejes porque éstos traducen el
evangelio a la lengua vulgar: la lengua vulgar es la lengua de las ciudades; el
latín, la lengua de Roma y de los monasterios. O bien apoyan a los valdenses
porque éstos afirman que todos, hombres y mujeres, grandes y pequeños,
pueden enseñar y predicar, y el obrero, que es discípulo, diez años después
busca otro de quien convertirse en maestro. . .
-De ese modo eliminan la diferencia que hacía irreemplazables a los clérigos!
Pero entonces, ¿por qué después las mismas magistraturas ciudadanas se
vuelven contra los herejes y dan mano fuerte a la iglesia para que los envíe a la
hoguera?
-Porque comprenden que si esos herejes continúan creciendo acabarán
cuestionando también los privilegios de los laicos que hablan la lengua vulgar.
En el concilio de Letrán, el año 1179 (ya ves que estas historias datan de hace
casi dos siglos), Walter Map advertía sobre los riesgos que entrañaba dar
crédito a las doctrinas de hombres idiotas e iletrados corno los valdenses. Si
mal no recuerdo, alegaba que no tienen domicilio fijo, que van descalzos que
no tienen propiedad personal alguna, puesto que todo lo poseen en común, y
desnudos siguen a Cristo desnudo; y que empiezan de esta manera tan
humilde porque son personas excluidas, pero si se les deja demasiado espacio
acabarán echándolos a todos. Por eso más tarde las ciudades apoyaron a las
órdenes mendicantes y en particular a nosotros, los franciscanos: porque
permitían establecer una relación armoniosa entre la necesidad de penitencia y
la vida ciudadana, entre la iglesia y los burgueses interesados en sus negocios.
-Entonces, ¿se logró armonizar el amor de Dios con el amor de los negocios?
-No. Se detuvieron los movimientos de renovación espiritual, se los encauzó
dentro de los límites de una orden reconocida por el Papa. Sin embargo, no
pudo encauzarse la tendencia que subyacía a esas manifestaciones. Y en
parte emergió en los movimientos de flagelantes, que no hacen daño a nadie,
en bandas armadas como las de fray Dulcino, en ritos de hechicería como los
de los frailes de Montefalco que mencionaba Ubertino. . .
-Pero ¿quién tenía razón? ¿Quién tiene razón? ¿Quién se equivocó? -
pregunté desorientado.
-Todos tenían sus razones, todos se equivocaron.
-Pero vos -dije casi a gritos, en un ímpetu de rebelión-, ¿por qué no tomáis
partido? ¿Por qué no me decís quién tiene razón?
Guillermo se quedó un momento callado, mientras levantaba hacia la luz la
lente que estaba tallando. Después la bajó hacia la mesa y me mostró, a
través de dicha lente, un instrumento que había en ella:
-Mira -me dijo-. ¿Qué ves?
-Veo el instrumento, un poco más grande.
-Pues bien, eso es lo máximo que se puede hacer: mirar mejor.
-Pero el instrumento es siempre el mismo.
-También el manuscrito de Venancio seguirá siendo el mismo una vez que
haya podido leerlo gracias a esta lente. Pero quizás cuando lo haya leído
conozca yo mejor una parte de la verdad. Y quizá entonces podamos mejorar
en parte la vida en el monasterio.
-¡Pero eso no basta!
-No creas que es poco lo que te digo, Adso. Ya te he hablado de Roger Bacon.
Quizá no haya sido el hombre más sabio de todos los tiempos, pero siempre
me ha fascinado la esperanza que animaba su amor por el saber. Bacon creía
en la fuerza, en las necesidades, en las invenciones espirituales de los simples.
No habría sido un buen franciscano si no hubiese pensado que a menudo
Nuestro Señor habla por boca de los pobres, de los desheredados, de los
idiotas, de los analfabetos. Si hubiera podido conocerlos de cerca se habría
interesado más por los fraticelli que por los provinciales de la orden. Los
simples tienen algo más que los doctores, que suelen perderse en la búsqueda
de leyes muy generales: tienen la intuición de lo individual. Pero esa intuición
por sí sola no basta. Los simples descubren su verdad, quizás más cierta que
la de los doctores de la iglesia, pero después la disipan en actos impulsivos.
¿Qué hacer? ¿Darles la ciencia? Sería demasiado fácil, o demasiado difícil.
Además, ¿qué ciencia? ¿La de la biblioteca de Abbone? Los maestros
franciscanos han meditado sobre este problema. El gran Buenaventura decía
que la tarea de los sabios es expresar con claridad conceptual la verdad
implícita en los actos de los simples. . .
-Como el capítulo de Perusa y las doctas disertaciones de Ubertino, que
transforman en tesis teológicas la exigencia de pobreza de los simples -dije.
-Sí, pero ya has visto: eso siempre llega demasiado tarde, si es que llega, y
para entonces la verdad de los simples se ha transformado en la verdad de los
poderosos, más útil para el emperador Ludovico que para un fraile de la vida
pobre. ¿Cómo mantenerse cerca de la experiencia de los simples conservando
lo que podríamos llamar su virtud operativa, la capacidad de obrar para la
transformación v el mejoramiento de su mundo? Ese fue el problema que se
planteó Bacon: “Quod enim laicali ruditate turgescit non habet effectum nisi
fortuito” decía. La experiencia de los simples se traduce en actos salvajes e
incontrolables. “Sed opera sapientiae certa lege vallantur et in finem debitum
efficaciter diriguntur”. Lo que equivale a decir que también para las cosas
prácticas, ya se trate: de mecánica, de agricultura o del gobierno de una ciudad
se requiere un tipo de teología. Consideraba que la nueva ciencia de la
naturaleza debía ser la nueva gran empresa de los sabios, quienes, a través de
un nuevo tipo de conocimiento de los procesos naturales, tratarían de coordinar
aquellas necesidades básicas, aquel acervo desordenado, pero a su manera
justo y, verdadero, de las esperanzas de los simples. La nueva ciencia, la
nueva magia natural. Sólo que, según él, esa empresa debía ser dirigida por la
iglesia. Pero creo que esto se explica porque en su época la comunidad de los
clérigos coincidía con la comunidad de los sabios. Hoy ya no es así; surgen
sabios fuera de los monasterios, fuera de las catedrales e incluso fuera de las
universidades. Mira, por ejemplo, en este país: el mayor filósofo de nuestro
siglo no ha sido un monje, sino un boticario. Hablo de aquel florentino cuyo
poema habrás oído nombrar, si bien yo no lo he leído, porque no comprendo la
lengua vulgar en que está escrito, y por lo que sé de él creo que no me
gustaría demasiado, pues es una disquisición sobre cosas muy alejadas de
nuestra experiencia. Sin embargo, creo que también contiene las ideas más
claras que hemos podido alcanzar acerca de la naturaleza de los elementos y
del cosmos en general, así como acerca del gobierno de los estados. Por tanto
considero que, así como también yo y mis amigos pensamos que en lo relativo
a las cosas humanas ya no corresponde a la iglesia legislar, sino a la asamblea
del pueblo, del mismo modo, en el futuro, será la comunidad de los sabios la
que deberá proponer esa teología novísima y humana que es filosofía natural y
magia positiva.
-Noble empresa. Pero, ¿es factible?
-Bacon creía que sí.
- ¿Y vos?
-También yo lo creía. Pero para eso habría que estar seguro de que los simples
tienen razón porque cuentan con la intuición de lo individual, que es la única
buena. Sin embargo, si la intuición de lo individual es la única buena, ¿cómo
podrá la ciencia reconstruir las leyes universales por cuyo intermedio, e
interpretación, la magia buena se vuelve operativa?
-Eso, ¿cómo podrá?
-Ya no lo sé. Lo he discutido mucho en Oxford con mi amigo Guillermo de
Occam, que ahora está en Aviñón. Sembró mi ánimo de dudas. Porque, si sólo
es correcta la intuición de lo individual, entonces ser bastante difícil demostrar
que el mismo tipo de causas tienen el mismo tipo de efectos. Un mismo cuerpo
puede ser frío o caliente, dulce o amargo, húmedo o seco, en un sitio, y no
serlo en otro. ¿Cómo puedo descubrir el vínculo universal que asegura el orden
de las cosas, si no puedo mover un dedo sin crear una infinidad de nuevos
entes, porque con ese movimiento se modifican todas las relaciones de
posición entre mi dedo y el resto de los objetos? Las relaciones son los modos
por los que mi mente percibe los vínculos entre los entes singulares, pero ¿qué
garantiza la universalidad y la estabilidad de esos modos?
-Sin embargo, sabéis que a determinado espesor de un vidrio corresponde
determinada posibilidad de visión, y porque lo sabéis estáis ahora en
condiciones de construir unas lentes iguales a las que habéis perdido. Si no, no
podríais.
-Aguda respuesta, Adso. En efecto, he formulado la proposición de que a
igualdad de espesor debe corresponder igualdad de poder visual. Y lo he
hecho porque en otras ocasiones he tenido intuiciones individuales del mismo
tipo. Sin duda, el que experimenta con las propiedades curativas de las hierbas
sabe que todos los individuos herbáceos de igual naturaleza tienen efectos de
igual naturaleza en los pacientes que presentan iguales disposiciones. Por eso
el experimentador formula la proposición de que toda hierba de determinado
tipo es buena para el que sufre de calentura, o de que toda lente de
determinado tipo aumenta en igua l medida la visión del ojo. Es indudable que la
ciencia a la que se refería Bacon versa sobre estas proposiciones. Fíjate que
no hablo de cosas, sino de proposiciones sobre las cosas. La ciencia se ocupa
de las proposiciones y de sus términos, y los términos indican cosas iguales.
¿Comprendes, Adso? Tengo que creer que mi proposición funciona porque así
me lo ha mostrado la experiencia, pero para creerlo tendría que suponer la
existencia de unas leyes universales de las que, sin embargo, no puedo hablar,
porque va la idea de la existencia de leyes universales, y de un orden dado de
las cosas, entrañaría el sometimiento de Dios a las mismas, pero Dios es algo
tan absolutamente libre que, si lo quisiese, con un sólo acto de su voluntad
podría hacer que el mundo fuese distinto.
-O sea que, si no entiendo mal, hacéis y sabéis por qué hacéis, pero no sabéis
por qué sabéis que sabéis lo que hacéis.
Debo decir con orgullo que Guillermo me lanzó una mirada de admiración:
-Puede que así sea -dijo-. De todos modos ya ves por qué me siento tan poco
seguro de mi verdad, aunque crea en ella.
-¡Sois más místico que Ubertino! -dije con cierta malicia.
-Quizá . Pero, como ves, trabajo con las cosas de la naturaleza. Tampoco en la
investigación que estamos haciendo me interesa saber quién es bueno y quién
es malo. Sólo quiero averiguar quién estuvo ayer por la noche en el scriptorium,
quién cogió mis anteojos, quién dejó en la nieve huellas de un cuerpo que
arrastra a otro cuerpo, y donde
está Berengario. Una vez conozca esos hechos, intentar‚ relacionarlos entre sí,
suponiendo que sea posible, porque es difícil decir a qué causa corresponde
cada efecto. Bastaría la intervención de un ángel para que todo cambiase, por
eso no hay que asombrarse si resulta imposible demostrar que determinada
cosa es la causa de determinada otra. Aunque siempre haya que intentarlo,
como estoy haciendo en este caso.
-¡Qué vida difícil, la vuestra!
-Con todo, encontré a Brunello -exclamó Guillermo, refiriéndose al caballo de
hacía dos días.
-¡O sea que hay un orden en el mundo! –comenté jubiloso.
-O sea que hay un poco de orden en mi pobre cabeza -respondió Guillermo.
En aquel momento regresó Nicola esgrimiendo con aire triunfal una horquilla
casi acabada.
-Y cuando esta horquilla está sobre mi pobre nariz -dijo Guillermo-, quizá mi
pobre cabeza esté algo más ordenada.
Llegó un novicio diciendo que el Abad quería ver a Guillermo y que lo esperaba
en el jardín. Mi maestro se vio obligado a postergar sus experimentos para más
tarde. Salimos a toda prisa hacia el lugar del encuentro. Por el camino,
Guillermo se dio una palmada en la frente, como si de pronto hubiese
recordado algo.
-Por cierto -dijo-, he descifrado los signos cabalísticos de Venancio.
-¿Todos? ¿Cuándo?
-Mientras dormías. Y depende de lo que entiendas por todos. He descifrado los
signos que aparecieron cuando acerqué la llama al pergamino, los que tú
copiaste. Los apuntes en griego deberán esperar a que yo tenga unas nuevas
lentes.
-¿Entonces? ¿Se trataba del secreto del finis Africae?
-Sí, y la clave era bastante fácil. Venancio disponía de los doce signos
zodiacales y de ocho signos más, que designaban los cinco planetas, los dos
luminares y la Tierra. En total veinte signos. Suficientes para asociarlos con las
letras del alfabeto latino, puesto que puede usarse la misma letra para expresar
el sonido de las iniciales de unum y velut. Sabemos cuál es el orden de las
letras. ¿Cuál podía ser el orden de los signos? He pensado en el orden de los
cielos. Si se coloca el cuadrante zodiacal en la periferia exterior, el orden es
Tierra, Luna, Mercurio, Venus, Sol, etcétera, y luego la sucesión de los signos
zodiacales según la secuencia tradicional, como la menciona, entre otros,
Isidoro de Sevilla, empezando por Aries y el solsticio de primavera, y
terminando por Piscis. Pues bien, al aplicar esta clave se descubre que el
mensaje de Venancio tiene un sentido.
Me mostró el pergamino, donde había transcrito el mensaje en grandes
caracteres latinos: Secretum finis Africae manus supra idolum age primum et
septimum de quatuor.
-¿Está claro? -preguntó.
-La mano sobre el ídolo opera sobre el primero y el séptimo de los cuatro. . . -
repetí moviendo la cabeza -. ¡No está nada claro!
-Ya lo sé. Ante todo habría que saber qué entendía Venancio por idolum. ¿Una
imagen, un fantasma, una figura? Y luego, ¿qué serán esos cuatro que tienen
un primero y un séptimo? ¿Y qué hay que hacer con ellos? ¿Moverlos,
empujarlos, tirar de ellos?
-Entonces no sabemos nada y estamos igual que antes -dije, muy contrariado.
Guillermo se detuvo y me miró con expresión no del todo benévola.
--Querido muchacho -dijo-, éste que aquí ves es un pobre franciscano, que con
sus modestos conocimientos y el poco de habilidad que debe a la infinita
potencia del Señor
ha logrado descifrar en pocas horas una escritura secreta cuyo autor estaba
convencido de ser el único capaz de descifrar. . . ¿Y tú, miserable bribón, eres
tan ignorante como para atreverte a decir que estamos igual que al principio?
Traté de disculparme como pude. Había herido la vanidad de mi maestro. Sin
embargo, él sabía lo orgulloso que yo estaba de la rapidez y consistencia de
sus deducciones. Era cierto que su trabajo había sido admirable; él no tenía la
culpa de que el astutísimo Venancio no sólo hubiese ocultado su
descubrimiento tras el velo de un oscuro alfabeto zodiacal, sino que también
hubiera formulado un enigma indescifrable.
-No importa, no importa, no me pidas disculpas –dijo Guillermo
interrumpiéndome-. En el fondo tienes razón: aún sabemos muy poco. Vamos.
Tercer día
VISPERAS
Donde se habla de nuevo con el Abad, Guillermo tiene algunas ideas
sorprendentes para descifrar el enigma del laberinto, y consigue hacerlo del
modo más razonable.
Después, él y Adso comen pastelillo de queso.
El Abad nos esperaba con rostro sombrío y preocupado. Tenía un pergamino
en la mano.
-Acabo de recibir una carta del abad de Conques -dijo-. Me comunica el
nombre de la persona a quien Juan ha confiado el mando de los soldados
franceses, y el cuidado de la indemnidad de la legación. No es un hombre de
armas ni un hombre de corte, y también formará parte de la legación.
-Extraño connubio de diferentes virtudes -dijo inquieto Guillermo-. ¿Quién será?
-Bernardo Gui, o Bernardo Guidoni, como queráis llamarlo.
Guillermo profirió una exclamación en su lengua, que ni yo ni el Abad
entendimos, y quizá fue mejor para todos, porque la palabra que dijo tenía
resonancias obscenas.
-El asunto no me gusta -añadió en seguida-. Bernardo ha sido durante años el
martillo de los herejes en la región de Toulouse y ha escrito una Practica officii
inquisitionis heretice pravitatis para uso de quienes deban perseguir y destruir a
los valdenses, begardos, terciarios, fraticelli y dulcinianos.
-Lo sé. Conozco el libro. Inspirado en excelentes principios.
-Excelentes -admitió Guillermo-. Bernardo es devoto servidor de Juan, quien en
el pasado le ha confiado muchas misiones, en Flandes y aquí, en la Alta Italia.
Ni siquiera cuando fue nombrado obispo en Galicia, abandonó la actividad
inquisitorial, pues nunca llegó a trasladarse a la sede de su diócesis. Yo creía
que ahora estaba retirado en Lodeve, también con el cargo de obispo, pero,
según parece, Juan vuelve a usar de sus servicios, y precisarnente aquí, en el
norte de Italia. ¿Por qu´r precisamente Bernardo? ¿Por qué al mando de gente
armada. . .?
-Hay una respuesta -dijo el Abad-, y confirma todos los temores que ayer os
expresaba. Bien sabéis, aunque no queráis reconocerlo, que, salvo por la
abundancia de argumentos teológicos, las tesis del capítulo de Perusa sobre la
pobreza de Cristo y de la iglesia son las mismas que, en forma bastante más
temeraria, y con un comportamiento menos ortodoxo, sostienen muchos
movimientos heréticos. No se requiere un esfuerzo demasiado grande para
demostrar que las tesis de Michele da Cesena, adoptadas por el emperador,
son las mismas de Ubertino y de Angelo Clareno. Hasta aquí ambas legaciones
estarán de acuerdo. Pero Gui podría ir más lejos, y es lo bastante hábil como
para hacerlo: intentar demostrar que las tesis de Perusa son las mismas de los
fraticelli o de los seudoapóstoles. ¿Estáis de acuerdo?
-¿Decís que es así o que Bernardo Gui dirá que es así?
-Digamos que digo que él lo dirá -concedió prudentemente el Abad.
-También yo creo que lo dirá. Pero eso estaba previsto. Quiero decir que
sabíamos que sucedería, aunque Juan no hubiese enviado a Bernardo. A lo
sumo Bernardo lo hará mejor que muchos curiales incapaces, y la discusión
con él requerirá rnucha mayor sutileza.
-Sí, pero aquí es donde surge el problema que ayer os mencionaba. Si entre
hoy y mañana no encontramos al culpable de dos, o quizás de tres, crímenes,
tendré que otorgar a Bernardo la facultad de vi gilar lo que sucede en la abadía.
A un hombre investido de tales poderes (y recordemos que con nuestro
consenso) no podré ocultarle que en la abadía se han producido, y todavía se
siguen produciendo, hechos inexplicables. Si no lo hiciera, cuando lo
descubriese, si, Dios no lo quiera, llegase a producirse un nuevo hecho
misterioso, tendría todo el derecho de clamar que ha sido traicionado. . .
-Tenéis razón -musitó Guillermo preocupado-. No hay nada que hacer. Habrá
que estar atentos, y vigilar a Bernardo, quien estará vigilando al misterioso
asesino. Quizá sea para bien, pues, al concentrarse en la búsqueda del
asesino, Bernardo deberá descuidar un poco la discusión.
-No olvidéis que al consagrarse a la búsqueda del asesino, Bernardo será
como una espina clavada en el flanco de mi autoridad. Este turbio asunto me
obligara por primera vez a ceder parte del poder que ejerzo en este recinto. EI
hecho es nuevo, no sólo en la historia de la abadía, sino también en la de la
propia orden cluniacense. Haría cualquier cosa por evitarlo. Y lo primero que
podría hacer sería negar hospitalidad a la legación.
-Ruego encarecidamente a vuestra excelencia que reflexione sobre tan grave
decisión -dijo Guillermo-. Obra en vuestro poder una carta del emperador
donde éste os invita calurosamente a. . .
-No ignoro los vínculos que me ligan al emperador -dijo con brusquedad
Abbone-. Y tambiém vos los conocéis. Por tanto sabéis que lamentablemente
no puedo desdecirme. Pero aquí están sucediendo cosas muy feas. ¿Dónde
está Berengario? ¿Qué le ha pasado? ¿Qué estáis haciendo?
-No soy más que un fraile que durante muchos años desempeñó con eficacia el
oficio de inquisidor. Sabéis que en dos días es imposible descubrir la verdad.
Además, ¿qué poderes me habéis otorgado? ¿Acaso puedo entrar en la
biblioteca? ¿Acaso puedo formular todas las preguntas que quiera,
apoyándome siempre en vuestra autoridad?
-No veo que relación existe entre los crímenes y la biblioteca -dijo irritado el
Abad.
-Adelmo era miniaturista; Venancio, traductor; Berengario, ayudante del
bibliotecario. . -explicó Guillermo con paciencia.
-Desde ese punto de vista, los sesenta monjes tienen que ver con la biblioteca,
así como tienen que ver con la iglesia. Entonces, ¿por qué no buscáis en la
iglesia? Fray Guillermo, estáis realizando una investáigación por mandato mío,
y dentro de los límites en que os he rogado que la realicéis. En todo lo demás,
dentro de este recinto, yo soy el único amo después de Dios, y gracias a él. Y
lo mismo valdrá para Bernardo. Por otra parte -añadió con tono más calmado-,
ni siquiera es seguro que venga para participar en el encuentro. El abad de
Conques me escribe diciéndome que viene a Italia para ir hacia el sur. Dice
incluso que el papa ha rogado al cardenal Bertrando del Poggetto que suba
desde Bolonia para ponerse a la cabeza de la legación pontificia. Quizá
Bernardo venga para encontrarse con el cardenal.
-Lo cual, desde una perspectiva más amplia, sería peor. Bertrando es el
martillo de los herejes en la Italia central. Este encuentro de dos campeones de
la lucha contra los herejes puede anunciar una ofensiva más vasta en el país,
que acabaría involucrando a todo el movimiento franciscano. . .
-Hecho de que sin tardanza informaríamos al emperador -dijo el Abad-. pero
entonces el peligro no sería inmediato. Estaremos atentos. Adiós.
Guillermo permaneció en silencio mientras el Abad se alejaba. Después dijo:
-Sobre todo, Adso, traternos de no caer en apresuramientos. Es imposible
resolver aprisa los problemas cuando para ello se necesita acumular tantas
experiencias individuales. Ahora regresaré al taller, porque sin las lentes no
sólo seré incapaz de leer el manuscrito, sino que tampoco valdrá la pena que
volvamos esta noche a la biblioteca.
Tú ve a averiguar si se sabe algo de Berengario.
En aquel momento llegó corriendo Nicola da Morimondo, trayendo pésimas
noticias. Mientras intentaba biselar mejor la lente más adecuada, aquella en la
que Guillermo había puesto sus mayores esperanzas, ésta se había quebrado.
Y otra, que quizá hubiese podido reemplazarla, se había rajado cuando
intentaba engastarla en la horquilla. Con ademán desconsolado, Nicola nos
señaló el cielo. Era hora de vísperas y estaba cayendo la oscuridad. Aquel día
ya no era posible seguir trabajando. Otro día perdido, admitió Guillerrno con
amargura, conteniéndose (según me confesó más tarde) para no coger del
cuello al inhábil vidriero, quien, por lo demás, ya se sentía bastante humillado.
Con su humillación lo dejamos y fuimos a averiguar que se sabía de
Berengario. Por supuesto, no lo habían encontrado.
Teníamos la sensación de hallarnos en un punto muerto. Como no sabíamos
qué hacer, dimos una vuelta por el claustro. Pero no tardé en advertir que
Guillermo estaba absorto, con la mirada perdida, como si no viese nada. Un
momento antes había extraído del sayo un ramito de aquellas hierbas que le
había visto recoger hacía varias semanas. Ahora lo estaba masticando, y
parecía producirle una especie de serena excitación. En efecto, estaba como
ausente, pero cada tanto se le iluminaban los ojos, como si una idea nueva se
hubiese encendido en el vacío de su mente; después volvía a hundirse en
aquel embotamiento tan extraño, tan activo. De pronto dijo:
-Sí, podría ser. . .
-¿Qué? -pregunté.
-Estaba pensando en una manera de orientarnos en el laberinto. No es
demasiado sencilla, pero sería eficaz. . . En el fondo, la salida está en el
torreón oriental; eso lo sabemos. Ahora supón que tuviésemos una máquina
que nos dijera dónde está el norte. ¿Qué sucedería en tal caso?
-Desde luego, con sólo doblar hacia nuestra derecha miraríamos hacia oriente.
O con sólo caminar en la dirección opuesta sabríamos que estábamos
dirigiéndonos hacia el torreón meridional. Pero, admitiendo incluso la existencia
de semejante magia, el laberinto sigue siendo precisamente un laberinto, de
modo que tan pronto como nos dirigiésemos hacia oriente nos encontraríamos
con una pared que nos impediria continuar en esa dirección, y volveríamos a
extraviarnos. . .
-Sí, pero la máquina a la que me refiero señalaría siempre hacia el norte,
aunque cambiásemos de dirección, y en cada sitio sería capaz de decirnos
hacia dónde deberíamos doblar.
-Sería maravilloso. Pero habría que tener esa máquina, y ésta debería ser
capaz de reconocer el norte de noche y en un lugar cerrado, desde donde no
se pudiera ver el sol ni las estrellas. . . ¡Creo que ni siquiera vuestro Bacon
poseía semejante máquina! -dije riendo.
-Y te equivocas -repuso Guillermo-, porque se ha logrado fabricar una máquina
como esa, y algunos navegantes la han utilizado. No necesita del sol ni de las
estrellas, porque aprovecha la fuerza de una piedra prodigiosa, similar a la que
vimos en el hospital de Severino, aquella que atrae el hierro. Además de
Bacon, la estáudió un mago picardo, Pierre de Maricourt, quien describe sus
múltiples usos.
-¿Y vos podríais construirla?
-No es muy difícil. Esa piedra puede usarse para obtener muchas cosas
prodigiosas. Por ejemplo, una máquina capaz de moverse perpetuamente sin
intervención de fuerza exterior alguna. Pero ha sido también un sabio árabe,
Baylek al Qabayaki, quien ha descrito la manera más sencilla de utilizarla.
Coges un vaso lleno de agua y pones a flotar un corcho en el que has clavado
una aguja de hierro. Luego pasas la piedra magnética sobre la superficie del
agua, moviéndola en círculo, hasta que la aguja adquiera las mismas
propiedades que tiene la piedra. Entonces la aguja -pero otro tanto habría
hecho la piedra si hubiese podido moverse alrededor de un perno- se coloca
con la punta hacia el norte. Y si te mueves con el vaso, la aguja siernpre se
desplaza para señalar hacia septentrión. Es inútil decirte que si, tomando como
referencia septentrión, también marcas en el borde del vaso la posición del
mediodía, la del aquilón, etc., siempre sabrás hacia dónde debes dirigirte en la
biblioteca para llegar al torreón oriental.
-¡Qué maravilla! Pero ¿por qué la agvja siempre apunta hacia septentrión? La
piedra atrae el hierro, lo he visto. Y supongo que una inmensa cantidad de
hierro atraerá a la piedra. Pero entonces. . . ¡Entonces en dirección a la estrella
polar, en los confines del globo, existen grandes minas de hierro!
-En efecto, alguien ha mencionado esa posibilidad. Pero la aguja no apunta
exactamente hacia la estrella náutica, sino hacia el punto donde convergen los
meridianos celestes. Signo de que, como se ha dicho, «hic lapis gerit in se
similitudinem coeli», y la inclinación de los polos del imán depende de los polos
del cielo, no de los de la tierra. Este es un buen ejemplo de movimiento
impreso a distancia, no por directa causalidad material: problema del que se
ocupa mi amigo Jean de Jandun cuando el emperador no le pide que descubra
la manera de sepultar Aviñón en las entrañas de la tierra...
-Entonces vayamos a coger la piedra de Severino, un vaso, agua, un corcho... -
dije excitado.
-No corras tanto. Ignoro a qué pueda deberse, pero nunca he visto una
máquina que, perfecta en la descripción de los filósofos, resulte igual de
perfecta en su funcionamiento mecánico. En cambio, la hoz del campesino, que
jamás ha descrito filósofo alguno, funciona como corresponde... Tengo miedo
de que si nos paseamos por el laberinto con una lámpara en una mano y un
vaso lleno de agua en la otra... Espera, se me ocurre otra idea. La máquina
señalaría también hacia el norte si estuviésemos fuera del laberinto, ¿verdad?
-Sí, pero entonces no la necesitaríamos, porque tendríamos el sol y las
estrellas.
-Lo sé, lo sé. Pero si la máquina funciona tanto fuera como dentro, ¿por qué no
sucedería otro tanto con nuestra cabeza?
-¿Nuestra cabeza? Claro que también funciona fuera. ¡Desde fuera sabemos
perfectamente cuál es la orientación del Edificio! ¡Pero cuando estamos dentro
es cuando ya no entendemos nada!
-Eso mismo. Pero, olvida ahora la máquina. Pensando en la máquina he
acabado pensando en las leyes naturales y en las leyes de nuestro
pensamiento. Lo que importa es lo siguiente: debemos encontrar desde fuera
un modo de describir el Edificio tal como es por dentro...
-¿Cómo?
-Déjame pensar. No debe de ser tan difícil...
-¿Y el método que mencionabais ayer? ¿No os proponíais recorrer el laberinto
haciendo signos con un trozo de carbón?
-No, cuanto más lo pienso, menos me convence. Quizá no logro recordar bien
la regla, o quizá para orientarse en un laberinto haya que tener una buena
Ariadna, que espere en la puerta con la punta del ovillo. Pero no hay hilos lo
bastante largos. Y aunque los hubiese, eso significaría (a menudo las fábulas
dicen la verdad) que sólo con una ayuda externa puede salirse de un laberinto.
En el caso de que las leyes de fuera sean iguales a las de dentro. Pues bien,
Adso, usaremos las ciencias matemáticas. Sólo en las ciencias matemáticas,
como dice Averroes, existe identidad entre las cosas que nosotros conocemos
y las cosas que se conocen en modo absoluto.
-Entonces reconoced que admitís la existencia de conocimientos universales.
-Los conocimientos matemáticos son proposiciones que construye nuestro
intelecto para que siempre funcionen como verdaderas, porque son innatas o
bien porque las matemáticas se inventaron antes que las otras ciencias. Y la
biblioteca fue construida por una mente humana que pensaba de modo
matemático, porque sin matemáticas es imposible construir laberintos. Por
tanto, se trata de confrontar nuestras proposiciones matemáticas con las
proposiciones del constructor, y puede haber ciencia de tal comparación,
porque es ciencia de términos sobre términos. En todo caso, deja de
arrastrarme a discusiones metafísicas. ¿Qué bicho te ha picado hoy? Mejor
aprovecha tu buena vista, coge un pergamino, una tablilla, algo donde marcar
signos, y un estilo... Muy bien, ya los tienes. ¡Qué hábil eres, Adso! Demos una
vuelta alrededor del Edificio, antes de que acabe de oscurecer.
De modo que dimos aquella vuelta alrededor del Edificio. Es decir, examinamos
de lejos los torreones oriental, meridional y occidental, así como los muros
entre unos y otros. La parte restante daba al precipicio, pero por razones de
simetría no debía de ser diferente del sector que podíamos observar.
Y lo que observamos, comentó Guillermo mientras me hacía tomar unos
apuntes muy detallados en mi tablilla, fue que en cada muro había dos
ventanas, y en cada torreón cinco.
-Ahora razona --dijo mi maestro---. En cada una de las habitaciones que
visitamos había una ventana...
-Salvo en las de siete lados.
-Es natural, porque son las que están en el centro de cada torre.
-Y salvo otras que no eran heptagonales y tampoco tenían ventanas.
--Olvídalas. Primero encontraremos la regla. Después trataremos de justificar
las excepciones. Por tanto, en la parte exterior tendremos cinco habitaciones
por torre y dos habitaciones por muro, cada una de ellas con una ventana. Pero
si desde una habitación con ventana se camina hacia el interior del Edificio,
aparece otra sala con ventana. Signo de que esas ventanas son internas.
Ahora bien, ¿qué forma tiene el pozo interno, tal como se ve desde la cocina y
el seriptorium?
-Octagonal.
-Perfecto. Y a cada lado del octágono pueden perfectamente abrirse dos
ventanas. Eso significa, quizá, que en cada lado del octágono hay dos
habitaciones internas. ¿Estoy en lo cierto?
-Sí. pero ¿y las habitaciones sin ventana?
-En total son ocho. Cinco de las paredes de las salas heptagonales internas
corresponden a otras tantas habitaciones en cada torreón. ¿A qué
corresponden las dos paredes restantes? No a una habitación que daría al
exterior, porque en tal caso deberían verse las ventanas en el muro. Tampoco
corresponden a una habitación dispuesta junto al octágono, por las mismas
razones, y además porque en ese caso serían habitaciones demasiado largas.
En efecto, trata de dibujar la imagen de la biblioteca vista desde 'arriba, y verás
que por cada torre deben existir dos habitaciones que limitan con la habitación
heptagonal y que, por el lado opuesto, comunican con otras dos habitaciones,
situadas a su vez junto al pozo octagonal interno.
Intenté dibujar el plano que mi maestro me había sugerido, y lancé un grito de
triunfo.
-¡Pero entonces ya lo sabemos todo! Dejadme contar... ¡La biblioteca tiene
cincuenta y seis habitaciones, cuatro de ellas heptagonales, y cincuenta y dos
más o menos cuadradas, ocho de estas últimas sin ventana, y veintiocho dan al
exterior mientras dieciséis dan al interior!
-Y cada uno de los cuatro torreones tiene cinco habitaciones de cuatro paredes
y una de siete... La biblioteca está construida de acuerdo con una proporción
celeste a la que cabe atribuir diversos y admirables significados.
-Espléndido descubrimiento, pero entonces, ¿por qué es tan difícil orientarse
en ella?
-Porque lo que no corresponde a ley matemática alguna es la disposición de
los pasos. Unas habitaciones permiten acceder a varias otras. Las hay, en
cambio, que sólo permiten acceder a una única habitación. Incluso cabe
preguntarse si no habrá habitaciones desde las, que sea imposible acceder a
cualquier otra. Si piensas en esto, además en la falta de luz, en la imposibilidad
de guiarse por la posición del sol, a lo que hay que añadir las visiones y los
espejos, comprenderás que el laberinto es capaz de confundir a cualquiera que
lo recorra, turbado ya por un sentimiento de culpa. Pienso, además, en lo
desesperados que estábamos ayer noche cuando no lográbamos encontrar la
salida. El máximo de confusión logrado a través del máximo de orden: el
cálculo me parece sublime. Los constructores de la biblioteca eran grandes
maestros.
-¿Cómo haremos para orientarnos?
-Ahora no será difícil. Con el mapa que acabas de trazar, y que, mal que bien,
debe de corresponder al plano de la biblioteca, tan pronto como lleguemos a la
primera sala heptagonal trataremos de pasar a una de las dos habitaciones
ciegas. Desde allí, si caminamos siempre hacia la derecha, después de tres o
cuatro habitaciones, deberíamos llegar otra vez a un torreón, que sólo podrá
ser el torreón septentrional, hasta que lleguemos a otra habitación ciega, que,
por la izquierda, limitará con la sala heptagonal, y, por la derecha, deberá
permitimos un recorrido similar al que acabo de describirte, al cabo del cual
llegaríamos al torreón de poniente.
-Sí. Suponiendo que todas las habitaciones comuniquen con otras
habitaciones...
-Así es. Por eso necesitaremos tu plano, para marcar cuáles son las paredes
sin abertura, y saber qué desviaciones vamos haciendo. Pero será bastante
sencillo.
-¿Seguro que resultará? -pregunté perplejo, porque me parecía demasiado
sencillo.
-Resultará. «Omnes enim causae effectuum naturalium dantur per lineas,
angulos et figuras. Aliter enim. impossibile est scire propter quid in illis» -citó-.
Son palabras de uno de los grandes maestros de Oxford. Sin embargo,
lamentablemente, aún no lo sabemos todo. Hemos descubierto la manera de
no perdernos. Ahora se trata de saber si existe una regla que gobierna la
distribución de los libros en las diferentes habitaciones. Y los versículos del
Apocalipsis no nos dicen demasiado, entre otras razones porque hay muchos
que se repiten en diferentes habitaciones...
-¡Sin embargo, del libro del apóstol habrían podido extraerse mucho más que
cincuenta y seis versículos!
-Sin duda. De modo que sólo algunos versículos sirven. Es extraño. Como si
hubiese habido menos de cincuenta que sirvieran; treinta, veinte ... ¡Oh, por la
barba de Merlín!
-¿De quién?
-No tiene importancia, es ... un mago de mi tierra... ¡Han usado tantos
versículos como letras tiene el alfabeto! ¡Sin duda es así! El texto de los
versículos no importa, sólo importan las letras iniciales. Cada habitación está
marcada por una letra del alfabeto, ¡y todas juntas componen un texto que
debemos descubrir!
-Como un carmen figurativo, ¡con forma de cruz o de pez!
-Más o menos, y es probable que en la época en que se construyó la biblioteca
ese tipo de cármenes estuviesen de moda.
-¿Y dónde empieza el texto?
-En una inscripción más grande que las otras, en la sala heptagonal del torreón
por el que se entra... 0 bien... Sí, ¡en las frases que están en rojo!
-¡Pero son tantas!
-Entonces habrá muchos textos, o muchas palabras. Ahora lo que puedes
hacer es copiar mejor tu mapa, y en un tamaño más grande. Cuando
recorramos la biblioteca no sólo irás marcando, con pequeños signos, las
habitaciones por las que pasemos, y la posición de las puertas y de las paredes
(así como de las ventanas), sino también las letras iniciales de los versículos
que vayamos encontrando, ingeniándotelas, como un buen miniaturista, para
que las letras en rojo sean más grandes que las otras.
-¿Cómo habéis sido capaz de resolver -dije admirado- el misterio de la
biblioteca observándola desde fuera, s¡ no habíais podido resolverlo cuando
estuvisteis dentro?
-Así es como conoce Dios el mundo, porque lo ha concebido en su mente, o
sea, en cierto sentido, desde fuera, antes de crearlo, mientras que nosotros no
logramos conocer su regla, porque vivimos dentro de 61 y lo hemos encontrado
ya hecho.
-¡Así pueden conocerse las cosas mirándolas desde fuera!
-Las cosas del arte, porque en nuestra mente volvemos a recorrer los pasos
que dio el artífice. No las cosas de la naturaleza, porque no son obra de
nuestra mente.
-Pero en el caso de la biblioteca es suficiente, ¿verdad?
-Sí -dijo Guillermo-. Pero sólo en este caso. Ahora vayamos a descansar.
Hasta mañana por la mañana no podré hacer nada. Espero que entonces
tendré is len,tes. Mejor es que durmamos y nos levantemos temprano Trataré
de pensar un poco.
-¿Y la cena?
-¡Ah, sí, la cena! Ahora ya es tarde. Los monjes están asistiendo al oficio de
completas. Pero quizá la cocina aún no esté cerrada. Ve a buscar algo.
-¿Robar?
-Pedir. A Salvatore, que ya es amigo tuyo.
-¡Entonces él robará!
-¿Acaso eres el guardián de tu hermano? -preguntó Guillermo, repitiendo las
palabras de Caín.
Pero comprendí que bromeaba: lo que quería decir era que Dios es grande y
misericordioso. De modo que me puse a buscar a Salvatore, y lo encontré
cerca de las cuadras.
-Hermoso -dije señalando a Brunello, para iniciar la conversación-. Me gustaría
montarlo.
-Non é possibile. Abbonis est. Pero el caballo no necesita ser bueno para correr
bien... -me señaló un caballo robusto pero no muy agraciado-. También ese
sufficit... Vide illuc, tertius equi...
Quería indicarme el tercer caballo. Me dio risa su latín estrafalario.
-¿Y qué harás con él? -le pregunté.
Entonces me contó una historia muy rara. Dijo que era posible lograr que
cualquier caballo, hasta el animal más vicio y más débil, corriese tan rápido
como Brunello. Para ello hay que mezclar en su avena una hierba llamada sati"
rion, muy picada, y luego untarle los muslos con grasa de ciervo. Después se
monta y, antes de espolearlo, se le hace apuntar el morro hacia levante y se
pronuncian junto a sus orejas, tres veces y en voz baja, las palabras «Gaspar,
Melchor, Merquisardo». El caballo partirá a toda carrera y en una hora
recorrerá la distancia que Brunello re correría en ocho. Y si se le cuelgan del
cuello los dientes de un lobo que el propio caballo haya matado en su carrera,
ni siquiera sentirá la fatiga.
Le pregunté si alguna vez había probado la receta. Me respondió -acercándose
con aire circunspecto y hablándome al oído, y echándome su aliento realmente
desagradable que era muy difícil, porque ahora el satirion sólo lo cultivaban ya
los obispos y sus amigos, los caballeros, quienes lo utilizaban para aumentar
su poder. Le interrumpí para decirle que aquella noche mi maestro deseaba
leer unos libros en su celda y prefería comer allí.
-Encargo yo -dijo-, hago padilla de quezo.
-¿Cómo es?
-Facilis. Coges il quezo que no sea demasiado viejo ni demasiado salado, y
cortado en rebanaditas en trozos cuadrados o sicut te guste. Et postea pondrás
un poco de butiro o bien de mantecca fresca á rechauffer sopra la brasia. Y
dentro porrerm---no dos rebanadas di quezo, y cuando te parece que esté
blando, zucharum et cannella supra positurum du bis. Et ponlo en seguida en
tabula, porque pide comerse caliente caliente.
-Encárgate del pastelillo de queso -le dije, y se alejó hacia la cocina diciéndome
que lo esperara.
Media hora después llegó trayendo un plato cubierto con un paño. Olía bien.
-Tene -me dijo, y también me dio una lámpara grande, llena de aceite.
-¿Para qué me la das? -pregunté.
-Sais pas, moi -dijo con aire socarrón-. Fileisch tu magister quiere ir a sitio
oscuro questa notte.
Sin duda, Salvatore sabía más de lo que se sospechaba. No seguí
investigando, y llevé la comida a Guillermo. Comimos y después me retiré a mi
celda. 0 al menos fingí que lo hacía. Todavía deseaba ver a Ubertino. De modo
que a hurtadillas entré en la iglesia.
Tercer día
DESPUES DE COMPLETAS
Donde Ubertino refiere a Adso, la historia de fray Dulcino, Adso por su cuenta
recuerda o lee en la biblioteca otras historias, y después acontece que se
encuentra con una muchacha hermosa y terrible como un ejército dispuesto
para el combate.
En efecto, encontré a Ubertino ante la estatua de la Virgen. Me uní a él en
silencio y durante un momento (lo confieso) fingí que rezaba. Después me
atreví a hablarle:
-Padre santo, ¿puedo pediros que me alumbréis y me aconsejéis?.
Ubertino me miró, me cogió de la mano, se puso de pie y me condujo hasta
una banqueta donde ambos nos sentamos. Me estrechó con fuerza y pude
sentir su aliento en mi rostro.
hijo -empezó diciéndome , todo lo que este pobre y viejo pecador pueda hacer
por tu alma lo hará con alegría. ¿Qué te inquieta? ¿Acaso la ansiedad? -
preguntó, también con la ansiedad casi pintada en el rostro-. ¿La ansiedad de
la carne?
-No -respondí ruborizándome , en todo caso, la ansiedad de la mente, que
quiere conocer demasiado...
-Eso es malo. El Señor lo conoce todo. A nosotros sólo nos incumbe alabar su
sabiduría.
-Pero también nos incumbe distinguir entre el bien y el mal, y comprender las
pasiones humanas. Soy novicio, pero más tarde ser¿ monje y sacerdote, y
debo saber dónde está el mal, y qué aspecto tiene, para reconocerlo cuando
surja la ocasión, y para enseñar a los otros cómo reconocerlo.
-Tienes razón, muchacho. Y ahora dime qué quieres conocer.
-La mala hierba de la herejía, padre -dije con convicción. Y luego, de una
tirada-: He oído hablar de un hombre malvado que sedujo a muchos otros: fray
Dulcino.
Ubertino guardó silencio. Después dijo:
-Tienes razón, nos lo oíste mencionar a fray Guillermo y a mí la otra noche.
Pero es una historia muy fea, y me duele hablar de ella, porque enseña (sí, en
este sentido conviene que la conozcas, para extraer una enseñanza), porque
enseña, decía, cómo el amor de penitencia y el deseo de purificar el mundo
pueden engendrar la sangre y el exterminio -se acomodó mejor en la banqueta,
y aflojó la presión del brazo sobre mis hombros, pero tocándome siempre el
cuello con una mano, como para comunicarme no sé si su saber o su ardor---.
La historia empieza antes de fray Dulcino, hace más de sesenta años, cuando
yo era niño. Sucedió en Parma. Allí comenzó a predicar un tal Gherardo
Segalelli, que recorría las calles invitándolos a todos a hacer vida de
penitencia. «¡Penitenciágite!», gritaba, y era su manera inculta de decir:
«Penitentiam agite, appropinquabit enim regnum coelorum.» Invitaba a sus
discípulos a comportarse como los apóstoles, y quiso que a su secta la
llamaran la orden de los apóstoles y que sus miembros recorriesen el mundo
como pobres mendicantes, viviendo sólo de la limosna...
-Igual que los fraticelli -dije . ¿Acaso no fue este el mandato de Nuestro Señor,
y de vuestro Francisco?
-Sí -admitió Ubertino con una leve vacilación en la voz y suspirando-. Pero
quizá Gherardo exageró. El y los suyos fueron acusados de no reconocer la
autoridad de los sacerdotes ni la celebración de la misa ni la confesión, y de
vagar ociosos por el mundo.
-También a los franciscanos espirituales se les hicieron esas acusaciones.
¿Acaso no afirman hoy los franciscanos que no hay que reconocer la autoridad
del papa?
-Sí, pero reconocen la de los sacerdotes. Nosotros mismos somos sacerdotes.
Es difícil distinguir en estas cosas, muchacho. Tan sutil es la línea que separa
el bien y el mal... Como quiera que haya sido, Gherardo se equivocó y pecó de
herejía. Pidió que lo admitieran en la orden franciscana, pero nuestros
hermanos no lo aceptaron. Pasaba los días en la iglesia de nuestros frailes y
vio que en las pinturas los apóstoles aparecían representados con sandalias en
los pies Y con capas sobre los hombros, de modo que se dejó crecer el cabello
y la barba, y se puso sandalias en los pies y en la cintura la cuerda de los
franciscanos, porque todo aquel que quiere fundar una nueva congregación
siempre toma algo de la orden del beato Francisco.
-Entonces hacía bien...
-Pero en algo se equivocó... Vestido con una capa
blanca sobre una túnica blanca, y con el cabello largo, conquistó ' entre los
simples fama de santidad. Vendió una casita
que tenía y una vez que tuvo el dinero se subió a una
roca desde donde antiguamente solían arengar los podestás,
con la bolsa de monedas en la mano, y no las arrojó
ni las entregó a los pobres, sino que llamó a unos pillos que
jugaban allí cerca y vació la bolsa sobre ellos diciéndoles:
«Que coja el que quiera», y los pillos cogieron el dinero y
fueron a jugárselo a los dados, y blasfemaban contra el Dios
viviente, y 'él, que les había dado el dinero, los escuchaba
sin ruborizarse.
-Pero también Francisco se desprendió de todo y hoy Guillermo me ha contado
que fue a predicar a las cornejas y a los gavilanes, y también a los leprosos, o
sea a la hez que el pueblo de los que se decían virtuosos tenía marginada...
-Sí, pero Gherardo se equivocó en algo. Francisco nunca llegó a enfrentarse
con la santa iglesia, y el evangelio dice que hay que dar a los pobres, no a los
pillos. Gherardo dio y no recibió nada a cambio, porque la gente a la que había
dado era mala, y malos fueron sus comienzos, mala la continuación y malo el
fin, porque su secta fue condenada por el papa Gregorio X.
-Quizás era un papa con menos visión que el que aprobó la regla de
Francisco...
-Sí, pero Gherardo se equivocó en algo. Francisco, en cambio, sabía bien lo
que hacía. ¡Además, muchacho, aquellos porquerizos y vaqueros convertidos
de pronto en seudoapóstoles querían vivir tranquilamente, y sin sudor, vivir de
las limosnas de aquellos que con tanta fatiga y con tan heroico ejemplo de
pobreza habían educado los frailes franciscanos! Pero no es eso -añadió en
seguida-. Lo que sucedió fue que, para parecerse a los apóstoles, que todavía
eran judíos, Gherardo Segalelli se hizo circuncidar, lo que iba contra las
palabras de Pablo a los gálatas... Y ya sabes que muchas personas de gran
santidad anuncian que el Anticristo ha de venir del pueblo de los circuncisos.
Pero Gherardo hizo algo todavía peor. Fue recogiendo a los simples y
diciéndoles: «Venid conmigo a la viña», y aquellos que no lo conocían entraban
con él en la viña ajena, creyendo que era suya, y comían la uva de los otros.
1
-No habrán sido los franciscanos los que defendieron la propiedad ajena -dije
con descaro.
Ubertino me lanzó una mirada severa:
-Los franciscanos piden la pobreza para sí mismos, pero nunca la han pedido
para los otros. No puedes atentar impunemente contra la propiedad de los
buenos cristianos; si lo haces, los buenos cristianos te señalarán como un
bandido. Eso fue lo que le sucedió a Gherardo, de quien llegó a decirse (mira,
no sé si es verdad, pero confío en la palabra de fray Salimbene, que conoció a
aquella gente) que para poner a prueba su fuerza de voluntad y su continencia
durmió con algunas mujeres sin tener relaciones sexuales. Pero, cuando sus
discípulos trataron de imitarlo, los resultados fueron muy diferentes... ¡Oh, no
son cosas que deba saber un muchacho! La hembra es vehículo del demonío..
Gherardo siguió gritando «penitenciágite», pero uno de sus discípulos, un tal
Guido Putagio, intentó apoderarse de la dirección del grupo, e iba con gran
pompa y con muchas cabalgaduras y gastaba mucho dinero y organizaba
grandes banquetes como los cardenales de la iglesia de Roma. Y en cierto
momento ambos se enfrentaron por el control de la secta, y sucedieron cosas
muy feas. Sin embargo, fueron muchos los que siguieron a Gherardo, no sólo
campesinos, sino también gente de las ciudades, inscrita en los
gremios, y Gherardo los hacía desnudar para que siguiesen desnudos a Cristo
desnudo y los enviaba a predicar por el mundo, pero él se hizo hacer un traje
sin mangas, blanco, de tela resistente, ¡y con esa ropa parecía más un bufón
que un religioso! Vivían a la intemperie, pero a veces subían a los púlpitos de
las iglesias interrumpiendo la asamblea del pueblo devoto y echando a los
predicadores. Y en cierta ocasión pusieron a un niño en el trono episcopal de la
iglesia de Sant Orso, en Ravena. Y se decían herederos de la doctrina de
Joaquín de Fiore.
-También los franciscanos lo dicen -repliqué-, también Gherardo da Borgo
San Donnino ¡también vos lo decís!
-Cálmate, muchacho. Joaquín de Fiore fue un gran profeta v fue el primero en
comprender que la llegada de Francisco marcaría la renovación de la iglesia.
Pero los seudoapóstoles utilizaron su doctrina para justificar las propias
locuras. Segalelli llevaba consigo a un apóstol femenino, una tal Tripia o Ripia,
que decía tener el don de la profecía. Una mujer, ¿entiendes?
-Pero padre -intenté alegar- vos mismo, la otra noche, hablabais de la santidad
de Chiara da Montefalco y de Angela da Foligno. . .
-¡Estas eran santas! ¡Vivían en la humildad reconociendo el poder de la iglesia,
no se arrogaron jamás el don de la profecía! En cambio, los seudoapóstoles
afirmaban que también las mujeres podían ir predicando de ciudad en ciudad,
como sostuvieron también muchos otros herejes. Y
ya no se hacía diferencia alguna entre célibes y casados, ni voto alguno fue
tenido ya por perpetuo. En suma, para no aburrirte demasiado con historias tan
tristes, cuyos matices no estás en condiciones de apreciar plenamente, te diré
que por último el obispo Obizzo, de Parma, decidió encarcelar a Gherardo.
Pero entonces sucedió algo extraño, que demuestra lo débil que es la
naturaleza humana, y lo insidiosa que es la hierba de la herejía. Porque el
obispo acabó liberando a
Gherardo, y lo sentó a su mesa, junto a él, y reía de sus bromas, y lo tenía
como bufón.
-Pero ¿por qué?
-Lo ignoro. O quizá sí, sepa por qué. E1 obispo era noble y no le gustaban los
mercaderes y artesanos de la ciudad. Quizá no dejaba de agradarle que con
sus predicas de pobreza Gherardo los atacase, y pasara de pedir limosna a
robar. Pero al final intervino el papa, y el obispo tuvo que tomar una actitud de
justa severidad. De modo que Gherardo acabó quemado como hereje
impenitente. Eso sucedió a comienzos de este siglo.
-¿Y qué tiene que ver fray Dulcino con todo esto?
-Tiene que ver, y esto demuestra que la herejía sobrevive a la propia
destrucción de los herejes. E1 tal Dulcino era el bastardo de un sacerdote que
vivía en la diócesis de Novara, en esta parte de Italia, un poco más hacia el
norte. Hay quien dice que nació en otra parte, en el valle de Ossola, o en la
Romaña. Pero eso no importa. Era un joven de ingenio agudísimo, y se le
dieron estudios, pero robó al sacerdote que se ocupaba de él y huyó hacia el
este, a la ciudad de Trento. Allí empezó a predicar lo mismo que había
predicado Gherardo, de manera aún más herética, pues afirmaba que era el
único apóstol verd adero de Dios y que todo debía ser común en el amor y que
era lícito ir con cualquier mujer, de modo que nadie podía ser acusado de
concubinato, aunque yaciese con su mujer o su hija.
-¿De verdad predicaba eso, o fue acusado de predicarlo? Porque he oído decir
que también a los espirituales se los acusó de crímenes, como sucedió con
aquellos frailes de Montefalco. . .
-De hoc satis -me interrumpió bruscamente Ubertino-. Aquellos habían dejado
de ser frailes. Eran herejes. Justamente, contaminados por Dulcino. Y por otra
parte, escucha: basta saber lo que Dulcino hizo después para reconocer su
impiedad. Tampoco sé cómo llegó a conocer las doctrinas de los
seudoapóstoles. Quizá pasó por Parma, cuando joven, y escuchó a Gherardo.
Lo que se sabe es que en la región de Bolonia estuvo en contacto con aquellos
herejes después de la muerte de Segalelli. Y se sabe con toda seguridad que
empezó a predicar en Trento. Allí sedujo a una muchacha hermosísima y de
familia noble, llamada Margherita, o ella lo sedujo a él, como Eloísa sedujo a
Abelardo, ¡porque no olvides que a través de la mujer penetra el diablo en el
corazón de los hombres! Entonces el obispo de Trento lo expulsó de su
diócesis, pero Dulcino ya había
reunido más de mil adeptos, e inició una larga marcha que volvió a Ilevarlo a la
región donde había nacido. Por el camino se le unían otros ilusos, seducidos.
por su palabra, y quizá también se le unieron muchos herejes valdenses de
estas tierras del norte. Cuando llegó a la región de Novara, Dulcino encontró un
ambiente favorable a su rebelión, porque los vasallos que gobernaban la
comarca de Gattinara en nombre del obispo de Vercelli habían sido expulsados
por la población, que por tanto acogió a los bandidos de Dulcino como buenos
aliados.
-¿Qué habían hecho los vasallos del obispo?
-Lo ignoro, y no me incumbe juzgarlo. Pero ya ves que la herejía suele ir unida
a la rebelión contra los señores. Por eso, el hereje empieza predicando la
pobreza y después acaba cediendo a todas las tentaciones del poder, la guerra
y la violencia. En Vercelli había una lucha entre las diferentes familias de la
ciudad, y los seudoapóstoles se aprovecharon de la situación, y las familias, a
su vez, supieron sacar ventaja del desorden introducido por los
seudoapóstoles. Los señores feudales reclutaban aventureros para saquear las
ciudades, y los ciudadanos pedían la protección del obispo de Novara.
-¡Qué historia tan complicada! Pero ¿Dulcino con quién estaba?
-No sé, estaba de parte suya, se había inmiscuido en todas esas disputas y se
aprovechaban de ellas para predicar la lucha contra la propiedad ajena en
nombre de la pobreza. EI y los suyos, que ya eran unos treinta mil, acamparon
sobre un monte llamado La Pared Pelada, no lejos de Novara, y allí
construyeron fortificaciones y habitáculos, y Dulcino ejercía su poder sobre toda
aquella muchedumbre de hombres y mujeres que vivían en la promiscuidad
más vergonzosa. Desde allí enviaba a sus fieles cartas en las que exponía su
doctrina herética. Decía y escribía que su ideal era la pobreza, y que no
estaban ligados por ningún vínculo de obediencia externa, y que él, Dulcino,
era el enviado de Dios para revelar las profecías e interpretar el sentido de las
escrituras del antiguo y del nuevo testamento. Y a los miembros del clero
secular, a los predicadores y a los franciscanos los llamaba ministros del
diablo, y eximía a todos de obedecerles. Y hablaba de cuatro edades en
la vida del pueblo de Dios: la primera, la del antiguo testamento, la de los
patriarcas y los profeta s, antes de la llegada de Cristo, en la que el matrimonio
era bueno porque la gente debía multiplicarse. La segunda, la edad de Cristo y
los apóstoles, que fue la época de la santidad y la castidad. Después vino la
tercera, en que los pontífices debieron aceptar primero las riquezas terrenales
para poder gobernar al pueblo. Pero cuando los hombres empezaron a alejarse
del amor a Dios vino Benito, que habló en contra de toda posesión temporal.
Cuando más tarde también los monjes de Benito se dedicaron a acumular
riquezas, vinieron los frailes de San Francisco y de Santo Domingo, aún más
severos que Benito en la predicación contra el dominio y la riqueza terrenales.
Y ahora que la vida de tantos prelados volvía a contradecir todos aquellos
preceptos justos, la tercera edad tocaba ya a su fin y había que convertirse a
las enseñanzas de los apóstoles.
-Pero entonces Dulcino predicaba lo mismo que ya habían predicado los
franciscanos, y entre ellos precisamente los espirituales, ¡y vos mismo, padre!
-¡Oh, sí! ¡Pero extraía una conclusión perversa! Decía que, para acabar con
esta tercera edad de la corrupción, todos los clérigos, los monjes y los frailes
debían morir de muerte muy cruel. Decía que todos los prelados de la iglesia,
los clérigos, las monjas, los religiosos y religiosas, y todos los miembros de la
orden de los predicadores y de los franciscanos, y los eremitas, y el propio
papa Bonifacio, deberían ser exterminados por el emperador que él, Dulcino,
eligiese, que habría de ser precisamente Federico de Sicilia.
-Pero, ¿acaso no fue Federico quien acogió en Sicilia a los espirituales
expulsados de Umbría? ¿Acaso no son los franciscanos los que piden que el
emperador, en este caso Ludovico, destruya el poder temporal del papa y los
cardenales?
-Lo propio de la herejía, o de la locura, es transformar los pensamientos más
rectos, y extraer de ellos unas consecuencias contrarias a las leyes de Dios y
de los hombres: Los franciscanos nunca han pedido al emperador que mate a
los otros sacerdotes.
Ahora sé que se engañaba, porque, cuando unos meses más tarde el bávaro
impuso su propio orden en Roma, Marsilio y otros franciscanos hicieron a los
religiosos fieles al papa precisamente lo que Dulcino había pedido que se les
hiciera. Con esto no quiero decir que Dulcino estuviese en lo justo; en todo
caso, diría que también Marsilio estaba equivocado. Pero empezaba a
preguntarme, sobre todo después de la conversación de aquella tarde con
Guillermo, cómo los simples que seguian a Dulcino hubiesen podido distinguir
entre las promesas de los espirituales y la aplicación que de ellas hacía
Dulcino. ¿Acaso su culpa no consistía en que llevaba a la práctica lo que unos
hombres con fama de ortodoxos habían predicado en un plano puramente
místico? ¿O acaso radicaba ahí la diferencia, y la santidad consistía en esperar
que Dios nos otorgase lo que sus santos nos habían prometido, sin tratar de
obtenerlo por vías terrenales? Ahora sé que es así y sé por qué Dulcino
se equivocaba: no hay que transformar el orden de las cosas, aunque haya que
esperar con fervor su transformación. Pero aquella noche me debatía entre
ideas contradictorias.
-Por último -estaba diciéndome Ubertino-, la herejía siempre se reconoce
porque va acompañada de soberbia. En una segunda carta, del año 1303,
Dulcino se designaba jefe supremo de la congregación apostólica, y nombraba
lugartenientes suyos a la pérfida Margherita (una mujer), a
Longino da Bergamo, a Federico da Novara, a Alberto Carentino y a Valderico
da Brescia. Y después empezaba a desvariar acerca de una sucesión de papas
venideros: dos buenos -el primero y el último- y dos malos -el segundo y el
tercero-. E1 primero es Celestino; el segundo, Bonifacio VIII, de quien los
profetas dicen: “La soberbia de tu corazón te ha envilecido, ¡oh, tú, que vives
en las grietas de las rocas!” A1 tercer papa no lo nombra, pero de él habría
dicho Jeremías: “como león en la selva”. Y, oh, infamia, según Dulcino el león
era Federico de Sicilia. Todavía no sabía quién habría de ser el cuarto papa, el
papa santo, el papa angélico del que hablaba el abad Joaquín. Este papa sería
elegido por Dios, y entonces Dulcino y todos los suyos (que en aquel momento
ya eran cuatro mil) recibirían juntos la gracia del Espíritu Santo, y la iglesia
resultaría renovada, para no volver a corromperse, hasta el fin del mundo. Pero
en los tres años anteriores a su advenimiento debería consumarse todo el mal.
Y eso fue lo que trató de hacer Dulcino, llevando la guerra a todas partes. Y el
cuarto papa, y en esto se ve cómo se burla el demonio de sus súcubos, fue
precisarnente Clemente V, que convocó la cruzada contra Dulcino. E hizo bien,
porque en aquellas cartas Dulcino ya sostenía doctrinas inconciliables con la
ortodoxia. Dijo que la iglesia romana era una meretriz, que no era obligatorio
obedecer a los sacerdotes, que todos los poderes espirituales pertenecían a la
secta de los apóstoles, que sólo éstos formaban la nueva iglesia, que ellos
podían anular el matrimonio, que para salvarse era necesario pertenecer a la
secta, que ningún papa podía absolver del pecado, que no debían pagarse los
diezmos, que había más perfección en la vida sin votos que en la vida con
votos, que, para rezar, una iglesia consagrada no valía más que un establo, y
que podía adorarse a Cristo tanto en los bosques como en las iglesias.
-¿Es cierto que dijo todo eso?
-Sí, seguro, pues lo escribió. Y desgraciadamente hizo cosas todavía peores.
Una vez instalado en la Pared Pelada, empezó a saquear las aldeas de abajo,
a hacer incursiones para aprovisionarse. . . En suma, desencadenó una
verdadera guerra contra las comarcas vecinas.
-¿Todas estaban en su contra?
-No se sabe. Quizás algunas lo apoyaban, ya te he dicho que había sabido
insertarse en la inextrincable maraña de discordias que agitaba la región. A
todo esto, llegó el invierno, el invierno de 1305, uno de los más rigurosos de
aquellas decadas, y la miseria se instaló en las comarcas
circundantes. Dulcino envió una tercera carta a sus seguidores, y otros muchos
se unieron a su gente. Pero allí arriba la vida se había vuelto imposible y el
hambre llegó a ser tal que comieron la carne de los caballos y otros animales, y
heno cocido. Y muchos murieron.
-Pero, ¿contra quién peleaban en aquel momento?
-E1 obispo de Vercelli había apelado a Clemente V y éste había convocado
una cruzada contra los herejes. Se decretó la indulgencia plenaria para todos
aquellos que participaran en la misma, y se pidió ayuda a Ludovico de Saboya,
a los inquisidores de Lombardía y al arzobispo de Milán. Fueron muchos los
que cogieron la cruz para auxiliar a las gentes de Vercelli y de Novara,
desplazándose incluso desde Saboya, desde Provenza y desde Francia, y
todos se pusieron bajo las órdenes del obispo de Vercelli. Los choques entre
las vanguardias de ambos ejércitos se sucedían con mucha frecuencia, pero
las fortificaciones de Dulcino eran inexpugnables, y los impíos se las
arreglaban para recibir refuerzos.
-¿De quiénes?
-De otros impíos, creo, satisfechos por todo aquel desorden. Sin embargo,
hacia finales de dicho año de 1305 el heresiarca se vio obligado a retirarse de
la Pared Pelada, dejando a los heridos y a los enfermos, y se dirigió hacia el
territorio de Trivero, en uno de cuyos montes se hizo fuerte. E1 monte se
llamaba Zubello, pero desde entonces se lo llamó Rubello o Rebello, porque en
él se habían hecho fuertes los rebeldes contra la iglesia. No puedo contarte
todo lo que sucedió allí, pero, en suma, los estragos fueron tremendos. Sin
embargo, los rebeldes tuvieron que rendirse, Dulcino y los suyos fueron
capturados, y con toda justicia acabaron en la hoguera.
-¿También la bella Margherita?
Ubertino me miró:
-¿No te has olvidado de eso, verdad? Sí, dicen que era bella, y muchos
señores del lugar trataron de casarse con ella para salvarla de la hoguera. Pero
no quiso. Murió impenitente junto a su impenitente amante. Y esto ha de
servirte de lección: guárdate de la meretriz de Babilonia, aunque se encarne en
la más exquisita de las criaturas.
-Ahora explicadme, padre. Me he enterado de que el cillerero del convento, y
quizá también Salvatore, se encontraron con Dulcino, y que de alguna manera
estuvieron con él. . .
-Calla, no pronuncies juicios temerarios. Conocí al cillerero en un convento
franciscano. Aunque es verdad que después de los acontecimientos
relacionados con Dulcino. En aquellos años, antes de que decidiesen
refugiarse en la orden de San Benito, muchos espirituales corrieron graves
riesgos, y debieron abandonar sus conventos. Ignoro dónde estuvo Remigio
antes de nuestro encuentro, pero sé que siempre ha sido un buen fraile, al
menos desde el punto de vista de la ortodoxia. En cuanto al resto, ¡ay!, la carne
es débil. . .
-¿Qué queréis decir?
-No son cosas que debas saber. Pero, en fin, puesto que ya hemos tocado el
tema, y puesto que debes estar en condiciones de distinguir entre el bien y el
mal... –tuvo aún un momento de vacilación-, te diré que me han llegado
rumores, aquí, en la abadía, de que el cillerero es incapaz de resistir ciertas
tentaciones. . . Pero son rumores. Debes aprender a ni siquiera pensar en esas
cosas -me atrajo de nuevo hacia sí, y, abrazándome con fuerza, me señaló la
estatua de la Virgen-: Debes iniciarte en el amor inmaculado. En esta mujer
que aquí ves la feminidad se ha sublimado. Por eso puedes decir que ella sí es
bella, como la amada del Cantar de los Cantares. En ella -dijo con el rostro
extasiado en un rapto de goce interior, como el Abad el día antes, al hablar de
las gemas y el oro de sus utensilios-, en ella hasta la gracia del cuerpo se
convierte en signo de las bellezas celestiales, por eso el escultor la ha
representado con todas las gracias que deben adornar a una mujer -me señaló
el busto elegante de la Virgen, que mantenía erguido y firme un corpiño
ajustado en el centro por unos cordoncillos con los que jugueteaban las
manitas del Niño Jesús-. ¿Ves? Pulchra enim sunt ubera quae paululum
supereminent et tument modice, nec fluitantia licenter, sed leniter restricta,
repressa sed non depressa. . . ¿Qué te inspira la visión de esa dulcísima
imagen?
Me ruboricé violentamente, corno agitado por un fuego interior. Ubertino debió
de advertirlo, o quizá percibió el ardor de mis mejillas, porque en seguida
añadió:
-Pero debes aprender a distinguir entre el fuego del amor sobrenatural y el
deliquio de los sentidos. Hasta a los santos les cuesta distinguirlos.
-Pero ¿cómo se reconoce el amor bueno? –pregunté tembloroso.
-¿Qué es el amor? Nada hay en el mundo, ni hombre ni diablo ni cosa alguna,
que sea para mí tan sospechosa como el amor, pues éste penetra en el alma
más que cualquier otra cosa. Nada hay que ocupe y ate más el corazón que el
amor. Por eso, cuando no dispone de armas para gobernarse, el alma se
hunde, por el amor, en la más honda de las ruinas. Y creo que, sin la seducción
de Margherita, Dulcino no se habría condenado, y que, sin la vida perversa y
promiscua de la Pared Pelada, muchos no se habrían sentido atraídos por su
rebelión. Y fíjate que no te digo estas cosas sólo del amor malo, del que,
naturalmente, todos han de huir como de algo diabólico, sino también, y lleno
de miedo, del amor bueno que se da entre Dios y el hombre. y entre éste y su
prójimo. Porque a menudo sucede que dos o tres, hombres o mujeres, se amen
bastante cordialmente, y sientan especial afecto unos por otros, y deseen vivir
siempre juntos, y cada uno está‚ siempre dispuesto a hacer lo que el otro
desee. Y te confieso que un sentimiento como éste fue el que abrigué por
mujeres virtuosas como Angela y Chiara. Pues bien, también, ese amor es
bastante reprobable, aunque tenga un sentido espiritual y está‚ inspirado en
Dios. . . Porque, si el alma, indefensa, se entrega al fuego del amor, a pesar de
no ser éste carnal, también acaba cayendo, o bien agitándose en el desorden.
Oh. el amor tiene efectos muy diversos; primero ablanda al alma, luego la
enferma. . . Pero más tarde ésta siente el fuego verdadero del amor divino, y
grita, y se lamenta, y es como piedra que en el horno se calcina, y se deshace
y crepita lamida por las llamas.. .
-¿Y es bueno ese amor?
Ubertino me acarició la cabeza, y al mirarlo vi que sus ojos estaban llenos de
lágrimas:
-Sí, este sí que es amor bueno. -Retiró la mano de mis hombros-. ¡Pero qué
difícil, qué difícil es distinguirlo del otro! Y a veces, cuando tu alma es tentada
por los demonios, te sientes como el hombre colgado del cuello: con las manos
atadas a la espalda y los ojos vendados, suspendido de la horca, pero aún
vivo, sin nadie que lo ayude ni lo conforte ni lo cure, girando en el vacío. . .
Su rostro ya no sólo estaba bañado de lágrimas sino también cubierto por un
velo de sudor.
-Ahora vete -me dijo impaciente-, te he dicho lo que querías saber. Aquí el coro
de los ángeles, allá la boca del infierno. Vete, y alabado sea el Señor.
Se prosternó de nuevo ante la Virgen y oí un sollozo quedo. Estaba rezando.
No salí de la iglesia. La conversación con Ubertino había despertado en mi
alma, y en mis vísceras, un extraño ardor, un desasosiego indescriptible. Quizá
fue eso lo que me impulsó a desobedecer. Y decidí regresar solo a la
biblioteca. Ni siquiera yo sabía qué buscaba. Quería explorar solo un sitio
desconocido, me fascinaba la idea de poder orientarme en él sin la ayuda de mi
maestro. Subí a la biblioteca como Dulcino había subido al monte Rubello.
Llevaba conmigo la lámpara (¿por qué la había traído?, ¿acaso porque va
alimentaba secretamente aquel provecto?), y atravesé el Osario casi con los
ojos cerrados. No tardé en llegar al scriptorium.
Creo que era una noche marcada por la fa talidad, porque, mientras curioseaba
entre las mesas, vi que en una había abierto un manuscrito que algún monje
estaba copiando en aquellos días. E1 título atrajo en seguida mi atención:
Historia fratris Pulcini Heresiarche. Creo que era la mesa de Pietro da Sant
Albano, quien según había oído decir estaba escribiendo una monumental
historia de la herejía (desde luego, el proyecto quedó interrumpido a raíz de los
sucesos de la abadía. . . pero no anticipemos los acontecimientos). No era raro,
pues, que estuviese allí aquel texto, y también había
otros sobre temas parecidos, sobre los patarinos y los flagelantes. Sin
embargo, su presencia me pareció un signo sobrenatural, no sé si celeste o
diabólico. De modo que me incliné sobre él comido por la curiosidad. No era
muy largo. En la primera parte narraba, con muchos más detalles que ya no
recuerdo, los mismos hechos que me había descrito Ubertino. También
mencionaba los múltiples crímenes cometidos por los dulcinianos durante la
guerra y el asedio. Y había una descripción de. la batalla final, que fue muy
cruenta. Pero también me enteré de cosas que Ubertino no me había contado,
y a través de alguien que evidentemente había sido testigo de los hechos, y'
cuya imaginación aún seguía impresionada por los mismos.
Así fue como supe que en marzo de 1307, el sábado santo, Dulcino, Margherita
y, Longino, por fin apresados, fueron conducidos a la ciudad de Biella y
entregados al obispo. quien esperó la decisión papal. Cuando el papa tuvo
noticia de los hechos escribió lo siguiente al rey de Francia, Felipe: “Han
llegado hasta nosotros noticias muy gratas, que nos llenan de gozo y de júbilo,
porque después de muchos peligros, fatigas, estragos y de repetidas
incursiones, ese demonio testaferro, hijo de Belcebu y horrendísimo heresiarca,
Dulcino, se encuentra finalmente preso. junto con sus secuaces. en nuestras
cárceles, por obra de nuestro venerable hermano Raniero, obispo de Vercelli,
habiendo sido capturado el día de la santa cena del Señor. Y matada ese
mismo día la numerosa gente que con él estaba”. El papa no tuvo piedad con
los prisioneros, y ordenó al obispo que los condenara a muerte. De modo que
en julio de aquel mismo año, el día uno del mes, los herejes fueron entregados
al brazo secular. Mientras las campanas de la ciudad tocaban a rebato, los
pusieron en un carro rodeados por sus verdugos; detrás iban los soldados, y
así recorrieron toda la ciudad, deteniéndose en cada esquina para lacerar las
carnes de los reos con tenazas candentes. Primero quemaron a Margherita,
ante la vista de Dulcino, a quien no se le movió ni un músculo de la cara, como
tampoco había emitido lamento alguno cuando las tenazas se hincaron en su
carne. Después el carro siguió su marcha, mientras los verdugos metían sus
instrumentos en unos recipientes donde ardía abundante fuego. Otras torturas
padeció Dulcino, pero siguió mudo, salvo cuando le cortaron la nariz, porque
entonces encogió levemente los hombros, y cuando le arrancaron el miembro
viril, pues en ese momento lanzó un largo suspiro, como un quejido resignado.
Sus últimas palabras sonaron a impenitencia, y avisó que al tercer día
resucitaría. Después lo quemaron y sus cenizas se dispersaron al viento.
Cerré el manuscrito con manos temblorosas. Como me habían dicho, Dulcino
era culpable de muchos crímenes, pero había muerto horrendamente en la
hoguera. Y una vez allí su comportamiento... ¿había sido firme como el de los
mártires, o perverso como el de los condenados? Mientras subía
tambaleándome por la escalera, comprendí por qué estaba tan perturbado. De
pronto recordé una escena que había visto no muchos meses antes, a poco de
llegar a Toscana. Me pregunté incluso cómo había podido olvidarla hasta aquel
momento, como si mi alma enferma hubiese querido borrar un recuerdo que la
oprimía cual una pesadilla. En realidad, no la había olvidado, porque cada vez
que oía hablar de los fraticelli volvía a ver aquellas imágenes, pero para
expulsarlas en seguida hacia lo más recóndito de mi espíritu, como si el haber
sido testigo de aquel horror fuese ya un pecado.
Donde primero oí hablar de los fraticelli fue en Florencia. Vi quemar a uno en la
hoguera. Fue poco antes de ir a Pisa para encontrarme con fray Guillermo.
Como se demoraba en llegar a esa ciudad, mi padre me había autorizado a
visitar Florencia, que habíamos oído elogiar por sus bellísimas iglesias.
Después de recorrer un poco la Toscana, para aprender mejor la lengua vulgar
italiana, había pasado una semana en Florencia, porque tanto había oído
hablar de ella que deseaba conocerla.
Apenas llegué tuve noticias de que un importante proceso estaba causando
conmoción en la ciudad. En aquellos días un hereje de los fraticelli, acusado de
crímenes contra la religión, había sido llevado ante el obispo y otros
eclesiásticos y estaba siendo sometido a un severo interrogatorio. Decidí, pues,
seguir a mis informantes hasta el lugar de los acontecimientos. Por el camino oí
decir que el hereje, Ilamado Michele, era en realidad un hombre muy piadoso,
que había predicado la penitencia y la pobre za, repitiendo las palabras de San
Francisco, y que había sido arrastrado ante los jueces por la malicia de ciertas
mujeres, que, fingiendo confesarse con él, le habían atribuido después
proposiciones heréticas, e, incluso, que los hombres del obispo lo habían
cogido en casa de aquellas mujeres, lo que mucho me sorprendió, porque un
hombre de iglesia no debería administrar los sacramentos en sitios tan poco
adecuados, pero esa parecía ser la debilidad de los fraticelli, la de no saber
respetar las conveniencias, y quizás había algo de cierto en el rumor según el
cual, además de ser herejes, eran personas de costumbres dudosas (así como
se decía siempre que los cátaros eran búlgaros y sodomitas).
Llegué hasta la iglesia de San Salvatore, donde se desarrollaba el proceso.
pero no pude entrar debido a la gran muchedumbre congregada a sus puertas.
Había algunos encaramados a las ventanas, y desde allí, cogidos de las rejas,
contaban a los demás lo que oían y veían. En aquel momento estaban
leyéndole a fray Michele la confesión que había hecho el día anterior, donde
afirmaba que Cristo y sus apóstoles nunca tuvieron nada en propiedad, ni en
privado ni en común, pero Michele protestaba diciendo que el notario había
añadido “muchas consecuencias falsas” gritaba
Eso lo oí desde fuera: “¡Deberéis responder por esto el día del juicio!” Pero los
inquisidores leyeron la confesión tal como la habían redactado y al final le
preguntaron si quería adherirse humildemente a las opiniones de la iglesia y de
todo el pueblo de la ciudad. Y oí gritar en alta voz a Michele que quería
adherirse a lo que él creía, o sea que “quería tener por pobre a Cristo
crucificado, y por hereje al papa Juan XXII, puesto que afirmaba lo contrario”.
Se produjo entonces una gran discusión, en la que los inquisidores, muchos de
los cuales eran franciscanos, querían hacerle entender que las Escrituras no
decían lo que él decía, mientras él, a su vez. los acusaba de negar la regla de
su propia orden, y ellos contraatacaban preguntándole si acaso pretendía
enseñarles a interpretar las Escrituras a ellos, que eran maestros en la materia.
Y fray Michele, en verdad muy terco, no cedía, hasta que los otros empezaron
a provocarlo con frases como “y entonces queremos que consideres a Cristo
propietario y al papa Juan católico y santo”. Y Michele, insumiso, replicaba:
“No, es hereje.” Y los otros decían que jamás habían visto alguien tan firme en
su iniquidad. Pero entre la muchedumbre agolpada fuera del edificio muchos
decían que era como Cristo en medio de los fariseos, y comprendí que entre el
pueblo había muchos que creían en la santidad de fray Michele.
Por último, los hombres del obispo se lo llevaron de nuevo a la cárcel con los
pies en el cepo. Por la tarde me enteré de que muchos frailes amigos del
obispo habían ido a insultarlo y a pedirle que se retractara, pero que él
respondía como alguien que estuviese seguro de su verdad. Y repetía a todo el
mundo que Cristo era pobre y que San Francisco y Santo Domingo también lo
habían dicho, y que si profesar esa opinión justa le valía el ser condenado al
suplicio. tanto mejor, porque dentro de poco tiempo podría ver lo que dicen las
Escrituras, y a los veinticuatro ancianos venerables del Apocalipsis, y
Jesucristo, y San Francisco, y los mártires gloriosos. Y me contaron que dijo:
“Si con tanto fervor leemos la doctrina de ciertos santos abades, con cuanto
mayor fervor y goce hemos de desear encontrarnos entre ellos.” Y al oír ese
tipo de cosas los inquisidores salían de la cárcel con expresión sombría,
exclamando indignados (y eso pude escucharlo): “¡Es la piel del diablo!”
A1 día siguiente nos enteramos de que la condena ya había sido dictada. Fui al
obispado donde pude ver el pergamino y copié parte del texto en mi tablilla.
Empezaba así: “In nomine Domini amen. Hec está quedam condemnatio
corporalis et sententia condemnationis corporalis lata, data et in hiis scriptis
sententialiter pronumptiata et promulgata...” etcétera, y proseguía con una
severa descripción de los pecados y culpas del mencionado Michele, que
transcribo en parte para que el lector juzgue con prudencia:
Johannem vocatum fratrem Micchaelem Iacobi, de comitatu Sancti
Frediani, hominem male condictionis, et pessime conversationis, vite et
fame, hereticum et heretica labe pollutum et contra fidem catholicam
credentem et affirmantem. . . Deum pre oculis non habendo sed potius
humani generis inimicum, scienter, studiose, appensate, nequiter et
animo et intentione, exercendi hereticam pravitatem stetit et conversatus
fuit cum Fraticellis. vocatis Fraticellis della povera vita hereticis et
scismaticis et eorum pravam sectam et heresim secutus fuit et sequitur
contra fidem cactolicam. . . et accessit ad diccam civitatem Florentie et in
locis publicis dicte civitatis in dicta inquisitinne contentis, credidit, tenuit et
pertinaciter affirmavit ore et corde... quod Christus redentor noster non
habuit rem aliquam in proprio vel comuni sed habuit a quibuscumque
rebus quas sacra seriptura eum habuisse testatur, tantum simplicem tacti
usum.
Pero no eran éstos los únicos crímenes que se le imputaban. Y entre los
restantes había uno que me pareció feísimo, aunque no estoy seguro (tal como
se desarrolló el proceso) de que en verdad llegara a afirmar tanto, pero, en
suma, ¡se decía que aquel franciscano había sostenido que Santo Tomás de
Aquino no era santo ni gozaba de la salvación eterna, sino que estaba
condenado y hundido en la perdición! Y la sentencia concluía confirmando la
pena, pues el acusado en ningún momento había querido retractarse:
Costat nobis etiam ex predictis et ex dicta sententia lata per dictum
dominum episcopum florentinum. dictum Iohannem fore hereticum. nolle
se tantis herroribus, et heresi corrigere et emendare, et se ad rectam
viam fidei dirigere, habentes dictum Johannem pro irreducibili, pertinace
et hostinato in dictis suis perversis herroribus, nec ipse Iohannes de
dictis suis sceleribus et herroribus perversis valeat gloriari, et ut eius
pena aliis transeat in exemplum; idcirco, dictum Iohannem vocatum
fratrem Micchaelem hereticum et scismaticum quod ducatur ad locum
iustitie consuetum, et ibidem igne et flammis igneis accensis
concremetur et comburatur, ita quod penitus moriatur et anima a corpore
separetur.
Y aún después de haberse hecho pública la sentencia, acudieron a la cárcel
unos eclesiásticos para advertir a Michele de lo que sucedería, e incluso les oí
decir: “Fray Michele, ya está lista la mitra v los manteletes, y en ellos han
pintado unos fraticelli junto con unos diablos.” Querían asustarlo para conseguir
que por fin se retractara. Pero fray Michele se hincó de rodillas y dijo: “Pienso
que junto a la hoguera estará nuestro padre Francisco y, más aún, creo que
estarán Jesús y los apóstoles y los gloriosos mártires Antonio y Bartolomé” Lo
cual era una manera de rechazar por última vez las ofertas de los inquisidores.
A la mañana siguiente también yo acudí al puente del obispado, donde se
habían reunido los inquisidores, ante cuya presencia fue traído, siempre con el
cepo puesto, fray Michele. Uno de sus fieles se arrodilló ante él para recibir la
bendición. y los soldados lo prendieron y se lo llevaron en seguida a la cárcel.
Después, los inquisidores volvieron a leerle la sentencia al condenado y
volvieron a preguntarle si quería arrepentirse. Cada vez que la sentencia decía
que era un hereje, Michele respondía “hereje no soy, pecador sí, pero católico”,
y, cuando el texto decía “el venerabilísimo y santísimo papa Juan XXII" Michele
respondía “no, hereje”. Entonces el obispo ordenó a Mlichele que se arrodillase
ante él, y Michele dijo que no se arrodillaba ante herejes. Y cuando lo hicieron
arrodillar por la fuerza, murmuró: “Dios no me culpará por esto”. Y como lo
habían conducido hasta allí ataviado con todos los paramentos sacerdotales,
empezó una ceremonia en cuyo transcurso le fueron quitando uno por uno
dichos paramentos, hasta quedar sólo con esa especie de falda larga que en
Florencia llaman cioppa. Y, como es costumbre cuando se priva a un cura de la
dignidad sacerdotal, con un hierro afilado le cortaron las yemas de los dedos y
le afeitaron la cabeza. Después fue entregado al capitán y sus hombres,
quienes lo trataron con mucha rudeza y volvieron a ponerle el cepo para
llevarlo de nuevo a la cárcel, mientras él iba diciendo a la multitud: “per
Dominum moriemur”. Según me informaron, hasta el día siguiente no sería
quemado. Y en el transcurso de aquel día fueron otra vez a preguntarle si
quería confesarse y comulgar. Pero se negó a cometer pecado aceptando los
sacramentos de quien estaba en pecado. Y creo que no obró bien, porque con
ello mostró que estaba corrupto por la herejía de los patarinos.
Llegó por fin la mañana del suplicio, y fue a buscarlo un confaloniero que me
parecía persona amiga, porque le preguntó qué clase de hombre era y por qué
se empecinaba cuando era suficiente con que afirmase lo que todo el pueblo
afirmaba y aceptase la opinión de la santa madre iglesia. Pero Michele se
mantuvo más firme que nunca y dijo: “Creo en Cristo pobre crucificado”. Y el
confaloniero se marchó haciendo un ademán de impotencia. Entonces llegaron
el capitán y sus hombres, quienes cogieron a Michele y lo llevaron al patio,
donde estaba el vicario del obispo, que volvió a leerle la confesión y la
sentencia. Michele volvió a hablar para rechazar unas opinione s falsas que se
le atribuían, y en verdad eran cosas tan sutiles que no las recuerdo, y en aquel
momento tampoco pude comprenderlas del todo. Pero eran fundamentales
pues de ellas dependía, sin duda, la vida de Michele, y en general la suerte
reservada a los fraticelli. Lo cierto era que yo no alcanzaba a comprender por
qué los hombres de la iglesia y del brazo secular se ensañaban así contra unas
personas que querían vivir en la pobreza y que consideraban que Cristo no
había poseído bienes terrenales. Porq ue, decía para mí, en todo caso deberían
temer a los hombres que quieren vivir en la riqueza y apoderarse del dinero de
los otros, y sumir a la iglesia en el pecado e introducir en ella prácticas
simoníacas. Y así se lo dije a uno que estaba junto a mí¡, porque no podía
quedarme callado. Y este se sonrió y me dijo que, cuando un fraile practica la
pobreza, se convierte en un mal ejemplo para el pueblo, que acaba por
rechazar a los frailes que no la practican. Y añadió que aquella prédica de la
pobreza metía ideas malas en la cabeza de la gente, que llegaría a
enorgullecerse de su pobreza, y el orgullo puede conducir a muchos actos
orgullosos. Y acabó diciendo que yo debería saber que predicar a favor de la
pobreza de los frailes entrañaba tomar partido por el emperador y que esto no
complacía demasiado al papa; si bien me aclaró que no veía muy bien cómo se
llegaba a esa conclusión. Los argumentos me parecieron válidos, aunque los
hubiese expuesto una persona de poca cultura. Sólo que entonces ya no
comprendía por qué fray Michele quería morir de un modo tan horrendo con la
finalidad de complacer al emperador, o tal vez para dirimir una disputa entre
contrapuestas órdenes religiosas.
En efecto, alguien entre los presentes estaba diciendo: “No es un santo. Lo ha
enviado Ludovico para sembrar la discordia entre los ciudadanos. Los fraticelli
son toscanos pero detrás de ellos están los enviados del imperio.” Otros, en
cambio: “Pero si es un loco, un endemoniado, que está hinchado de orgullo y
goza con el martirio por maldita soberbia. Estos frailes leen demasiadas vidas
de santos, ¡mejor sería que se casaran!” Y otros aun: ”No, todos los cristianos
deberían ser así y estar dispuestos a dar testimonio de su fe como en la época
de los paganos.” Y mientras escuchaba aquellas voces, sin saber ya qué
pensar, de pronto volví a ver la cara del condenado, pues los que se agolpaban
delante me lo quitaban a menudo de la vista. Y vi el rostro del que mira algo
que no es de esta tierra, como a veces lo he visto en las estatuas de los santos
arrebatados en visiones místicas. Y comprendí que, ya fuera un loco o un
vidente, estaba decidido a morir porque creía que con ello derrotaría a su
enemigo, cualquiera que éste fuese. Y comprendí que su ejemplo traería la
muerte de otros muchos. Y lo único que me asombró fue su enorme firmeza,
porque aún hoy no sé si lo que en esos hombres prevalece es un amor
orgulloso de la verdad en que creen, que los lleva a morir, o bien un orgulloso
deseo de muerte, que los lleva a dar testimonio de su verdad, cualquiera que
ésta sea. Y esto me pasma de admiración y temor.
Pero volvamos al suplicio, pues ya todos se estaban dirigiendo hacia el lugar
de la ejecución.
EI capitán y sus hombres lo sacaron por la puerta, vestido con su faldilla, en
parte desabotonada, y caminaba con pasos largos y mirando al suelo, mientras
recitaba su plegaria, y parecía un mártir. Había una multitud increíble de gente
y muchos gritaban: “¡No mueras!” Y él les respondía: “Quiero morir por Cristo.”
“Pero tú no mueres por Cristo” le decían, y él replicaba: “Muero por la verdad.”
Al llegar a un sitio llamado la esquina del Procónsul, alguien le gritó que rogara
a Dios por todos ellos, y él bendijo a la muchedumbre. Y en los Fondamenti de
Santa Liperata uno le dijo: “¡Qué necio eres, cree en el papa!”, y él respondió:
“Ese papa ya es como un dios para vosotros” y añadió: “Questái vostri paperi
v'hanno ben conci” (que, como me explicaron, era un juego de palabras, o
agudeza, en dialecto toscano, donde los papas aparecían como animales). Y
todos se asombra.ron de que fuese a la muerte haciendo bromas.
En San Giovanni le gritaron: “¡Salva la vida!”, y él respóndió: “¡Salvaos de los
pecados!” En el Mercado Viejo le gritaron: “¡Sálvate, sálvate!”, y él respondió:
“¡Salvaos del infierno!” En el Mercado Nuevo le gritaron: “¡Arrepiéntete,
arrepiéntete!”, y él respondió: “¡Arrepentíos de la usura!” Y, al llegar a la Santa
Croce, vio a los frailes de su orden en la escalinata y les reprochó que no
siguieran la regla de San Franc isco. Y algunos se encogieron de hombros, pero
otros sintieron vergüenza y se cubrieron el rostro con la capucha.
Y cuando iba hacia la puerta de la Justicia muchos le dijeron: “¡Abjura, abjura,
no quieras la muerte!”, y él: “Cristo murió por nosotros." Y ellos: “Pero tú no
eres Cristo, ¡no debes morir por nosozros!”, y él “Pero quiero morir por él”. En
el prado de la Justicia uno le dijo si no podía hacer como cierto fraile superior
de su orden, que había abjurado, pero Michele respondió que aquel fraile no
había abjurado, y vi que entre la muchedumbre muchos asentían y alentaban a
Michele para que se mantuviera firme. Entonces yo y muchos otros
comprendimos que eran partidarios suyos. Y nos apartamos.
Salimos, por último, y frente a la puerta vimos la pira, o chozo, como lo llaman
allí, porque los leños forman una especie de cabañita. Y alrededor montaron
guardia unos caballeros armados, para impedir que la gente se acercase
demasiado. Y entonces cogieron a fray Michele y lo ataron al poste. Y todavía
pude oír que alguien le gritaba: “Pero, ¿qué es esto? ¿Por quién quieres
morir?”, y él respondió: “Es una verdad que hay, dentro de mí, y de la que sólo
puedo dar testimonio con mi muerte.” Encendieron el fuego. Y fray Michele, que
ya había entonado el Credo, entonó a continuación el Te Deum. Quizá llegó a
cantar ocho versículos. Después se inclinó como para estornudar y cayó al
suelo, porque se habían quemado las ligaduras. Y ya estaba muerto, porque
antes de que todo el cuerpo se queme el hombre muere por el gran calor que
hace estallar el corazón y el humo que invade el pecho.
Después ardió toda la choza, como una antorcha, y el resplandor fue muy
grande, y de no ser por el pobre cuerpo carbonizado de Michele, que aún podía
verse entre los leños incandescentes, habría dicho que estaba contemplando la
zarza ardiente. Y tan cerca estuve de tener una visión que (recordé mientras
subía a la biblioteca) espontáneamente brotaron de mis labios unas palabras
sobre el rapto extático que había leído en los libros de Santa Hildegarda: “La
llama consiste en una claridad esplendente, un vigor ingénito y un ardor ígneo,
mas la claridad esplendente la tiene para relucir, y el ardor ígneo para quemar.”
Recordé algunas frases de Ubertino sobre el amor. La imagen de Michele en la
hoguera se confundió con la de Dulcino, y la de Dulcino con la de la bella
Margherita. Volví a sentir el desasosiego que había experimentado en la
iglesia.
Traté de pasarlo por alto y avancé con decisión hacia el laberinto.
Era la primera vez que entraba solo. Las largas sombras que la lámpara
proyectaba sobre el suelo me aterraban tanto como las visiones de las otras
noches. A cada momento temía encontrarme con un nuevo espejo, porque es
tal la magia de los espejos que no dejan de inquietarte aunque sepas que se
trata de espejos.
Por lo demás. no intentaba orientarme, ni evitar la habitación de los perfumes
que producen visiones. Caminaba como afiebrado, sin saber adónde quería ir.
En realidad, no me alejé demasiado del punto de part ida, porque poco después
volví a aparecer en la sala heptagonal por la que había entrado. En una mesa
había algunos libros que me pareció no haber visto la noche anterior. Supuse
que eran obras que Malaquías había retirado del scriptorium y que aún no
había devuelto a sus lugares. No sabía a qué distancia me encontraba de la
sala de los perfumes, porque estaba un poco atontado, y quizá fuera por algún
efluvio que llegaba hasta allí, a no ser que se debiese a lo que había estado
recordando momentos antes. Abrí un volumen exquisitamente ilustrado cuyo
estilo me indujo a pensar que procedía de los monasterios de la última Tule.
En la página donde empezaba el santo evangelio del apóstol Marcos, me
impresionó la imagen de un león. Sin duda, era un león, aunque nunca había
visto yo uno de carne y hueso. El miniaturista había reproducido con fidelidad
sus rasgos, quizás inspirándose en la visión de los leones de Hibernia, tierra de
criaturas monstruosas, y me persuadí de que ese animal, como dice, por lo
demás, el Fisiólogo, reúne en sí todos los caracteres de las cosas más
horrendas al mismo tiempo más majestuosas. Así, aquella imagen evocaba
simultáneamente en mí la imagen del enemigo y la de Nuestro Señor
Jesucristo; no sabía qué clave simbólica debía usar para interpretarla, y
temblaba de pies a cabeza, no sólo por temor, sino también por el viento que
penetraba a través de las rendijas de las paredes.
E1 león que vi tenía una boca llena de dientes, y una cabeza primorosamente
cubierta de escamas, como la de las serpientes, el cuerpo, enorme, estaba
plantado sobre cuatro patas robustas cuyas zarpas exhibían unas uñas agudas
y feroces. La imagen pintada en el pergamino hacía pensar en una de aquellas
alfombras orientales que más tarde pude contemplar, donde, sobre un fondo de
escamas rojo y verde esmeralda se dibujaban, amarillos como la peste, unos
robustos y horrendos arquitrabes hechos con huesos. Amarilla era también la
cola, que se retorcía por encima del lomo hasta la cabeza, para acabar en una
última voluta rematada con mechones blancos y negros.
Ya grande era la impresión que me había producido el león (más de una vez
me había vuelto para mirar hacia atrás, como si temiese la aparición repentina
de un animal como aquél), cuando decidí mirar otros folios y, al comienzo del
evangelio de Mateo, mis ojos tropezaron con la imagen de un hombre. No sé
por qué me asusté más que al ver el león: el rostro era humano, pero el cuerpo
estaba metido en una especie de casulla rígida que llegaba hasta los pies, y
aquella casulla o coraza tenía incrustadas piedras duras de color rojo y
amarillo. Me pareció que esa cabeza, que asomaba enigmática por encima de
un castillo de rubíes y topacios, era (¡hasta qué punto el terror me hacía
blasfemar!) la del misterioso asesino cuyas huellas intangibles estábamos
siguiendo. Más tarde comprendí por qué establecía una relación tan estrecha
entre la fiera y el hambre acorazado, de una parte, y el laberinto, de la otra:
porque los dos, al igual que todas las figuras de aquel libro, emergían de una
trama que era un entrelazamiento de laberintos, donde las líneas de ónix y
esmeralda, los hilos de crisopacio, las cintas de berilo parecían aludir en su
conjunto a la maraña de salas y pasillos que me rodeaba en aquel momento.
Mis ojos se perdían, en la página, por senderos rutilantes como mis pies
estaban haciéndolo en la angustiosa sucesión de las salas, y al ver
representada en aquellos folios mi marcha errante por la biblioteca me llené de
inquietud y pensé que cada uno de esos libros contaba, con matices
secretamente burlones, la historia que yo estaba viviendo en aquel momento.
“De te fabula narratur”, dije para mí, y me pregunté si aquellas páginas no
contendrían ya la historia de los instantes que me esperaban en el futuro.
Abrí otro libro, y me pareció que procedía de la escuela hispánica. Los colores
eran violentos, los rojos parecían sangre o fuego. Era el libro de la revelación
del apóstol, y otra vez, como la noche anterior, volví a caer en la página de la
mulier amicta sole . Pero no era el mismo libro, la miniatura era distinta, aquí el
artista había pintado con más detalle las facciones de la mujer. Comparé el
rostro, los pechos, los sinuosos flancos, con la estatua de la Virgen que había
contemplado junto a Ubertino. Aunque de signo distinto, también esta mujer me
pareció bellísima. Pensé que no debía insistir en aquellos pensamientos, y
pasé algunas páginas. Encontré otra mujer, pero esa vez se trataba de la
meretriz de Babilonia. No me impresionaron tanto sus facciones como la idea
de que era una mujer como la otra, y de que sin embargo, mientras aquella era
Umberto Eco El Nombre de la Rosa
198
el receptáculo de todas las virtudes, ésta era el vehículo de todos los vicios.
Pero en ambos casos los rasgos eran femeninos, y en determinado momento
ya no supe reconocer dónde estaba la diferencia. Otra vez sentí aquella
agitación interna la imagen de la Virgen que había contemplado en la iglesia se
confundió con la de la bella Margherita. “Estoy condenado'. Dije para mí. O
bien: “¡Estoy loco!” Y decidi que no podía quedarme en la biblioteca.
Por suerte estaba cerca de la escalera. Me precipité a riesgo de tropezar v
quedarme sin luz. En seguida estuve bajo las amplias bóvedas del scriptorium,
pero, sin detenerme ni un instante, me lancé por la escalera en dirección al
refectorio.
Allí me detuve. jadeante. Por las vidrieras penetraba la luz de la luna. La noche
era tan luminosa que mi lámpara, indispensable para recorrer las celdas y
pasillos de la biblioteca, resultaba casi superflua. Sin embargo, no la apagué,
como si me hiciese falta su compañía. Todavía jadeaba; pensé que beber un
poco de agua me ayudaría a recobrar la calma. Como la cocina estaba al lado,
atravesé el refectorio y abrí lentamente una de las puertas que daba a la otra
mitad de la planta baja del Edificio.
En ese momento mi terror lejos de disminuir, aumentó. Porque en seguida me
di cuenta de que había alguien en la cocina, junto al horno de pan. O al menos
me di cuenta de que en ese rincón brillaba una lámpara, de modo que,
asustadísimo, apagué la mía. Era tal mi susto que asusté al otro
(o a los otros), porque su lámpara se apagó en seguida. Pero inútilmente.
porque la luz nocturna iluminaba bastante la cocina como para dibujar ante mí,
en el suelo, una o varias sombras confusas.
Helado de miedo. no me atrevía a retroceder ni a avanzar. Oí un cuchicheo. y
me pareció escuchar, muy queda, una voz de mujer. Después, una sombra
oscura y voluminosa surgió del grupo informe que se recortaba vagamente
junto al horno, y huyó hacia la salida: la puerta, que debía de estar entornada,
se cerró tras ella.
Nos quedamos, yo parado en el umbral de la puerta que daba al refectorio, y
algo indeterminado junto al horno. Algo indeterminado y -¿cómo decirlo?-
gimiente. En efecto, desde la sombra me llegaba un gemido, como un llanto
apagado, un sollozo rítmico, de miedo.
Nada hay que infunda más valor al miedoso que el miedo ajeno: sin embargo,
no fue un impulso de valor el que hizo que me acercara a aquella sombra.
Diría, más bien, que fue un impulso de ebriedad bastante parecido al que había
experimentado en el momento de las visiones. Algo en la cocina era similar al
humo que me había sorprendido en la biblioteca la noche anterior. O quizá
fuesen sustancias diferentes, pero sus efectos sobre mis sentidos exacerbados
eran indiscernibles. Percibí un olor acre a traganta, alumbre y tártaro,
sustancias que los cocineros usaban para aromatizar el vino. O tal vez fuese
que, como supe más tarde, aquellos días estaban preparando la cerveza
(bebida bastante apreciada en aquella comarca del norte de la península), que
allí se elaboraba siguiendo la modalidad de mi país, o sea con brezo, mirto de
los pantanos y romero de estanque silvestre. Aromas que, más que mi nariz,
embriagaron mi mente.
Mi instinto racional me incitaba a gritar “vade retro!” y alejarme de la cosa
gimiente -sin duda, un súcubo que me enviaba el maligno-, pero algo en mi vis
appetitiva me impulsó hacia adelante, como si quisiese tomar parte en un
hecho prodigioso.
Así me fui acercando a la sombra, hasta que la luz nocturna, que penetraba por
los ventanales, me permitió divisar a una mujer temblorosa, que, con una
mano, apretaba un envoltorio contra su pecho, y que, llorando, retrocedía hacia
la boca del horno.
Que Dios, la Beata Virgen y todos los santos del Paraíso me asistan ahora en
el relato de lo que entonces me sucedió. E1 pudor, y la dignidad propia de mi
condición (de monje ya anciano en este bello monasterio de Melk, ámbito de
paz y de serena meditación), me aconsejarían atenerme a la más pía
prudencia. Para preservar tanto mi propia paz como la de mi lector, debería
limitarme a decir que me sucedió algo malo, pero que no es decente explicar
en qué consistió.
Pero me he comprometido a contar, sobre aquellos hechos remotos, toda la
verdad, y la verdad es indivisible, resplandece con su propia luz, y no admite
particiones dictadas por nuestros intereses y por nuestra vergüenza. EI
problema consiste más bien en contar lo que sucedió, no como lo veo y lo
recuerdo ahora (aunque todavía lo recuerde todo con implacable intensidad, sin
saber si aquellos hechos y pensamientos quedaron grabados con tanta claridad
en mi memoria por el acto de contricción que vino después, o por la
insuficiencia de este último, de modo que aún sigo torturándome, evocando en
mi mente dolorida hasta el más mínimo detalle de aquel vergonzoso
acontecimiento), sino tal como lo vi y lo sentí entonces. Y si puedo hacerlo, con
fidelidad de cronista, es porque cuando cierro los ojos, soy capaz de repetir no
sólo todo lo que en aquellos momentos hice, sino también todo lo que pensé
como si estuviese copiando un pergamino escrito en aquel momento. De modo
que así debo hacerlo, y que San Miguel Arcángel me proteja: pues para
edificación de los lectores futuros, y para flagelación de mi culpa, me propongo
cantar ahora cómo puede caer un joven en las celadas que le tiende el
demonio, para que éstas puedan quedar en evidencia y ser descubiertas, y
para que quienes cayeren en ellas puedan desbaratarlas.
Se trataba, pues, de una mujer. ¡Qué digo! De una muchacha. Como hasta
entonces mi trato con los seres de ese sexo había sido muy limitado (y gracias
a Dios siguió siéndolo en lo sucesivo), no sé qué edad podía tener. Sé que era
joven, casi adolescente, quizá tuviese dieciséis o dieciocho primaveras, o quizá
veinte, y, me impresionó la intensa, concreta, humanidad que emanaba de
aquella figura. No era una visión, y en todo caso me pareció valde bona. Tal
vez porque temblaba como un pajarillo en invierno, y lloraba, y tenía miedo de
mí.
De modo que, pensando que es deber del buen cristiano socorrer al prójimo,
me acerqué con mucha suavidad, y en buen latín le dije que no debía temer
porque era un amigo, en todo caso no un enemigo, y sin duda no el enemigo,
como quizá s ella estaba temiendo.
Tal vez por la mansedumbre que irradiaba mi mirada, la criatura se calmó, y se
me acercó. Me di cuenta de que no entendía mi latín, e instintivamente le hablé
en mi lengua vulgar alemana, cosa que la asustó muchísimo, no sé si por los
sonidos duros, insólitos para la gente de aquella comarca, o porque esos
sonidos le recordaron alguna experiencia previa con soldados de mi tierra.
Entonces sonreí, porque pensé que el lenguaje de los gestos y del rostro es
más universal que el de las palabras, y se calmó. También ella me sonrió y dijo
unas palabras.
La lengua vulgar que utilizó me era casi desconocida, en todo caso era distinta
de la que había aprendido un poco en Pisa, pero por la entonación comprendí
que me decía algo agradable, y creí entender algo así como: “Eres joven, eres
hermoso...” Es muy raro que un novicio, cuya infancia haya transcurrido por
completo en un monasterio, tenga ocasión de escuchar afirmaciones acerca de
su belleza. Más aun, con frecuencia se le advierte que la belleza corporal es
algo fugaz e indigno de consideración. Pero las trampas que nos tiende el
enemigo son innumerables y confieso que aquella referencia a mi hermosura,
aunque no fuese veraz, acarició dulcemente mis oídos y me colmó de emoción.
Sobre todo porque, mientras eso decía, la muchacha extendió su mano y con
las yemas de los dedos rozó mi mejilla, por entonces aún imberbe. Sentí como
un desvanecimiento, pero en aquel momento no sospeché que podía haber
pecado alguno en todo ello. Tal es el poder del demonio, que quiere ponernos
a prueba y borrar de nuestra alma las huellas de la gracia.
¿Qué sentí? ¿Qué vi? Sólo recuerdo que las emociones del primer instante
fueron indecibles, porque ni mi lengua ni mi mente habían sido educadas para
nombrar ese tipo de sensaciones. Y así fue hasta que acudieron en mi ayuda
otras palabras interiores, oídas en otro momento y en otros sitios, y dichas, sin
duda, con otros fines, pero que me parecieron prodigiosamente adecuadas
para describir el gozo que estaba sintiendo, como si hubiesen nacido con la
única misión de expresarlo. Palabras que se habían ido acumulando en las
cavernas de mi memoria y ahora subían a la superficie (muda) de mis labios,
haciéndome olvidar que en las escrituras o n los libros de los santos habían
servido para expresar realidades mucho más esplendorosas. Pero ¿existía
realmente una diferencia entre las delicias de que habian hablado los santos y
las que mi ánimo conturbado experimentaba en aquel instante? En aquel
instante se anuló mi capacidad de percibir con lucidez la diferencia. Anulación
que, según creo, es el signo del naufragio en los abismos de la identidad.
De pronto me pareció que la muchacha era como la virgen negra pero bella de
que habla el Cantar. Llevaba un vestidito liso de tela ordinaria, que se abría de
manera bastante impúdica en el pecho, y en el cuello tenía un collar de
piedrecillas de colores, creo que de ínfimo valor. Pero la cabeza se erguía
altiva sobre un cuello blanco como una torre de marfil, los ojos eran claros
como las piscinas de Hesebón. la nariz era una torre del Líbano, la cabellera,
como púrpura. Sí, su cabellera me pareció como un rebaño de cabras, y sus
dientes como rebaños de ovejas que suben del lavadero, de a pares, sin que
ninguna adelante a su compañera. Y empecé a musitar: “¡Qué hermosa eres,
amada mía! ¡Qué hermosa eres! Tu cabellera es como un rebaño de cabras
que baja de los montes de Galaad, como cinta de púrpura son tus labios, tu
mejilla es como raja de granada, tu cuello es como la torre de David, que mil
escudos adornan.” Y consternado me preguntaba quién sería la que se alzaba
ante mí como la aurora, bella como la luna, resplandeciente como el sol,
terribilis ut castrorum acies ordinata.
Entonces la criatura se acercó aún más, arrojó a un rincón el oscuro envoltorio
que había estado apretando contra el pecho, y volvió a alzar la mano para
acariciar mi rostro, y volvió a decir las palabras que ya había dicho. Y mientras
yo no sabía si escapar de ella o acercármele aún más, mientras mi cabeza
latía como si las trompetas de Josué estuviesen a punto de derribar los muros
de Jericó, y al mismo tiempo la deseaba y tenía miedo de tocarla, ella sonrió de
gozo, lanzó un débil gemido de cabra enternecida, y soltó los lazos que
cerraban su vestido a la altura del pecho; y se quitó el vestido del cuerpo como
una túnica, y quedó ante mí como debió de haber estado Eva ante Adán en el
jardín del Edén. “Pulchra sunt ubera quae paululum superminent et tument
modice”, musité repitiendo la frase que había dicho Ubertino, porque sus senos
me parecieron como dos cervatillos, dos gacelas gemelas pastando entre los
lirios, su ombligo una copa redonda siempre colmada de vino embriagador, su
vientre una gavilla de trigo en medio de flores silvestres.
“O sidus clarum puellarum”, le grité, “o porta clausa. fons hortorum, cella custos
unguentorum, cella pigmentaria!” y sin quererlo me encontré contra su cuerpo,
sintiendo su calor, y el perfume acre de unos unguentos hasta entonces
desconocidos. Recordé: “¡Hijos, nada puede el hombre cuando llega el loco
amor!” y comprendí que, ya fuese lo que sentía una celada del enemigo o un
don del cielo, nada podía hacer para frenar el impulso que me arrastraba, y
grité: “O, langueo” y: “Causam languoris video nec caveo!” Porque además un
olor de rosas emanaba de sus labios y eran bellos sus pies en las sandalias, y
las piernas eran como columnas y como columnas también sus torneados
flancos, dignos del más hábil escultor “¡Oh, amor, hija de las delicias! Un rey ha
quedado preso en tu trenza” musitaba para mí, y caí en sus brazos, y iuntos
nos desplomamos sobre el suelo de la cocina y no sé si fue mi iniciativa o
fueron las artes de ella, pero me encontré libre de mi sayo de novicio v no
tuvimos vergüenza de nuestros cuerpos et cuncta erant bona.
Y me besó con los besos de su boca, y sus amores fueron más deliciosos que
el vino, y delicias para el olfato eran sus perfumes. y era hermoso su cuello
entre las perlas y sus mejillas entre los pendientes, qué hermosa eres, amada
mía, qué hermosa eres, tus ojos son palomas (decía) muestrame tu cara, deja
que escuche tu voz, porque tu voz es armoniosa y tu cara encantadora, me has
enloquecido de amor, hermana mía, ha bastado una mirada, uno solo de tus
collares, para enloquecerme, panal que rezuma son tus labios, tu lengua
guarda tesoros de miel y de leche, tu aliento sabe a manzanas, tus pechos a
racimos de uva, tu paladar escancia un vino exquisito que se derrama entre los
dientes y los labios embriagando en un instante mi corazón enamorado...
Fuente en su jardín, nardo y azafrán, canela y cinamorno, mirra y aloe, comía
mi panal y mi miel, bebía mi vino y mi leche, ¿quién era? ¿Quién podía ser
aquella que surgía como la aurora, hermosa como la luna, resplandeciente
como el sol, terrible como un escuadrón con sus banderas?
¡Oh, Señor!, cuando el alma cae en éxtasis, la única virtud reside en amar lo
que se ve (¿verdad?), la máxima felicidad reside en tener lo que se tiene,
porque allí la vida bienaventurada se bebe en su misma fuente (¿acaso no está
dicho?), porque allí se saborea la vida verdadera que después de ésta mortal,
nos tocar vivir junto a los ángeles en la eternidad. . . Esos eran mis
pensamientos, y me parecía que por fin se estaban cumpliendo las profecías,
mientras la muchacha me colmaba de goces indescriptibles, y era como si todo
mi cuerpo fuese un ojo por delante y por detrás, y pudiese ver al mismo tiempo
todo lo que había alrededor. Y comprendí. Que de allí, del amor, surgen al
mismo tiempo la unidad y la suavidad y el bien y el beso y el abrazo, como ya
había oído decir creyendo que me hablaban de algo distinto. Y sólo en un
momento, mientras mi goce estaba por tocar el cenit, pensé que quizás estaba
siendo poseído, y de noche, por el demonio meridiano, obligado por fin a
revelar su verdadera naturaleza demoníaca al alma en éxtasis que le pregunta
“¿quién eres?” él, que sabe arrebatar el alma y engañar al cuerpo. Pero en
seguida me convencí de que las diabólicas eran mis vacilaciones, porque nada
podía ser más justo, más bueno, más santo que lo que entonces estaba
sintiendo, con una suavidad que crecía por momentos. Como la ínfima gota de
agua, que al mezclarse con el vino desaparece y adquiere el color y el sabor
del vino, como el hierro incandescente, que se vuelve casi indiscernible del
fuego y pierde su forma primitiva, como el aire inundado por la luz del sol, que
se transforma en supremo resplandor y se funde en idéntica claridad, hasta el
punto de no parecer iluminado, sino él mismo luz iluminante, así me sentía yo
morir en tierna licuefacción, sólo con fuerzas para musitar las palabras del
salmo: “Mi pecho es como vino nuevo, sin respiradero, que rompe odres
nuevos”, y de pronto vi una luz enceguecedora y en medio una forma del color
del zafiro que ardía con un fuego esplendoroso y muy suave, y esa luz brillante
se irradió a través del fuego esplendoroso, y ese fuego esplendoroso a través
de la forma rutilante, y esa luz enceguecedora junto con el fuego esplendoroso
a través
de toda la forma.
Mientras, casi desmayado, caía sobre el cuerpo al que me acababa de unir,
comprendí, en un último destello de lucidez, que la llama consiste en una
claridad esplendente, un vigor ingénito y un ardor ígneo, mas la claridad
esplendente la tiene para relucir y el ardor ígneo para quemar. Después
comprendí qué abismo de abismos esto entrañaba.
Ahora que, con mano temblorosa (no sé si por horror del pecado que estoy
evocando, o por añoranza pecaminosa del hecho que rememoro) escribo estas
líneas, advierto que, para describir aquel éxtasis abominable, he utilizado las
mismas palabras que, pocas páginas más arriba, utilicé para describir el fuego
en que se consumía el cuerpo martirizado del hereje Michele. No es casual que
mi mano, fiel ejecutora de los designios del alma, haya trazado las mismas
palabras para expresar dos experiencias tan disímiles, porque probablemente
entonces, cuando las viví, me impresionaron de la misma manera, como han
vuelto a hacerlo hace un momento, cuando intentaba revivirlas en el
pergamino. Hay un arte secreto que permite nombrar con palabras análogas
fenómenos distintos entre sí: es el arte por el cual las cosas divinas pueden
nombrarse con nombres de cosas terrenales, y así, mediante símbolos
equívocos, puede decirse que Dios es león o leopardo, que la muerte es
herida, el goce llama, la llama muerte, la muerte abismo, el abismo perdición, la
perdición deliquio y el deliquio pasión.
¿Por qué, para nombrar el éxtasis de muerte que me había impresionado en el
mártir Michele, usaba las palabras a que había re currido la santa para nombrar
el éxtasis (divino) de vida, y por qué sólo podía valerme de esas mismas
palabras para nombrar el éxtasis (pecaminoso y efímero) de goce terreno, que
en seguida se había convertido también en sentimiento de muerte y
aniquilación? Era un muchacho entonces, pero en este momento trato de
reflexionar no sólo sobre la forma en que, a pocos meses de distancia, viví dos
experiencias igualmente excitantes y dolorosas, sino también sobre la forma en
que, aquella noche en la abadía, a pocas horas de distancia, por la memoria y
los sentidos, evoqué una y aprehendí la otra, y además sobre la forma en que,
hace un momento, al redactar estas líneas, he vuelto a vivirlas, y sobre el
hecho de que, las tres veces, su exgresión íntima haya consistido en las
palabras nacidas de la experiencia distinta de un alma santa que sentía cómo
iba aniquilándose en la visión de la divinidad. ¿No habré blasfemado (entonces,
ahora)? ¿Qué había de común entre el deseo de muerte de Michele, el rapto
que sentí al verlo arder en la hoguera, el deseo de unión carnal que sentí con la
muchacha, el místico pudor que me indujo a traducirlo en forma alegórica, y
aquel deseo de gozosa aniquilación que incitaba a la santa a morir de su propio
amor para vivir más eternamente? ¿Es posible que cosas tan equívocas se
digan de una manera tan unívoca? Sin embargo, parecería que esto es lo que
nos enseñan los más sabios doctores: omnis ergo figura tanto evidentius
veritatem demonstrat quanto apertius per dissimilem similitudinem figuram se
esse et non veritatem probat. Pero. si el amor por el fuego y e1 abismo son
figura del amor por Dios, ¿pueden ser también figura del amor por la muerte y
del amor por el pecado? Sí, como el león y la serpiente son a1 mismo tiempo
figura de Cristo y del demonio. Lo que sucede es que la justeza de la
interpretación sólo puede establecerse recurriendo a la autoridad de los padres,
y en el caso que me atormenta no existe una auctoritas a la que mi mente dócil
pueda remitirse, y la duda me abrasa (¡y otra vez la figura del fuego interviene
para definir el vacío de verdad y la plenitud del error que me aniquilan!). ¿Qué
sucede. Señor en mi alma, ahora que me dejo atrapar por el torbellino de los
recuerdos, desencadenando esta conflagración de épocas diferentes, como si
estuviese por alterar el orden de los astros y la secuencia de sus movimientos
celestes? Sin duda, transgredo los límites de mi inteligencia enferma y
pecadora. ¡Animo!, retomemos la tarea que humildemente me he propuesto.
Estaba hablando de lo que sucedió aquel día y de la confusión total de los
sentidos en que me hundí. Ya está , he dicho lo que recordé entonces: que a
eso se limite mi débil pluma de cronista fiel y veraz.
Permanecí tendido, no sé por cuánto tiempo, junto a la muchacha. Con un
movimiento muy leve, su mano seguía tocando por sí sola mi cuerpo, bañado
ahora de sudor. Sentía yo un regocijo interior, que no era paz, sino como un
rescoldo, como fuego que perdura bajo la ceniza cuando la llama está ya
muerta. No dudaría en llamar bienaventurado (murmuré como en sueños) a
quien le fuera concedido sentir algo similar, aunque sólo pocas veces (y de
hecho aquella fue la única ocasión en que lo sentí), en esta vida, y sólo a toda
prisa, y sólo por un instante. Como si ya no existiésemos, como si hubiésemos
dejado por completo de sentirnos nosotros mismos, como rendidos,
aniquilados, y si algún mortal (decía para mí) pudiera probar lo que he probado,
rechazaría de inmediato este mundo perverso, se sentiría confundido por la
maldad de la vida cotidiana, sentiría el peso del cuerpo mortal. . . ¿No era eso
lo que me habían enseñado? Aquel impulso de mi alma toda a perderse en la
beatitud era, sin duda (ahora lo comprendía), la irradiación del sol eterno, y por
el goce que éste produce el hombre se abre, se ensancha, se agranda. y en su
interior se abre una garganta vida que después resulta muy difícil volver a
cerrar, tal es la herida que abre la espada del amor, y nada hay aquí abajo más
dulce y más terrible. Pero tal es el derecho del sol, sus rayos son flechas que
van a clavarse en el herido, y las llagas se agrandan, y el hombre se abre y se
dilata, y hasta sus venas estallan, v sus fuerzas ya no pueden ejecutar las
órdenes que reciben y sólo obedecen al deseo, el alma arde abismada en el
abismo de lo que está tocando, mientras siente que su deseo y su verdad son
superados por la realidad que ha vivido y sigue viviendo.
Y al llegar a este punto, uno asiste estupefacto a su propio desvanecimiento.
Inmerso en esas sensaciones de inenarrable goce interior, me adormecí
Cuando, poco más tarde. volví a abrir los ojos, la luz de la noche, quizá debido
a la presencia de alguna nube, era mucho menos intensa. Tendí la mano hacia
un lado y no sentí el cuerpo de la muchacha. Volví la cabeza: ya no estaba.
La ausencia del objeto que había desencadenado mi deseo y saciado mi sed,
me hizo ver de golpe tanto la vanidad de ese deseo como la perversidad de
esa sed. Omne animal triste post coitum. Adquirí conciencia del hecho de que
había pecado. Ahora, después de tantos y tantos años, mientras sigo llorando
amargamente mi falta, no puedo olvidar que aquella noche sentí un goce muy
intenso, y ofendería al Altísimo, que ha creado todas las cosas en bondad y en
belleza, si no admitiese que incluso en aquella historia de dos pecadores
sucedió algo que de por sí, naturaliter, era bueno y bello. Cuando lo que
debería yo hacer sería pensar en la muerte, que se acerca. Pero entonces era
joven, y no pensé en la muerte, sino que, copiosa y sinceramente, lloré por mi
pecado.
Me levanté temblando, porque, además, había estado mucho tiempo sobre las
gélidas losas de la cocina y tenía el cuerpo aterido. Me vestí con la sensación
de estar afiebrado. Entonces divisé en un rincón el envoltorio que la muchacha
había abandonado al huir. Me incliné para examinarlo: era una especie de lío
de tela enrollada, y parecía proceder de la cocina. Lo abrí y al principio no
reconocí su contenido, ya sea por falta de luz o por su forma informe. Después
comprendí: entre coágulos de sangre y jirones de carne más fláccida y
blancuzca, surcado de lívidos nervios, lo que mis ojos contemplaban, ya muerto
pero aún palpitante de vida -la vida gelatinosa de las vísceras muertas-, era un
corazón de gran tamaño.
Un velo oscuro cayó sobre mis ojos, una saliva acídula me llenó la boca. Lancé
un grito y me desplomé como se desploma un cuerpo muerto.

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